Charles Harness - Los Hombres paradójicos

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En un lejano futuro una minoría aristocrática, totalitaria y belicista domina los Estados Unidos de América, explotando el trabajo de hombres y mujeres que han preferido vivir como esclavos antes que morir en la pobreza. Las paradojas de Einstein y las concepciones históricas de Toynbee animan este libro singular, un clásico eminente de la ciencia-ficción contemporánea.
La novela Los Hombres Paradójicos puede ser considerada como el clímax del banquete de un billón de años.Entreteje el espacio y el tiempo con altura, amplitud y belleza; zumba dando vueltas por el sistema solar como una avispa enloquecida; es ingeniosa, profunda y trivial, todo a la vez, y ha demostrado tener una inventiva que muchas hordas de presuntos imitadores han tratado de alcanzar en vano.

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Sus propios pensamientos le arrancaron un resoplido. Volvió a su silla, pensando en todo aquello. ¿A qué se enfrentaba, exactamente? Había varias posibilidades, por cierto, pero sus condiciones eran idénticas: una larga espera; tras la cual sobrevendría la desaparición instantánea e indolora. Ni siquiera podía contar con algún sufrimiento prolongado e insoportable que le lanzara por el eje del tiempo, tal como le había ocurrido en el cuarto de torturas de Shey.

En ese momento percibió un zumbido bajo y hueco; al fin comprendió que eran las pulsaciones de sus propias sienes. El corazón le palpitaba a tal velocidad que ya no había latidos separados; aquello indicaba que había alcanzado los doce mil por minuto, frecuencia inferior al espectro auditivo. Estuvo a punto de sonreír: en el umbral de la catástrofe que Haze-Gaunt estaba por lanzar sobre la Tierra, aquella frenética preocupación del subconsciente por su propia supervivencia parecía súbitamente divertida.

Fue entonces cuando notó que el cuarto estaba ligeramente inclinado. Eso no era posible a menos que el gigantesco giróscopo central estuviera aminorando la marcha. El giróscopo debía mantener la estación en posición correcta a pesar de las más violentas fáculas y de los tornados más notables. Sin embargo, una ligera mirada al panel de controles indicó que nada malo ocurría con el gran estabilizador. Pero el pequeño giróscopo de la brújula estaba girando lentamente, en una forma muy extraña, pero familiar, que reconoció inmediatamente: el eje de la estación se estaba inclinando hacia fuera de su dirección vertical y rotaba en torno a su antiguo centro siguiendo una dirección en cono. El solario había tomado un movimiento en precesión, y eso significaba que alguna fuerza titánica y desconocida estaba tratando de invertirlo contra la valiente resistencia del gran giróscopo central.

De cualquier modo, era una batalla perdida.

Por un instante imaginó la gran estación vuelta sobre sí, como una tortuga, en lenta y poderosa grandeza. El antigravitatorio a muirio instalado en la parte superior, que en ese momento contrarrestaba 26 de las 27 Gs del sol, pronto estaría por debajo, sumándose a esas 27 Gs. Aplastado por aquellas 53 Gs, Alar pesaría aproximadamente cuatro toneladas. La sangre manaría por todos los poros de su cuerpo exprimido y deshecho, para esparcirse en un delgada capa por sobre toda la cubierta.

Pero ¿cuál era esa fuerza que pugnaba por invertir el solario?

Los pirómetros indicaban temperaturas de convección casi idénticas a los lados, en la parte superior y en el fondo de la estación: alrededor de 5.200 grados. El calor de radiación a los costados y en el fondo de la planta era de unos 6.900 grados, como cabía esperar. Pero los pirómetros que median la radiación recibida por la parte superior de la estación (que no debía exceder los 2.000 grados, puesto que la superficie sólo recibía la de la delgada fotosfera) alcanzaba la increíble cifra de 6.800.

La estación debía estar totalmente sumergida en el sol; así lo probaba la radiación uniforme de los lados. Sin embargo aún estaba en el vórtice de la mancha solar, como lo indicaban las corrientes mucho más frescas que la bañaban.

Había sólo una explicación posible: el vórtice de la mancha debía estar regresando a la superficie solar a través de un gigantesco tubo en forma de U. Todo lo que bajara por un brazo del tubo ascendería lógicamente por el otro brazo en forma invertida. Y ese tubo en forma de U explicaba finalmente por qué todas las manchas se producían en parejas y eran de polaridad magnética opuesta. El vórtice ionizado rotaba en direcciones opuestas en cada uno de los brazos.

Si el giróscopo central vencía al torbellino, la estación podría , tal vez, emerger por el otro brazo hacia la mancha gemela. En ese caso tal vez Alar pudiera llevar el solario hasta un lugar seguro de la penumbra… siempre que el pulmón perforado le permitiera vivir hasta entonces. Después, las gigantescas cámaras de almacenamiento se llenarían de muirio y el sintetizador comenzaría a arrojar nuevamente al sol aquella mortal materia, causando una dantesca explosión

De cualquier modo, aun cuando hallaran la estación durante ese intervalo, no habría rescate. El descubrimiento estaría a cargo de los vehículos imperiales y la policía se limitaría a mantener el solario bajo observación hasta el final:

Alar, caviloso, permaneció en la silla del operador durante largo rato, hasta que el suelo, cada vez más inclinado, amenazó con expulsarlo del asiento. Se levantó entonces, pesadamente; aferrándose a las barandillas recorrió toda la longitud del panel hasta llegar a donde estaban las enormes llaves de conexión. Allí abrió el mecanismo de seguridad del gran giróscopo central y lo arrancó en medio de una flamígera y siseante protesta. La cubierta comenzó inmediatamente a vibrar bajo sus pies; la inclinación del suelo, cada vez más pronunciada, le hizo difícil el permanecer erguido.

El cuarto giraba vertiginosamente en su torno. Alar enlazó con una soga la llave principal que manejaba las escotillas exteriores de los depósitos. Después se ató el otro extremo a la cintura. Cuando la estación quedara invertida él caería hacia la otra pared del cuarto y la soga atada a su cuerpo abriría las escotillas. Todo el muirio acumulado se disolvería en su materia original y la estación se convertiría bruscamente en un gigantesco cohete espacial; al menos teóricamente debía lanzarse por el brazo ascendente de la U a una velocidad inimaginable.

Cualquier ser humano moriría instantáneamente. Empero, si Alar no era humano podría sobrevivir a la fantástica aceleración inicial y acompañar a la estación hacia las negras profundidades del espacio.

La cubierta se había convertido casi en una pared vertical. El giróscopo debía haberse detenido y ya no había forma de regresar. Por un momento lamentó su decisión.

Siempre un poco más. Había vivido cinco años mediante ese método, pero ya no servía. Con la cara chorreante de sudor, resbalando, inclinándose, se aferró locamente a los lisos mosaicos de acero que formaban la cubierta. Esta se lanzó en su dirección para convertirse en techo. Al fin Alar cayó erguido sobre lo que hasta hacía pocos minutos era el cielorraso; allí quedó, aplastado bajo las 53 gravedades, imposibilitado hasta de respirar; la conciencia se le escapaba velozmente.

Supo vagamente que la cuerda había abierto las bodegas de muirio antes de romperse bajo el enorme peso de su cuerpo. Los fragmentos astillados de las costillas, ya quebradas, le habían perforado el corazón. Estaba en agonía.

En aquel instante estalló el muirio. Cuatro mil toneladas de la sustancia más energética descubierta por el hombre sucumbieron en milésimas de segundo, convirtiéndose en una titánica lluvia de radiación.

Alar no tenía ya sensación alguna de dolor, de movimiento, tiempo o sensación física. Nada. Pero no importaba. A su modo estaba aún muy vivo. Alar había muerto.

Sin embargo sabía quién era y cuál sería su destino.

XX ARMAGEDON

Goddard, ministro de Energía Nuclear, se había puesto bruscamente de pie y miraba alternativamente a Haze-Gaunt y al Cerebro Microfílmico.

– ¿El Cerebro… Kennicot Muir? ¡Imposible!

Phelps, de Vías Aéreas, se aferraba a los brazos de la silla; las uñas de sus dedos blancos y temblorosos se rompían bajo la presión.

– ¿Por qué dice usted que es imposible? -gritó- ¡Es él quien debe responder a esa pregunta!

Keiris tragó saliva, sumida en un éxtasis de angustia. Había precipitado algo para lo cual el Cerebro no estaba, quizá, preparado. Al recordar su pregunta no podía hallar más motivos para formularla que su intuición femenina. Pero Haze-Gaunt estaba equivocado, sin lugar a dudas. Era obvio que el Cerebro no podía ser su esposo. Tenían más o menos el mismo físico, pero allí terminaba toda semejanza. ¡Caramba, ese hombre era… feo! Pero dirigió a Haze-Gaunt una mirada furtiva y perdió parte de su certidumbre.

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