— ¿Y bien? ¿Quién quiere salir primero? — preguntó Devi.
Mientras aguardaba en fila con su cámara de vídeo en la mano, Ellie decidió que debía llevar consigo la hoja de palmera en el instante en que pisara por primera vez el nuevo mundo. Cuando fue a recogerla, oyó exclamaciones de júbilo afuera, quizá de Vaygay.
Ellie se internó presurosa bajo la brillante luz solar. En el umbral de la puerta exterior divisó arena. Devi se había sumergido hasta los tobillos en el agua, y salpicaba a Xi. Eda ostentaba una ancha sonrisa.
Era una playa y las olas morían sobre la arena. En el cielo azul, se veían unos perezosos cúmulos. Había grupos de palmeras a espacios irregulares, retirados de la orilla, y un sol en lo alto. Un solo sol, amarillo. Igualito al nuestro, pensó Ellie. Un tenue aroma perfumaba el aire; clavo de olor, quizás, y canela. Bien podía haber sido una playa de Zanzíbar.
De modo que habían viajado treinta mil años luz para caminar por una playa. Podría ser peor, pensó. La brisa formaba remolinos de arena ante sus ojos. ¿Acaso eso era una copia de la Tierra, reconstruida tal vez por los datos aportados por una expedición exploradora millones de años antes? ¿No sería que los cinco habían realizado ese viaje épico con el fin de aumentar su conocimiento sobre la astronomía descriptiva, para ser luego abandonados, sin mucha ceremonia, en algún bello rincón de la Tierra?
Al volverse, descubrió que el dodecaedro había desaparecido. A bordo había quedado la supercomputadora con su biblioteca de referencia, así como también parte del instrumental. La preocupación les duró escasamente un minuto. Estaban sanos y salvos, y el viaje valía la pena ser relatado luego en la Tierra. Vaygay miró la hoja que tanto se había empeñado Ellie en llevar; luego posó sus ojos en las palmeras de la playa y se rió.
— Como llevar carbón a Newcastle — comentó Devi.
Sin embargo, su hoja era distinta. Tal vez allí crecieran especies diferentes; o quizá la variedad local la hubiese producido un fabricante chapucero. Contempló el mar y no pudo menos de imaginar la primera colonización de la Tierra, cuatrocientos millones de años antes. Dondequiera que estuviesen en ese momento — ya fuese en el Océano Indico o en el Centro de la Galaxia —, los Cinco habían protagonizado un hecho sin precedentes.
Cierto era que no fueron ellos quienes decidieron el itinerario ni el punto de destino, pero habían cruzado el océano de espacio interestelar, dando comienzo a lo que seguramente habría de ser una nueva edad de la historia humana. Ellie se sentía muy orgullosa.
Xi se quitó las botas y se arremangó hasta las rodillas las bocamangas del mono cargado de insignias bordadas, que los gobiernos habían ordenado que vistieran los Cinco, y caminó entre las olas. Devi se ocultó detrás de una palmera; al verla salir luego vestida con el sari, y el mono doblado en el brazo, Ellie recordó una película de Dorothy Lamour. Eda se puso una especie de gorro de hilo, símbolo visual por el que se lo conocía en el mundo entero. Ellie los filmó en tomas breves que seguramente después, al volver a la Tierra, se asemejarían a cualquier película familiar. Fue entonces a reunirse con Xi y Vaygay. El agua estaba casi tibia. Era una tarde preciosa, un agradable cambio del invierno que habían dejado en Hokkaido apenas una hora antes.
— Todos trajeron algo simbólico — dijo Vaygay —, salvo yo.
— ¿A qué te refieres?
— Sukhavati y Eda, atuendos típicos. Xi optó por un grano de arroz. — En efecto, Xi sostenía entre el pulgar y el índice una bolsita plástica con el grano de arroz —. Tú tienes la hoja de palmera, pero yo no he traído recuerdo alguno de la Tierra. Soy el único materialista del grupo; todo lo que traje lo tengo en la cabeza.
Como Ellie se había colgado el medallón al cuello, debajo del mono, se desprendió el botón superior, se lo sacó y se lo dio a leer a Vaygay.
— La cita es de Plutarco — comentó él, al cabo de un momento —. Muy valientes las palabras de los espartanos, pero no te olvides de que la batalla la ganaron los romanos.
Por el tono de su advertencia, seguramente pensó que el medallón era un obsequio de Der Heer. Ellie sintió afecto por él al notar el tono de desaprobación dirigido a Ken — obviamente justificado por los acontecimientos — y su cariño a toda prueba. Entonces, le tomó del brazo.
— Me muero por un cigarrillo — confesó Vaygay, moviendo el brazo para apretar la mano femenina contra su cuerpo.
Se sentaron los cinco junto a un charco que formaba la marea en la orilla del mar. Las olas producían un suave ruido blanco que a Ellie le trajo recuerdos de Argos y de tantos años dedicados a escuchar los sonidos cósmicos. Un cangrejo pasó presuroso, avanzando de costado. Con cangrejos, cocoteros y algunas provisiones que llevaban en los bolsillos, podrían sobrevivir cierto tiempo. No había en la arena otras huellas que las suyas.
— Nosotros pensamos que ellos hicieron casi todo el trabajo. — Vaygay explicaba las conclusiones a que había llegado, junto con Eda, acerca de la experiencia —. Lo único que hizo el proyecto fue una mínima arruga o pliegue en el tiempoespacial como para que ellos tuvieran de dónde sujetar su túnel. En toda esa geometría multidimensional, debe de ser muy difícil detectar una arruguita en el tiempo sideral, y peor aún acoplarle una tobera.
— ¿Qué dices? ¿Que cambiaron la geometría del espacio?
— Sí. Creemos que el espacio, en el sentido topológico, no está conectado de manera simple. Y aunque a Abonneba no le agrade la analogía, es como una superficie plana bidimensional, conectada mediante una maraña de tubos con otra superficie igual, la superficie atrasada. La única manera de trasladarse de la superficie ingeniosa a la atrasada es por medio de los tubos. Imagínense que los habitantes de la superficie ingeniosa bajen un tubo con un pico o tobera. Construirán un túnel entre ambas superficies, siempre y cuando los atrasados colaboren produciendo un pequeño pliegue en su superficie, de modo que se pueda sujetar la tobera.
— O sea que los ingeniosos envían un mensaje de radio para indicarles a los atrasados que realicen un pliegue. Pero, si son seres bidimensionales, ¿cómo podrían producir un pliegue en su superficie?
— Acumulando gran cantidad de masa en otro lugar — sugirió Vaygay a modo de respuesta.
— Eso no es lo que hemos hecho.
— Lo sé, lo sé. Fueron los benzels los que lo lograron.
— Si los túneles son agujeros negros — sostuvo Eda con voz pausada —, existen verdaderas contradicciones. Hay un túnel interior en la exacta solución de Kerr a la ecuación de Einstein, pero es variable.
La más mínima alteración lo cerraría, convirtiendo al túnel en una singularidad física que impediría que se deslizara nada por él. Traté de imaginar una civilización superior que pudiera controlar la estructura interna de una estrella en caída para mantener estable el interior del túnel, lo cual sería muy complicado cuando se trata del colapso de un objeto tan voluminoso como el dodecaedro.
— Aun si Abonnema consigue descubrir la forma de mantener abierto el túnel — acotó Vaygay —, existen muchos otros problemas. Demasiados, quizá. Los agujeros negros atraen problemas mucho más de prisa de lo que atraen la materia. Deberíamos de haber terminado destrozados en el campo gravitacional del agujero negro, o estirados como los personajes de los cuadros de El Greco o las esculturas de ese italiano… — Se volvió hacia Ellie para que le recordara el nombre.
— Giacometti — dijo ella —, y era suizo.
— Sí, Giacometti. También se presentan otros inconvenientes. Según las condiciones de la Tierra, se requiere una infinita cantidad de tiempo para atravesar un agujero negro, y nunca jamás podríamos regresar a nuestro planeta. A lo mejor es eso lo que sucedió, y no podamos nunca retornar. En tal caso, debería de haber un infierno de radiación cerca de la singularidad. Ésta es una inestabilidad cuánticomecánica…
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