– ;Qué pequeño es el sistema solar! ¿Verdad, Ladrón?
XVII UNA REUNION CERCA DEL SOL
– En esta parte de la morgue no se permiten visitantes, señora. No hay más que cuerpos no identificados.
El esclavo de uniforme gris le cerraba el paso con reverencias serviles, pero firmes. Por toda señal de impaciencia Keiris dilató levemente la nariz.
– En este sobre hay mil unitas -dijo serenamente, mientras indicaba el envoltorio sujeto al cierre de su capa-. Sólo necesito pasar por treinta segundos. Abre la puerta.
El esclavo dirigió al sobre una mirada hambrienta y tragó saliva, mientras observaba el vestíbulo, más allá de la mujer.
– Mil unitas no es gran cosa. Si me atraparan me costaría la vida.
– Es todo cuanto tengo -insistió ella, notando con alarma que la firmeza del hombre iba en aumento-. ¿Quieres la libertad? Te diré como conseguirla. Te bastará con apresarme viva- Soy Madame Haze-Gaunt.
El esclavo la miró boquiabierto mientras ella proseguía: -El Canciller ha ofrecido una recompensa de un billón de unitas por mi captura.
Y agregó en tono caústico:
– Es suficiente para comprar tu libertad y dedicarte a la compra-venta de esclavos. No tienes más que encerrarme en ese cubículo y notificar a la policía.
Keiris se preguntó por un momento si aquello valía la pena. En pocos instantes sabría la respuesta. En seguida advirtió al hombre:
– Pero no debes avisar antes de que yo esté dentro del cuarto. Si lo haces, tengo un cuchillo con el que me daré muerte. Entonces no conseguirás tu billón de unitas. Te matarán.
El portero susurró algo incomprensible. Al cabo sacó las llaves del bolsillo con dedos temblorosos; tras varios intentos logró finalmente abrir la puerta. Keiris entró con paso rápido. El cerrojo retumbó a sus espaldas, pero ella no se volvió. En cambio miró a su alrededor sin perder tiempo. Aquel pequeño cuarto, como otros muchos de ese nivel, contenía sólo una cosa: un cajón de plástico transparente, simple y barato, instalado sobre una plataforma de madera de un metro de altura.
Keiris se sintió invadida por una extraña sensación. Era como si toda su vida girara en torno a lo que vería en los segundos siguientes. Ni siquiera el Cerebro Microfílmico, a pesar de sus detallados escrutinios, había pensado en revisar la morgue; después de todo el libro de Bitácora de la T -22 mencionaba sólo dos seres vivientes, y éstos habían sido identificados ya como Alar y la mascota de Haze-Gaunt.
Por un momento se negó a mirar el contenido de aquel cajón; en cambio leyó el cartel adherido a la cubierta.
"No identificado ni reclamado. Recobrado por la policía Fluvial Imperial del río Ohio, en las proximidades de Weeling, el 21 de julio de 2172"
¿Sería Kim, acaso? Al fin Keiris se obligó a mirar dentro del ataúd.
No era Kim. Era una mujer- El cuerpo estaba cubierto desde los pechos a los talones en una leve gasa mortuoria. El rostro era pálido y delgado, de piel tensa y traslúcida sobre los pómulos altos. La cabellera era negra, con excepción de una ancha lista blanca que le brotaba de la frente.
Una llave giró en la cerradura. Importaba poco que vinieran.
La puerta se abrió de par en par. Alguien dijo, en el tono directo e inculto de los policías bien adiestrados:
– Es ella.
Tuvo tiempo de lanzar una última mirada al cadáver, a sus hombros sin brazos, al cuchillo clavado en su pecho… Un cuchillo idéntico al que ella había escondido en la vaina del muslo izquierdo.
Alar comprendió con toda claridad qué hacían esos cuatro guardias ante la rampa: Shey los había puesto allí. Indudablemente habría otros detrás. El debía ser el "psiquiatra esquimal" del que hablaba Miles. Con su animal astucia, el hombrecillo lo había estado aguardando en la Phobos desde su llegada a la luna.
El Ladrón no se sentía atrapado, sino lleno de regocijo. Al menos antes de morir tendría una oportunidad de castigar a Shey. Las precauciones tomadas en esa oportunidad serían suficientes para capturar a un fugitivo común, pero otro tanto podía decirse de las trampas que le habían tendido anteriormente. La manada de lobos actuaba aún en el supuesto de que era posible aplicarle los métodos acostumbrados para cualquier ser humano, aunque ampliados y corregidos. Pero el Ladrón sabía ya que esa premisa era errónea.
La imagen de Keiris, con su preternatural fragilidad, pasó ante él como un relámpago. Sí, había llegado el momento de castigar a Shey. Aunque su juramento como Ladrón le prohibía matarlo, la justicia permitía otros remedios, que encontrarían fácil aplicación en el solario. Mientras tanto…
Se volvió lentamente, preparándose para el disparo fótico.
– ¿Ve este dedo, Shey?
Levantó el dedo índice frente a los ojos del psicólogo. Por mero acto reflejo, las pupilas de Shey se enfocaron en el dedo. En seguida echó el cuello hacia atrás en un movimiento casi imperceptible: una estrecha cruz de luz blancoazulada había estallado en los ojos de Alar, transmitiéndose a los suyos. En los cinco segundos por venir quedaría a la vista el éxito o el fracaso de aquel arriesgado intento: el Ladrón había tratado de hipnotizar a su adversario por un sobreestímulo del sentido de la vista.
– Soy el doctor Talbot, del Instituto Toynbiano -susurró apresuradamente-. Usted es el psiquiatra de relevo destinado al Solario Nueve. Cuando nos acerquemos a los guardias de la rampa dígales que todo está en regla y que deben traernos inmediatamente el equipo.
Shey parpadeó, mientras Alar se preguntaba si daría resultado aquella treta absurda. Tal vez su confianza estaba llegando a lo demencial. Giró sobre sus talones y se encaminó bruscamente hacia la rampa bajo la mirada atenta de los policías. Alguien corrió tras él.
– ¡Un momento! -gritó Shey, que venía a toda prisa con los otros cuatro guardias.
Alar se mordió los labios, indeciso. Era evidente que había perdido su apuesta. Si Shey intentaba matarlo allí mismo no le quedaría sino abrirse paso por entre los espadachines de la rampa en dirección al solario. En la confusión resultante podía surgir algún medio para escapar. Sin duda Miles no aceptaría sin protestas la violenta invasión del psiquiatra.
– ¡No le hagan daño! -gritó Shey- ¡No es ése! Había dado resultado.
Estaban en el comedor privado de Shey, el día 200 de julio.
– Bien, doctor Talbot -gorgoteó el psicólogo-, ¿qué opinión tiene, como toynbiano, de los solarios?
Alar se apartó de la mesa, acariciándose la barba postiza en ademán pensativo.
– Después de pasar cuarenta y ocho horas aquí he llegado a la opinión de que un turno de sesenta días en un solario arruina los nervios de un hombre para toda la vida. Entra fresco y sano; se marcha demente.
– Estoy de acuerdo, doctor, pero ese deterioro del individuo ¿no tiene una importancia más significativa para los toynbianos?
– Posiblemente -admitió el Ladrón, mesurado-. En primer lugar, examinemos las circunstancias: una sociedad de treinta almas, expulsada de la cultura madre y encerrada en un solario. Enormes peligros la acorralan por todos lados. Si el tiempo meteorólogo no distingue la fácula de calcio que se aproxima con tiempo suficiente como para advertir al piloto de eyectores, ¡pum!, la estación desaparece. Si el aparato que convierte la radiación en muirio, evitando así que la estación se volatilice, falla por un solo instante, ¡puf! no hay más estación. También podría ocurrir que el carguero no llegara a tiempo para retirar el muirio de los depósitos y la estación se viera forzada a arrojar nuevamente el muirio al sol: otro estallido. Si no, supongamos que nuestro meteorólogo no detecta un ligero aumento de la actividad magnética en el momento en que a nuestra mancha se le ocurre crecer en nuestra dirección; o que se rompe el antigravitatorio a muirio que tenemos abajo, dejándonos sin nada que nos proteja contra las veintisiete Gs del sol; o que se corta el sistema de refrigeración por diez minutos…
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