Charles Harness - Los Hombres paradójicos

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En un lejano futuro una minoría aristocrática, totalitaria y belicista domina los Estados Unidos de América, explotando el trabajo de hombres y mujeres que han preferido vivir como esclavos antes que morir en la pobreza. Las paradojas de Einstein y las concepciones históricas de Toynbee animan este libro singular, un clásico eminente de la ciencia-ficción contemporánea.
La novela Los Hombres Paradójicos puede ser considerada como el clímax del banquete de un billón de años.Entreteje el espacio y el tiempo con altura, amplitud y belleza; zumba dando vueltas por el sistema solar como una avispa enloquecida; es ingeniosa, profunda y trivial, todo a la vez, y ha demostrado tener una inventiva que muchas hordas de presuntos imitadores han tratado de alcanzar en vano.

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La manada de lobos se mostraba dispuesta a perder una de sus seis valiosísimas fábricas de municiones a cambio de su vida. Empero… no era suficiente. El Ladrón apenas respiraba: acababa de recordar lo que Miles y Florez iban discutiendo por el corredor.

Thurmond había llegado ya a la puerta y hacía girar lentamente el pomo. Alar dijo:

– Su plan es totalmente seguro, salvo en un detalle bastante incomprensible, pero de suma importancia. Usted, indiferente a los principios toynbianos, no puede reparar en un factor tal como "autodeterminación en el seno de una sociedad".

El ministro de policía se detuvo por una breve fracción de segundo antes de atravesar el umbral. Alar prosiguió:

– ¿Es usted capaz de entender un informe Fraunhofer? ¿Sabe operar un motor de eyector lateral? De lo contrario será mejor que desactive las Kades, porque le voy a hacer mucha falta, y muy pronto. No tendrá tiempo para llamar a la Phobos .

Thurmond, ya en el pasillo, vaciló por un instante. El Ladrón insistió:

– Si cree que la tripulación mínima a las órdenes de Miles está todavía ante los controles de la estación, será mejor que eche una mirada a su alrededor.

No hubo respuesta. Thurmond, al parecer, la creía innecesaria. Sus pasos se alejaron por la sala. Alar dirigió una mirada burlona a la cara amoratada y desorbitada de Shey y a las dos Kades.

– Volverá, dijo, cruzándose de brazos.

Sin embargo, al oír los pasos que regresaban con mucha más celeridad de la que llevaban al marcharse, la confirmación de sus sospechas con respecto a la tripulación de Andrews lo hundió en una profunda pesadumbre. De cualquier modo era inevitable. Nada podía salvarlos una vez echado el siete.

Thurmond entró rápidamente a la habitación.

– Usted estaba en lo cierto -dijo-. ¿Donde se han ocultado?

– Están escondidos -replicó Alar, inexpresivo-, pero no como usted cree. Los diez estaban seguros de que morirían en este turno. Tenían una seguridad fatalista en el destino. Al regresar sanos y salvos con usted esa fe debía quedar abandonada, con la consiguiente desintegración mental y moral. Prefirieron la muerte. Probablemente hallará sus cadáveres en los depósitos de muirio.

Thurmond crispó los labios, acusándolo:

– Miente usted.

– Como carece de preparación en historia no puede llegar a otra conclusión. De cualquier modo tendrá que tomar una decisión con respecto a mí antes de que pasen uno o dos minutos. Hemos estado a la deriva en la zona de Evershed desde que entré a este cuarto. Le aconsejo que me suelte para que pueda probar los eyectores laterales. De lo contrario, déjeme aquí… y morirá conmigo.

La lucha interior era evidente en el ministro de policía. Su lealtad a Haze-Gaunt, o tal vez cierto inexorable sentido del deber, podían exigirle que Alar siguiera en la trampa, aun a costa de su propia vida. Al fin dijo, mientras jugueteaba pensativo con el pomo de su daga:

– De acuerdo.

Pasó por detrás de las Kades y apagó los contactos.

– Será mejor que se dé prisa -dijo-. Ahora no corre peligro.

– La espada y la vaina de Shey están sobre la mesa, junto a usted -indicó el Ladrón-. Alcáncemelas.

Thurmond se permitió una sonrisa mientras le alcanzaba el sable. Alar comprendió que planeaba matarlo en cuanto la estación estuviera nuevamente a salvo; importaba muy poco a la primera espada del Imperio que el Ladrón estuviera armado o no.

– Una pregunta -exclamó el Ladrón, mientras se sujetaba la vaina al cinturón-. ¿Vino usted en la Phobos junto con Shey?

– Vine en la Phobos , pero no con Shey. Dejé que él probara primero su plan.

– Y cuando fracasó…

– Me puse en acción.

– Una pregunta más -insistió Alar, imperturbable-.

¿Cómo hicieron usted y Shey para encontrarme?

– El Cerebro Microfílmico.

Era incomprensible. El Cerebro lo condenaba y lo entregaba alternativamente. ¿Porqué, porqué? ¿Podría saberlo algún día?

– Está bien -dijo lacónicamente-. Venga conmigo.

Juntos corrieron hacia los cuartos de control. Una hora después salían de allí sudando copiosamente. Alar se volvió para estudiar brevemente a su archienemigo, diciendo:

– Naturalmente no puedo permitir que usted llame a la Phobos mientras mi propia condición no esté en claro. No veo ninguna ventaja en demorar lo que desde nuestro primer encuentro era inevitable.

Y desenvainó su sable con fría deliberación, consciente de que su única esperanza consistía en impresionar a Thurmond con su mesurada confianza. El ministro de policía extrajo su propia espada con despectiva agilidad.

– Tiene usted razón. Debía morir de cualquier modo. Para salvar mi vida confié en su deseo de prolongar la propia. Ahora, ¡muera!

Como en las ocasiones anteriores en que se había visto frente a la muerte, el tiempo empezó a arrastrarse lentamente para el Ladrón. Estudió el fatídico grito de Thurmond y la simultánea estocada como si fueran parte de una filmación en cámara lenta. El movimiento de aquel hombre era el papel de un actor, algo que debía ser estudiado, analizado y sometido a una crítica constructiva, mediante palabras y gestos propios, bien organizados y. armoniosamente tejidos.

No se preguntó qué clase de mente era la suya, que le permitía y le requería saber tales cosas: comprendía, simplemente, que el grito y la estocada de Thurmond no estaban encaminados a matarlo. La fleche de Thurmond era en apariencia línea alta a la derecha; si llegaba a destino debía atravesar el corazón y el pulmón derecho de Alar. Los expertos solían pararla con una tierce o una quinte, seguida por una estocada dirigida a la ingle del adversario.

Sin embargo el grito de Thurmond encerraba un elemento especulativo. Evidentemente esperaba que el Ladrón percibiera el engaño, comprendiendo que él había planeado un ataque mucho más intrincado, basado en la respuesta casi automática de Alar al golpe alto; puesto que éste era muy hábil con la espada, se esperaba que desbaratara la trampa mediante el simple recurso de entrechocar espadas para comenzar nuevamente.

Tal análisis del ataque era posible, con excepción de un detalle: Thurmond, nada afecto a correr peligros inevitables, no retiraría su espada, sino que extraería la daga del pecho para clavarla en la garganta, de su adversario. Y el Ladrón no podía apartar la daga y evitar la estocada al mismo tiempo.

Súbitamente todo estuvo terminado. Thurmond había saltado hacia atrás, con un malévolo resoplido, y la vaina del puñal giraba locamente en el aire a sus espaldas. Una línea roja se extendía rápidamente por el pecho del Ladrón. El ministro de policía soltó una risa despreocupada.

El corazón de Alar palpitaba a toda velocidad (imposible medirla), bombeando la sustancia vital por el tajo del pulmón, engañosamente pequeño. Nada de todo aquello se podía evitar. Su única salvación consistía en lisiar o desarmar a Thurmond sin pérdida de tiempo; así podría aún llamar a la Phobos y escapar bajo la protección del capitán Andrews, antes de sucumbir bajo la pérdida de sangre…

Naturalmente, su hábil adversario trataría de ganar tiempo. Lo observaría con atención, esperando reconocer la primera señal de vacilación, que tal vez fuera un leve resbalar del pulgar sobre la empuñadura, una estocada ligeramente violenta, una imperceptible tensión de la mano izquierda. El lo adivinaría todo. Y tal vez ésa era la muerte reveladora que había predicho el Cerebro Microfílmico, aquella recóndita esfinge.

El ministro aguardaba, sonriente, alerta, soberanamente confiado. Esperaba que Alar reventara hasta la última fibra nerviosa para aprovechar al máximo los pocos minutos disponibles para una esgrima efectiva antes de perder el sentido. El Ladrón avanzó; su espada saltó como una flecha en una increíble finta, que fue parada con un-movimiento despreocupado, casi filosófico. Su estudiada ambigüedad demostraba que Thurmond comprendía perfectamente la excelencia de su posición: con una buena defensa ganaría, sin correr riesgos.

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