Divisó la silueta en la playa, a lo lejos. Primero supuso que era Vaygay, que ya había terminado su prueba y venía a contarle la buena noticia. Luego reparó en que la persona no vestía mono y que era más joven, más vital. Tomó la cámara, pero por alguna razón vaciló. Se puso de pie y se llevó la mano a los ojos para protegerse del resplandor del sol.
Por un momento tuvo la sensación… No, eso era imposible. No creía que fuesen a aprovecharse de ella con tanto descaro.
Sin embargo, no pudo contenerse y echó a correr hacia él por la parte firme de la arena, junto a la orilla. El hombre estaba igual que en la última foto suya, feliz, lleno de energía, con la barba crecida luego de un día sin afeitarse. Ahogada en sollozos, se echó en sus brazos.
— Hola, Pres — la saludó él, acariciándole el pelo.
La voz era exacta, tal como la recordaba. También el porte, el aroma, la risa, el roce de la barba contra su mejilla. Todo junto contribuyó a hacerle perder el aplomo. Ellie tuvo la sensación de que se descorría una imponente roca y entraban los primeros rayos de luz en una tumba antigua, casi olvidada.
Tragó saliva y procuró dominarse, pero la enorme angustia que la conmovía le provocó otro acceso de llanto. Él le dio tiempo para reponerse, dirigiéndole la misma mirada tranquilizadora que recordaba haber visto en su rostro al pie de la escalera aquel día en que por primera vez ella se atrevió a emprender el temible descenso sin ayuda de nadie.
Lo que más había añorado era poder volver a verlo, pero siempre contuvo su anhelo dado lo imposible de llevarlo a cabo. En ese momento, en cambio, lloraba por todos los años que los habían separado.
De niña aún, y hasta de joven, solía soñar que llegaba él y le anunciaba que su muerte había sido un error, que en realidad estaba vivo. Pero esas fantasías le costaban caras, al despertarse luego en un mundo donde él ya no estaba.
Y en ese momento, de pronto, lo tenía consigo, y no era un sueño ni una aparición, sino un ser de carne y hueso… o algo semejante. La había llamado desde el cosmos, y ella había acudido a la cita.
Lo abrazó con todas sus fuerzas. Por un momento lo tomó de los hombros y lo apartó de sí para mirarlo mejor. Estaba perfecto. Era como si su padre, muerto muchos años atrás, hubiera ido al cielo, y por último — por vía tan poco ortodoxa — ella lograse volver a reunirse con él. Llorando, lo estrechó de nuevo entre sus brazos.
Más de un minuto tardó en calmarse. Si hubiera sido Ken, por ejemplo, ella al menos habría dado vueltas a la idea de que otro dodecaedro — quizás una Máquina soviética reparada — hubiese emprendido un viaje posterior desde la Tierra al Centro de la Galaxia.
No obstante, ni por un segundo se le cruzaba considerar tal posibilidad respecto de su padre, cuyos restos en descomposición yacían en un cementerio, junto a un lago.
Enjugó sus lágrimas, riendo y llorando al mismo tiempo.
— ¿A qué se debe esta aparición? ¿A la robótica o a la hipnosis?
— ¿Soy un artefacto o un sueño? Esa pregunta puede aplicarse a cualquier cosa.
— No pasa un día sin que piense que sería capaz de renunciar a lo que Riere con tal de poder estar de nuevo unos minutos con mi padre.
— Bueno, aquí estoy — dijo él en tono alegre, y dio una media vuelta como para que pudiese comprobar que también tenía espalda. Sin embargo era tan joven, incluso más que ella. En el momento de su muerte, contaba apenas treinta y seis años.
Quizá ésa fuese la forma de ellos de tranquilizarla. De ser así, habían sido muy considerados. Ellie le pasó un brazo por la cintura y lo condujo al sitio donde había dejado sus pertenencias. No notó nada extraño al tocarlo; si llevaba mecanismos o circuitos integrados debajo de la piel, al menos estaban bien ocultos.
— ¿Qué tal lo estamos haciendo? — preguntó ella —. Es decir…
— Te entiendo. Tardasteis muchos años en llegar aquí tras recibir el Mensaje.
— ¿Calificáis la velocidad y la exactitud?
— Ninguna de las dos.
— ¿O sea que todavía no hemos terminado la prueba?
Él nada respondió.
«Te ruego que me lo expliques — pidió, mortificada —. Algunos de nosotros pasamos años en la tarea de decodificar el Mensaje y fabricar la Máquina. ¿No vas a decirme de qué se trata?
— Te has vuelto muy peleona — la amonestó él, como si fuera su padre, como si estuviera comparando el último recuerdo que tenía de ella, con su personalidad actual, no del todo madura.
Su padre le revolvió el pelo con cariño, gesto que también recordaba ella de su infancia. No obstante, ¿cómo podían esos seres, a treinta mil años luz de la Tierra, conocer las costumbres de su padre en el remoto Wisconsin? De repente lo comprendió.
— Lo logran a través de los sueños. Anoche, cuando dormíamos, os hallabais dentro de nuestra mente, ¿verdad? Y así pudisteis extraernos todo lo que conocemos.
— Sólo realizamos copias. Creo que todo lo que estaba en tu cabeza continúa allí.
Fíjate y dime si te falta algo — dijo, sonriendo —. Eran muchos los datos que no podíamos conocer a través de vuestros programas de televisión. Sí podíamos evaluar el nivel tecnológico que habíais alcanzado, pero hay otras cosas que resulta imposible conocer si no es por la vía directa. Tal vez pienses que hemos invadido tu intimidad…
— No lo dirás en serio…
— … pero el problema es que no nos queda demasiado tiempo.
— ¿Ya se acabó el examen? ¿Respondimos todas las preguntas anoche, cuando dormíamos? ¿Pasamos la prueba o nos suspendisteis?
— No; esto es distinto. No tiene nada que ver con una evaluación de sexto grado.
Ella estaba en sexto grado cuando murió su padre.
— No pienses que somos una especie de comisario interestelar que elimina a balazos las civilizaciones malvivientes. Considéranos como una Dirección de Censo Galáctico, dedicada a reunir información. Sé que, en tu opinión, no se puede aprender nada de vosotros por ser tan atrasados en el plano tecnológico. Sin embargo, una civilización tiene también otros méritos.
— ¿Cuáles por ejemplo?
— La música, la benevolencia (me encanta esa palabra), los sueños. Los humanos poseen una habilidad especial para los sueños, aunque nunca hubiéramos podido saberlo por vuestros programas de televisión. En toda la Galaxia existen culturas que intercambian sueños.
— ¿Os dedicáis al intercambio cultural interestelar? ¿En eso queda todo? ¿No os preocupa que alguna civilización rapaz y sanguinaria llegue a desarrollar vuelos espaciales interestelares?
— Ya te dije que admiramos la bondad.
— Si los nazis se hubieran apoderado del mundo — el nuestro —, y luego hubiesen desarrollado vuelos interestelares, ¿no habríais intervenido?
— Te sorprenderías si supieras qué pocas veces eso sucede. A la larga, las civilizaciones agresivas terminan destruyéndose a sí mismas. Son así; no pueden evitarlo.
En ese supuesto, a nosotros nos correspondería dejaros solos, cerciorarnos de que nadie os moleste para que podáis resolver vuestro destino.
— Entonces, ¿por qué no hicisteis eso con nosotros? Te advierto que no estoy quejándome sino que siento curiosidad por saber cómo opera la Dirección del Censo Galáctico. La primera vez que tuvisteis noticias nuestras fue por medio de la transmisión de Hitler. ¿Por qué luego establecieron contacto?
— Esas imágenes, por supuesto, nos resultaron alarmantes. Se advertía que os acosaban graves problemas. Sin embargo, la música nos decía otra cosa. Al escuchar a Bethoven comprendimos que aún quedaban esperanzas. Los casos marginales son nuestra especialidad. Supusimos que os vendría bien recibir ayuda, aunque es muy poco lo que podemos ofreceros. Sabrás que la causalidad nos impone ciertas limitaciones.
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