"Con la excepción de Su Majestad Imperial, todos ustedes han llevado una vida aristotélica, convencidos de que x es a o no a. Esa educación convencional los ha limitado a una clasificación silogística, aristotélica, bidimensional y plana.
– No entiendo -dijo Eldridge, el ministro de Guerra, secamente-. ¿Qué es una definición planar y qué tiene eso que ver con la existencia de… de bueno, de Muir o de Alar?
– Abran sus cuadernos para hacer dibujos -dijo la voz burlona y seca de Juana-María, que acercaba ya su silla a motor al ministro.
Este sacó del bolsillo un anotador encuadernado en cuero, con expresión vacilante.
– Dibuje un círculo en el medio de la página -indicó Juana-María.
El confundido militar obedeció, mientras los ministros más próximos estiraban el cuello para ver mejor.
– Ahora veamos la pregunta. ¿Está vivo Alar? Como aristotélico que usted es, tendrá en cuenta sólo dos posibilidades: o está vivo o no lo está. Por lo tanto, puede escribir `vivo" en el círculo y "muerto" en el espacio exterior a él.
'Vivo" mas "muerto" dan el total de lo que los aristotélicos llaman "categoría universal". Adelante, escríbalo.
La voz prosiguió, irónica:
– Pero la parte "muerto" de la página, no lo olvide, tiene una definición puramente negativa. Sabemos qué no es, pero no qué es. Si hay otras condiciones de existencia distintas de las que conocemos estarán incluidas en esa parte de la página. Las dudas son infinitas. Además esa hoja de papel es considerable también como una mera sección transversal de una esfera circundada por el infinito. Por encima, por debajo y a través de ella hay otras secciones transversales de la misma esfera en número infinito. Eso significa que, al intentar reducir un problema a dos únicas alternativas, se lo dota de infinitas soluciones.
La cara de Eldridge había adoptado una expresión de tozudez:
– Sin intenciones de faltarle al respeto, señora, ¿me permite sugerirle que esas consideraciones son meras teorías académicas? Sostengo que esos dos enemigos del Imperio están vivos o muertos. Si están vivos deben ser capturados y eliminados. Con su permiso, Su Majestad, reduciré la pregunta sometida al Cerebro a una sola proposición:
Y se dirigió fríamente al hombre sentado bajo la cúpula:
– Alar, el Ladrón, ¿está vivo?
– Contéstale si puedes, Cerebro -dijo Juana-María, con gesto cansado de su mano marchita.
– En términos no aristotélicos -replicó la Mente -. Alar está vivo. Sin embargo carece de existencia en una hipótesis aristotélica planar, tal como la entiende Marshal Eldridge. Es decir, en este momento no hay en el sistema solar una persona que presente las huellas dactilares y el esquema capilar del ojo que figuran en los archivos policiales bajo el nombre de Alar.
– ¿He de suponer que lo mismo puede aplicarse a Kennicot Muir? -preguntó Haze-Gaunt.
– No exactamente. La identidad de Muir es más difusa. Si la vemos con la clásica lógica de Eldridge, Muir debería ser considerado como más de un hombre. En términos no-aristotélicos, Muir parece haber desarrollado cierta movilidad a lo largo del eje cronológico.
– ¿Podría existir bajo la forma de dos personas al mismo tiempo? -preguntó Juana-María con gran curiosidad.
– Es muy posible.
Keiris oyó que su propia voz, casi ahogada, inquiría:
– ¿Es… está presente en esta habitación alguna de esas dos personas?
El Cerebro guardó silencio por largo rato. Al cabo volvió sus grandes ojos tristes hacia ella.
– La pregunta de la señora es sorprendente -dijo-, considerando que si su sospecha es correcta pondría en grave peligro a su esposo. Una encarnación de Muir, cuya existencia ha sido deducida por Su Majestad la emperatriz en el ejercicio de la lógica no-aristotélica, está presente aquí, aunque por el momento no quiera sernos visible.
Hizo una pausa y echó una mirada al radiocronómetro colgado a su izquierda, sobre la pared. Allá arriba, muy lejos de ellos, rompía el alba de un nuevo día: el 21 de julio de 2177.
– Sin embargo -continuó el Cerebro-, Muir también está presente en otra forma, completamente diferente, que sería satisfactoria incluso para Marshal Eldridge.
Los ministros intercambiaron una mirada sorprendida y cargada de sospechas. Al fin Eldridge se levantó de un salto, gritando:
– ¡Señálalo!
– El ministro de Guerra -observó Haze-Gaunt- es muy ingenuo si cree que el Cerebro descubrirá a Kennicot Muir ante esta asamblea.
– ¿Eh? ¿Cree usted que tendrá miedo de nombrarlo? -Tal vez sí, tal vez no. Pero veamos qué se consigue con una pregunta bien directa y específica.
Se volvió hacia el Cerebro y preguntó con suavidad: -¿Puedes negar que tú mismo eres Kennicot Muir?
Los ojos aturdidos de Alar observaban el pirómetro, cuya aguja iba trepando lentamente por la escala, registrando la caída de la estación hacia el centro mismo de la mancha solar: 4.560, 4.580, 4.600… Cuanto más profundidad alcanzaba, mayor era la temperatura. Naturalmente, jamás alcanzaría el centro del sol. El ojo de la mancha se reduciría probablemente a la nada en unos mil quinientos kilómetros, cuando llegara a una región lo bastante profunda como para que su temperatura fuera de varios millones de grados. El sistema de refrigerador del solario podía soportar un límite máximo de 7.000.
Cabían varias Posibilidades. El vórtice de la mancha podía prolongarse hasta muy cerca del centro solar, donde la temperatura subiría a unos veinte millones de grados. Pero aunque se mantuviera por debajo de los 7.000 (cosa imposible) la estación acabaría por estrellarse contra la enorme densidad del centro y se tornaría incandescente.
Pero ¿si el vórtice no se extendía hasta ese núcleo increíblemente ardoroso, sino que, como era más probable, se originaba sólo a unos pocos miles de kilómetros de profundidad? Alar escupió una bocanada de sangre y calculó con rapidez. Si la mancha tenía 24.000 kilómetros de pro- fundidad la temperatura del vértice del cono no llegaría a los 7.000 grados. Si la estación pudiera descender suavemente hasta posarse allí le sería posible sobrevivir durante varias horas antes de que la pesada planta acabara por hundirse a mayor profundidad, hasta alcanzar una temperatura intolerable. Pero su descenso no sería suave; caía ya con una aceleración de veintisiete gravedades, y probablemente llegaría al fondo del cono a una velocidad de varios kilómetros por segundo, a pesar de la viscosidad que presentaban los gases de la mancha. Todo se desintegraría instantáneamente en torno a Alar.
Sintió que los almohadones de la silla empujaban contra su espalda y que los brazos metálicos estaban mucho más calientes. Tenía la boca seca y la cara mojada. En ese momento recordó la provisión del capitán Andrews. Puesto que no tenía nada que hacer por el momento obedeció al súbito capricho. Se levantó, estiró el cuerpo y se encaminó hacia el gabinete refrigerado. En cuanto abrió la puertecilla sintió contra la cara sudorosa una súbita oleada de aire fresco, inspirándole un pensamiento irracional ¿por qué no acurrucarse en aquella reducida caja y cerrar la puerta? Lo absurdo de la idea le hizo reír entre dientes.
Sacó una botella de espuma y se la exprimió en la boca. La sensación era muy agradable. Con los ojos cerrados pudo imaginar al capitán Andrews ante él, diciéndole: "Es fría, y eso ya es bastante en un sitio como éste".
Guardó la botella y cerró nuevamente: la puerta. "¡Qué gesto inútil!", se dijo. La situación parecía totalmente irreal. Keiris le había advertido…
Keiris.
¿Acaso sentía ella, en aquel preciso instante, lo que él estaba enfrentando?
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