Eso era cuanto Alar quería saber. En cuanto lo hubo averiguado dejó de improvisar el ataque para retroceder precipitadamente. Tosió y escupió un bocado de líquido salobre y caliente. Había dejado que el pulmón derecho se le llenara lentamente mientras aguardaba el momento preciso para lanzar la sangre. Y el momento era ése. Su adversario debía tomar la iniciativa y se vería obligado a exponerse.
Thurmond soltó una carcajada silenciosa y cerró con una traidora estocada hacia las piernas, seguida inmediatamente por un corte hacia el rostro, que el Ladrón paró a duras penas. Pero era evidente que el ministro no se esforzaba mucho. Podía lograr su propósito a tiempo sin hacer nada, o antes aún si lo prefería, con sólo obligar al Ladrón a un esfuerzo constante. Su único requisito era conservar la vida; Alar, en cambio, no podía limitarse a eso: además tenía que invalidar a su contrincante. Y su juramento como Ladrón le impedía intentar otra cosa.
No estaba desesperado, pero sentía todos los síntomas de la desesperación: la garganta cerrada, el leve estremecimiento de los nervios faciales, un invencible agotamiento.
– "Para evitar la captura o la muerte en una situación de factores conocidos" -citó Thurmond, burlonamente-, "el Ladrón introducirá una o más variantes nuevas, por lo general mediante la conversión de un factor de relativa seguridad en un factor de relativa incertidumbre".
En ese momento Alar penetró en las profundidades de aquella extraordinaria personalidad que comandaba las fuerzas de seguridad de un hemisferio entero. Era una inteligencia veloz y calculadora, que aplastaba toda oposición porque conocía a sus adversarios mejor de lo que ellos mismos se conocían; podía anticipar silenciosamente cada uno de sus movimientos y tenerles preparada una respuesta fatal.
Acababa de citarle textualmente el Manual de Combate de los Ladrones.
Alar bajó lentamente su espada.
– En ese caso -dijo- es inútil ofrecer mi espada en señal de rendición a fin de que usted extienda la mano izquierda para tomarla…
– … y usted pueda hacerme volar por sobre el hombro. No, gracias.
– O "resbalar" en mi propia sangre…
– … y atravesarme cuando yo me apresure a terminarlo.
– Sin embargo -retrucó el Ladrón- la filosofía de la conversión en seguridad no se limita a esos artificios obvios que acabamos de realizar. Se lo demostraré en breve.
Y torció la boca en un gesto sardónico. Pero sólo el esfuerzo más extremo y absurdo de su cuerpo ultraterrenal podía salvarlo. Más aún, para realizar su plan tendría que abandonar el sable y mantenerse fuera del alcance de Thurmond por un par de segundos. Su hoja se deslizó por sobre los mosaicos plásticos hacia Thurmond, que dio un paso atrás, evidentemente sorprendido. Al fin apretó la empuñadura de su arma y avanzó otra vez.
– El sacrificio de la seguridad es mi medio de defensa – prosiguió Alar, sin prisa (¡por la galaxia!, ¿no se detendría jamás ese hombre?)-. La he convertido en una variante desconocida, puesto que usted no está seguro sobre lo que haré a continuación. Empieza a actuar más lentamente. No halla razones para no matarme inmediatamente, pero siente ¿el nerviosismo de la expectativa, diríamos? Siente curiosidad por saber qué puedo hacer sin mi arma que no pueda hacer con ella. Se pregunta por qué flexiono repetidamente los brazos y las rodillas. Sabe que puede matarme, que le bastaría con acercarse y lanzar la espada. Sin embargo se ha detenido a contemplarme, consumido por la curiosidad. Y tiene un poco de miedo.
Sofocó una tos y se irguió, apretando los puños, Sus ropas sonaron con un crujido al avanzar él hacia Thurmond.
– ¿No se da cuenta, Thurmond? Un hombre capaz de invertir el proceso visual mediante la carga energética de la retina puede, bajo tensión, usar el mismo proceso en sentido inverso? En vez de proporcionar diferencias de energía eléctrica a los nervios para una actividad muscular normal, puede invertir el proceso y hacer que los músculos acumulen el voltaje necesario para descargarlo por los nervios y por las puntas de los dedos.
"¿Sabía usted que ciertos brujos brasileños pueden descargar varios cientos de voltios, los suficientes como para electrocutar a peces y ranas? Con mis actuales poderes podría matar a un hombre con toda facilidad, pero sólo pienso aturdirlo. Puesto que las cargas electrostáticas escapan fácilmente por las puntas metálicas, comprenderá que debía deshacerme de mi sable, bajo el riesgo de que usted me atravesara antes de reunir la carga necesaria.
Thurmond alzó el arma hacia él.
– ¡No se acerque! -gritó ásperamente.
El Ladrón se detuvo. Su pecho desnudo quedó apenas a veinte centímetros de aquella punta ondulante.
– El metal es un excelente conductor -dijo con una sonrisa.
Y volvió a avanzar.
El ministro de policía saltó hacia atrás, aferró el sable como si fuera una lanza, apuntó velozmente hacia el corazón de Alar y…
Cayó al suelo con un alarido, con el cuerpo retorcido envuelto en un resplandor azul celeste. Logró sacar la pistola de su funda y disparó dos veces contra Alar. Las balas rebotaron inofensivas contra la armadura del Ladrón. Hubo una breve pausa sofocante, en tanto el caído lanzaba una mirada demencial a su extraordinario vencedor.
El tercer disparo llevó por meta su propio cerebro.
Antes de que ese último eco se apagara, Alar estaba ya en el cuarto de controles. El duelo había durado casi cuarenta minutos. ¿Hasta dónde habría derivado la estación? El medido piromético denunciaba 4.500 K. El descenso de temperatura desde los 5.700 grados K. de la fotosfera indicaba sin lugar a dudas que el solario estaba en la parte más fría de la mancha solar: su mismo centro. Eso significaba que la estación había estado cayendo durante varios minutos hacia el corazón del sol.
– Hace una hora -dijo el Cerebro Microfílmico- sus excelencias los ministros imperiales presentaron un notable interrogatorio, con la inusitada exigencia de que yo proporcionara respuestas satisfactorias antes del alba. De lo contrario se me daría muerte.
Keiris, sentada entre el grupo con los tobillos atados, observó los rostros que la circundaban. Algunos estaban sombríos; otros, nerviosos, otros, impertérritos. Todo el consejo se había hecho presente, con excepción de Shey y Thurmond. Haze-Gaunt, con su gemebundo tarsioide en el hombro, observaba con ojos hundidos al hombre de la cúpula transparente. Hasta Juana-María estaba allí, contemplando los acontecimientos desde su silla de ruedas, con lánguida curiosidad.
– Esas preguntas son las siguientes -entonó el Cerebro Microfílmico-, primera: ¿lograron Shey y Thurmond matar a Alar, el Ladrón? En caso afirmativo, ¿por qué no se ha sabido de ellos? Segundo: ¿puede iniciarse la Operación Finis con razonables esperanzas de éxito, aun cuando la cuestión de Alar permanezca sin resolver? Estas dos preguntas fueron sometidas por todos los miembros del consejo, según creo. La tercera pregunta, "¿Está vivo Kennicot Muir?", proviene del Canciller, individualmente.
Un helado cosquilleo trepó por la espalda de Keiris. ¿Acaso el Cerebro sabia realmente cuál había sido el destino de Kim… y el de Alar?
El hombre de la cúpula hizo una breve pausa, bajó su cabeza desfigurada y volvió a mirar hacia el círculo de caras que lo rodeaba.
– Estoy en condiciones de responder a esas preguntas. En primer término les diré que Shey y Thurmond han muerto como consecuencia de sus respectivos intentos de eliminar a Alar. Segundo: el éxito o el fracaso de la Operación Finis ya no depende de la vida o muerte de Alar, sino de un factor ajeno que nos será revelado en pocos minutos. Por lo tanto las primeras dos preguntas tienen una respuesta categórica. Sin embargo, la que se refiere a la existencia o inexistencia de Alar o Muir sólo se puede responder en términos de probabilidades no aristotélicas.
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