Distraídamente, él trazó un círculo en la arena con un dedo del pie.
— ¿Los ceros y los unos por último se interrumpen y se vuelve a la secuencia de números al azar? — Al ver una expresión de aliento en el rostro masculino, ella se apresuró a seguir —. Y la cantidad de ceros y de unos, ¿es producto de los números primos?
— Sí, de once de ellos.
— ¿Sugieres que existe un mensaje en once dimensiones oculto en lo más profundo del número pi, que alguien del universo se comunica mediante… la matemática? Explícame más, porque me cuesta comprender. La matemática no es arbitraria, o sea que pi debe tener el mismo valor en cualquier parte. ¿Cómo es posible esconder un mensaje dentro de pi? Está inserto en la trama del universo.
— Exacto.
Se quedó mirándolo.
— Hay algo todavía más interesante. Supongamos que la secuencia de ceros y unos aparece sólo en la matemática de base diez y que los seres que efectuaron este descubrimiento tenían diez dedos. Sería como si, durante millones de años, pi hubiese estado aguardando la llegada de matemáticos con diez dedos y veloces computadoras.
Por eso pienso que el Mensaje venía destinado a nosotros.
— Pero esa no es más que una metáfora, ¿verdad? No se trata de pi ni de diez elevado a la vigésima potencia. Y vosotros en realidad no tenéis diez dedos.
— Te diría que no. — Sonrió.
— Por Dios, ¿qué es lo que dice el Mensaje?
El levantó un índice y señaló la puerta, por donde, en ese momento, salía un grupito de personas trabadas en alegre conversación.
Se los notaba a todos muy joviales, como si estuvieran por emprender un picnic largamente esperado. Eda acompañaba a una despampanante mujer, vestida con blusa y falda de brillantes colores y el pelo cubierto por el gele que usan las musulmanas en Yorubaland; él parecía estar encantado de verla. Por las fotos que Eda le había mostrado, supo que se trataba de su esposa. Devi iba tomada de la mano de un muchacho de ojos enormes y expresivos, quien seguramente debía de ser Surindar Ghosh, el estudiante de medicina y marido de Devi, muerto muchos años atrás. Xi dialogaba animadamente con un hombrecito de aspecto autoritario que vestía una llamativa túnica bordada. Ellie lo imaginó supervisando personalmente la construcción de la maqueta fúnebre del Reino del Medio, gritando órdenes a todos los que dejaban derramar el mercurio.
Vaygay se adelantó con una niña de trenzas rubias, de entre once y doce años.
— Ésta es mi nieta Nina… más o menos. Mi gran duquesa. Debí habértela presentado antes, en Moscú.
Ellie abrazó a la niña y se alegró de que Vaygay no estuviese con Meera, la bailarina de strip tease. Le cayó muy bien advertir la ternura con que su amigo trataba a la nieta. A través de tantos años que lo conocía, Vaygay había guardado siempre ese rinconcito secreto de su corazón.
— No fui un buen padre con la madre de Nina — confesó él —. En los últimos tiempos, casi ni he podido ver a mi nieta.
Paseó la vista a su alrededor. Los jefes de la estación habían buscado a la persona mas amada por cada uno de los Cinco. Quizás el objeto fuese facilitar de ese modo la comunicación entre dos especies sumamente distintas. Era una suerte no ver a nadie departiendo amablemente con una copia fiel de sí mismo.
«¿Y si se pudiera hacer lo mismo en la Tierra?», se preguntó. ¿Qué pasaría si, pese a nuestra apariencia y simulación, fuera necesario presentarse en público con la persona a la que hemos amado más? ¿Y si fuese un requisito esencial para el discurso social en la Tierra? Todo cambiaría. Imaginó una falange de miembros de un sexo, rodeando a un solitario miembro del otro. O cadenas de gente, o círculos. Las letras «H» o «Q». Figuras en forma de 8. Se podría corroborar los afectos profundos con sólo mirar la geometría… una especie de relatividad general aplicada a la psicología social. Las dificultades prácticas serían considerables, pero nadie podría mentir respecto del amor.
Los Guardianes actuaban de manera cortés pero movidos por la prisa. No quedaba mucho tiempo para conversar. Una vez más se veía la entrada de la cámara de aire del dodecaedro, casi en el mismo sitio donde estaba cuando llegaron. Por razones de simetría, o debido a alguna ley de conservación interdimensional, había desaparecido la puerta. Se hicieron las presentaciones generales. Ellie se sintió algo cohibida al explicarle en inglés al emperador Tsin quién era su padre. Sin embargo, Xi se encargó de traducir, y todos se estrecharon la mano con aire solemne, como si acabaran de llegar y conocerse para comer juntos un asado. La esposa de Eda era una belleza, y Surindar Ghosh la observaba con algo más que desinteresada atención. Devi no daba muestras de estar celosa; tal vez se sintiera plenamente gratificada con los rasgos tan exactos del impostor.
— ¿Adonde fuisteis cuando atravesasteis la puerta? — le preguntó Ellie en voz baja.
— A Maidenhall Way, 4l6.
La miró sin comprender.
— Londres, 1973 — explicó Devi —. Con Surindar. — Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, señalando a Surindar —. Antes de su muerte.
Ellie se preguntó dónde habría ido ella de haber cruzado el umbral; probablemente al Wisconsin de los años 50. Como no se había presentado donde debía, su padre tuvo que ir a buscarla. Lo mismo había hecho él en Wisconsin más de una vez.
A Eda también le habían mencionado un mensaje oculto en lo más recóndito de un número irracional, pero en su versión no se trataba de pi ni de e, la base de los logaritmos naturales, sino de una clase de números que ella desconocía. Al haber una infinidad de números irracionales jamás podrían saber con certeza qué número examinar, ya de regreso en la Tierra.
— Me moría de ganas de quedarme para investigar el tema — le confió a Ellie —, y me dio la sensación de que precisan ayuda, alguna forma de encarar el descifrado que aún no se les ha ocurrido. Pero creo que lo toman como algo personal, que no desean compartirlo con nadie. Y seamos realistas; pienso que no somos lo suficientemente inteligentes como para poder darles una mano.
¿No habían decodificado el mensaje de pi? Los jefes de estación, los guardianes, los inventores de nuevas galaxias, ¿no podían comprender un mensaje que habían tenido delante de sus narices durante una o dos rotaciones galácticas? ¿Tan difícil era el mensaje o acaso…?
— Ya es hora de volver a casa — le avisó su padre, amablemente.
No quería irse. Miró su hoja de palmera y trató de formular más preguntas.
— ¿Qué es eso de «volver a casa»? ¿Nos van a llevar hasta algún punto del sistema solar? ¿Cómo viajaremos desde allí a la Tierra?
— Vas a ver. Te resultará interesante.
Le pasó un brazo por la cintura mientras la conducía hasta la puerta abierta de la cámara de aire.
Igual que la hora de irse a la cama. Podíamos ser simpáticos para que nos permitieran quedarnos levantados un ratito más, y a veces lo conseguíamos.
— La Tierra ahora está conectada en ambos sentidos, ¿verdad? Si nosotros podemos retornar allá, quiere decir que podéis bajar hasta allá en un abrir y cerrar de ojos, lo cual me pone muy nerviosa. ¿Por qué no cortáis el enlace?
— Lo siento, Pres — repuso él, como si Ellie se hubiese excedido en su horario de ir a acostarse —. Durante un tiempo, por lo menos, el túnel permanecerá abierto para el tráfico hacia aquí, pero nosotros no pensamos utilizarlo.
Prefería el aislamiento de la Tierra respecto de Vega, que mediara un lapso de cincuenta y dos años entre una conducta reprobable producida en la Tierra, y la llegada de una expedición punitiva. Le incomodaba la idea de estar vinculada por medio de un agujero negro porque de ese modo, esos seres podían arribar casi al instante y presentarse en Hokkaido o en cualquier otro punto del planeta. Era una transición hacia lo que Hadden había denominado microintervención. Por más garantías que ellos dieran, de ahora en adelante vigilarían más de cerca a los humanos. No más visitas informales de inspección cada varios millones de años.
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