Charles Harness - Los Hombres paradójicos

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En un lejano futuro una minoría aristocrática, totalitaria y belicista domina los Estados Unidos de América, explotando el trabajo de hombres y mujeres que han preferido vivir como esclavos antes que morir en la pobreza. Las paradojas de Einstein y las concepciones históricas de Toynbee animan este libro singular, un clásico eminente de la ciencia-ficción contemporánea.
La novela Los Hombres Paradójicos puede ser considerada como el clímax del banquete de un billón de años.Entreteje el espacio y el tiempo con altura, amplitud y belleza; zumba dando vueltas por el sistema solar como una avispa enloquecida; es ingeniosa, profunda y trivial, todo a la vez, y ha demostrado tener una inventiva que muchas hordas de presuntos imitadores han tratado de alcanzar en vano.

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En ese momento sonó el intercomunicador y Andrews se excusó para atenderlo. Cuando se apartó del instrumento parecía extrañamente preocupado.

– Doctor

– ¿Sí, capitán?

Aunque el corazón de Alar no le advertía peligro alguno era imposible no comprender que se estaba preparando algo serio. Andrews vaciló un momento, como si estuviera pensando qué decir. Finalmente se encogió de hombros.

– Como usted sabe llevo una tripulación de relevo al Nueve, adonde va usted también. Si no ha visto a ninguno de los reemplazantes es porque forman un grupo bastante cerrado. Pero en este momento quieren verlo; en el comedor.

Alar notó que el hombre trataba de decir algo más; tal vez intentaba advertirle algo.

– ¿Para qué me necesitan? -preguntó directamente.

Andrews fue igualmente breve:

– Ya se lo explicarán -repuso con un carraspeo, evitando la mirada inquisitiva del Ladrón-. ¿Usted es supersticioso?

– Creo que no. ¿Por qué?

– Preguntaba, simplemente. Es mejor no ser supersticioso. Descenderemos dentro de pocos minutos y me espera un gran trajín. Por el pasillo de la izquierda llegará al comedor.

El Ladrón frunció el ceño y se acarició la barba postiza. En seguida giró sobre sus talones para dirigirse hacia la salida.

– ¡Ah, doctor! -lo llamó Andrews.

– ¿Sí, capitán?

– Por si no volvemos a vernos: acabo de descubrir a quién me recordaba usted.

¿A quién?

– Era más alto, más corpulento y tenía unos años más además usted tiene pelo negro y el de este hombre era castaño rojizo. De cualquier modo ya murió así que no, tiene sentido hablar de…

– ¿Kennicot Muir?

– Sí -reconoció Andrews, con expresión cavilosa.

¡Siempre Muir! Si ese hombre estuviera vivo y él pudiera encontrarlo, ¡qué interrogatorio le esperaría! Los pasos de Alar levantaron ecos de vacía frustración por el pasillo, que corría por encima de una bodega para muirio, vacía y desinfectada.

Era indudable que Muir estaba en- la T -22 en el momento del naufragio, al término de su extraño viaje inverso en el tiempo; ahí estaba el libro de Bitácora como prueba de ello. Pero había sido él, Alar, quien llegara a la orilla con el libro. ¿Qué había sido de Muir? ¿Acaso se había hundido con la nave? Alar, exasperado, se mordió el labio inferior.

Pero debía enfrentarse a algo más inmediato: ¿para qué lo llamaba la tripulación de relevo? Aunque le agradaba tener la oportunidad de conocerlos, deseaba ser él quien hiciera las preguntas. Y todo eso lo desequilibraba. ¿Y si alguien, entre la tripulación, conocía al verdadero doctor Talbot? Además, cualquiera de ellos podía ser un policía disfrazado con el encargo de vigilarlo. O simplemente no lo querían, fuera quien fuese, por principios; después de todo era un extraño al que nadie había invitado y que podía perturbar el buen funcionamiento del equipo, con lo cual todos correrían peligro de muerte.

Tal vez sólo deseaban invitarlo a una pequeña fiesta, cosa que el psiquiatra de la estación solía propiciar a fin de relajar tensiones, siempre que se llevara a cabo antes de llegar a la estación.

Al tomar el corredor angosto oyó música y risas. Sonrió. Se trataba de una fiesta, después de todo. Recordó entonces que los reemplazantes solían festejar siempre la llegada con una fiesta cuya característica principal eran las baladas, casi siempre quejosas, interminables e irreproducibles, donde relataban por qué habían abandonado la Tierra para adoptar esa otra existencia; también disfrutaban de películas estereográficas, nuevas y sin censura, donde se mostraba a varias bailarinas vestidas sólo con luces multicolores (regalo personal del ministro de Espacio); había además salchichas y cerveza. Sólo cerveza, porque al entrar a la estación debían estar totalmente sobrios. Dos meses más tarde, si los acompañaba la suerte, repetirían la fiesta en la Phobos , cuyo personal se les uniría. Hasta el serio y hosco Andrews vaciaría un par de copas para brindar por el feliz regreso.

Pero ése no era el caso por el momento. Las fiestas de llegada solían ser estrictamente privadas, reservadas a los veteranos del sol. Nunca se invitaba a los extraños. Incluso se excluía al psiquiatra de relevo. ¿De qué se trataba, entonces? Algo andaba mal.

Al detenerse ante la puerta para llamar con los nudillos contó automáticamente sus pulsaciones. Llegaban a ciento cincuenta y seguían subiendo.

XVI EL ESQUIMAL Y LOS VETERANOS DEL SOL

Alar permaneció a la puerta, contando sus pulsaciones en rápido ascenso, mientras cavilaba sobre lo que podía esperarle del otro lado. Su puño cerrado cayó instintivamente hacia el pomo de un sable inexistente: en la Phobos estaban prohibidas las armas. Pero ¿qué peligro podía entrañar esa muestra de buen compañerismo? Sin embargo, si el juego se tornaba brusco y le tizoneaban de la barba postiza… Mientras así pensaba cesaron la música y las risas.

De pronto la nave se inclinó pesadamente y Alar rodó contra la puerta.- La Phobos había entrado en el Solario Nueve y se estaba ajustando herméticamente a la escotilla de entrada. El ruido de la puerta quedó ahogado por una salvaje gritería proveniente del comedor. Era imposible saber a ciencia cierta si festejaban la supervivencia de la estación o el ingreso propio, pero la ovación encerraba algo burlón y sardónico que le hizo sospechar lo último. ¡Que los relevados festejaran lo suyo!

– ¡Pase! -bramó alguien.

Alar abrió la puerta y entró. Diez rostros expectantes se volvieron hacia él. Dos de los más jóvenes estaban sentados junto al estereógrafo, pero el cubo traslúcido que contenía la imagen tridimensional estaba oscuro; era evidente que acababan de apagarlo. Otros dos venían desde una mesa cargada con una jarra de cerveza, varios cuencos de salchichas, vasos, servilletas, ceniceros y otros objetos; ambos se dirigieron hacia la mesa más cercana al Ladrón. Allí había seis hombres más, que se levantaron de inmediato. Faltaba una persona para completar los once: el psiquiatra, sin duda, ausente por mutuo consentimiento y comprensión.

Comprendió con cierta intranquilidad que la fiesta había terminado. Se trataba de algo diferente.

– Doctor Talbot -dijo el hombre fornido de la voz potente-. Me llamo Miles; soy el nuevo jefe de la Nueve. Alar asintió sin responder.

– El señor es mi meteorólogo, Williams; MacDougall, piloto de eyectores laterales; Florez, espectroscopista; Saint Claire, ingeniero de producción…

El Ladrón saludó a todos con gravedad, pero sin comprometerse, hasta llegar al joven Martínez, empleado. Sus ojos no perdían detalle. Todos esos hombres eran veteranos. Todos habían sudado frío en alguna estación solar anteriormente; quizás en varias estaciones y en diferentes oportunidades. Pero la experiencia común los unía estrechamente, apartándolos de sus prójimos terráqueos.

Aquellos veinte ojos no se apartaban de él. ¿Qué pretendían? Cruzó las manos sin llamar la atención y se contó las pulsaciones. Se habían estacionado en ciento sesenta.

– Doctor Talbot -prosiguió Miles-, tenemos entendido que pasará veinte días con nosotros.

Alar estuvo a punto de sonreír. Miles, como cualquier veterano del sol, hábil, adiestrado e inconscientemente orgulloso, expresaba un profundo desprecio por quien no se atreviera a permanecer en un solario durante todo el tomo de sesenta días.

– He solicitado ese privilegio -replicó el Ladrón con gravedad-. Confío en no serles una molestia. -En absoluto.

– El Instituto Toynbiano ansía desde hace mucho tiempo que un historiador profesional prepare una monografía sobre…

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