El siguiente fue Xi. A Ellie le impresionaba lo dóciles que estaban todos, esa disposición para aceptar al instante cualquier invitación anónima. «Podrían habernos informado adonde nos llevaban y para qué es esto», pensó. «Pudieron explicarlo dentro del Mensaje mismo, o enviar la información luego de que se activara la Máquina. Podrían habernos dicho que íbamos a recalar en una perfecta imitación de una playa terráquea y que nos habríamos de encontrar con una puerta.» Cierto era que, por adelantados que fuesen, los extraterrestres no debían de tener conocimientos profundos del inglés con sólo haberlo oído por televisión. Su dominio del ruso, el mandarín, el tamil y el hausa debía de ser incluso más rudimentario. Pero ya que habían inventado el lenguaje para emplear en la cartilla de instrucciones, ¿por qué no lo utilizaban? ¿Sólo para mantener el suspenso?
Al verla con la vista fija en la puerta cerrada, Vaygay le preguntó si quería entrar ella a continuación.
— Gracias, Vaygay, pero estaba pensando algo que quizá te parezca una locura. ¿Por qué tenemos que hacer todo lo que nos indican? ¿Y si rehusamos seguir sus órdenes?
— Ellie, eres tan norteamericana. Yo estoy muy acostumbrado a hacer lo que me sugieren las autoridades, en especial cuando no me queda otra alternativa. — Sonriendo, giró sobre sus talones.
— No aceptes recriminaciones del gran duque — le gritó ella.
En lo alto graznaba una gaviota. Vaygay había dejado la puerta entornada, pero del otro lado sólo se veía la playa.
— ¿Te sientes bien? — preguntó Devi.
— Sí, pero prefiero estar un momento más conmigo misma. Enseguida voy.
— Te lo pregunto como médica. ¿Seguro que te sientes bien?
— Me desperté con dolor de cabeza, y creo que tuve unos sueños insólitos. No me cepillé los dientes ni bebí mi habitual café negro. También me agradaría leer el diario de la mañana. Salvo todo eso, estoy bien.
— Entonces no es nada grave. A mí también me duele un poco la cabeza. Cuídate, Ellie, y trata de recordar todo, así me lo cuentas… la próxima vez que nos veamos.
— Te lo prometo.
Se desearon suerte y se despidieron con un beso. Devi pisó el umbral y desapareció.
La puerta se cerró a sus espaldas. Luego Ellie creyó percibir cierto aroma a curry.
Se lavó los dientes con agua salada. Siempre había tenido un sesgo demasiado puntilloso de carácter. Desayunó con leche de coco y quitó con sumo cuidado la arena que se había juntado en la parte exterior de su microcámara y en el pequeño arsenal de videocasetes donde había registrado maravillas. Enjuagó la hoja de palmera en el mar, tal como lo había hecho el día en que la encontró en la playa de Cocoa, antes de emprender el viaje a Matusalén.
Decidió darse un baño ya que la mañana se había vuelto calurosa. Dejó la ropa doblada sobre la hoja de palmera y se internó, audaz, entre las olas. «No importa lo que pase», pensó, «es muy improbable que a los extraterrestres los excite ver una mujer desnuda, por bien conservada que esté». Trató de imaginar a un microbiólogo arrastrado a cometer crímenes pasionales luego de analizar la constitución de las células de un protozoario.
Flotó de espaldas, dejándose mecer por las olas. Pensó en miles de… cámaras, mundos simulados — o lo que fueren —, cada uno de ellos una copia fiel de la zona más hermosa del planeta madre de cualquier persona. Y cada representación con su cielo, su océano, su geología, su vida nativa idéntica a la del original. Parecía un despilfarro, aunque también sugería un resultado positivo de la experiencia. Por enormes que fuesen los recursos con que se contaba, cabía suponer que nadie iba a construir un paisaje tan imponente para cinco especímenes de un mundo condenado.
Por otra parte… también se mencionaba la idea de que los extraterrestres fuesen una especie de guardianes de zoológico. ¿Y si esa inmensa estación, con semejante cantidad de puertos de amarre, fuera verdaderamente un zoológico? «Pasen a ver los exóticos animales en su hábitat natural» imaginaba pregonar a un anunciante.
Llegarían turistas procedentes de toda la Galaxia, en especial durante las vacaciones escolares. Después, el jefe de estación, despejaría momentáneamente el sitio de turistas y de bestias, borraría las pisadas de la playa, para que a su llegada, el nuevo contingente de nativos disfrutara de medio día de descanso y recreación antes de someterlos al suplicio de las pruebas.
A lo mejor, ésa era la forma que tenían de abastecer los zoológicos. Recordó los animales enjaulados en los zoológicos terrestres que tenían dificultades para la reproducción al estar en cautiverio. Dio una voltereta en el agua, se zambulló debajo de la superficie, dio luego unas brazadas en dirección a la costa y, por segunda vez en veinticuatro horas, lamentó no haber tenido nunca un bebé.
La playa estaba desierta, y no se veía siquiera una vela en el horizonte. Unas pocas gaviotas rondaban cerca de la orilla, al parecer en busca de cangrejos. Deseó haber llevado pan para arrojarles unas migajas. Cuando ya estuvo seca, se vistió y fue a inspeccionar de nuevo la puerta, que simplemente estaba allí, aguardando. Todavía no se sentía con voluntad de entrar. Quizá más que desgana sintiese temor.
Se alejó, sin dejar de tenerla en su campo visual. Se sentó debajo de una palmera, flexionó las piernas hasta apoyar el mentón sobre las rodillas, y recorrió con la mirada la playa de arenas blancas.
Al rato se puso de pie. Con la hoja de palmera y la microcámara en una mano, se aproximó a la puerta e hizo girar el picaporte. Le dio un empujoncito y la puerta se abrió sin el menor chirrido. Al otro lado vislumbró la playa serena, desinteresada. Ellie entonces sacudió la cabeza, regresó al árbol y volvió a sentarse en actitud pensativa.
Le intrigaba saber dónde estarían sus compañeros. ¿Se encontrarían en algún edificio estrafalario, tildando respuestas en alguna prueba de elección múltiple? ¿O acaso la evaluación sería oral? ¿Y quiénes eran los examinadores? Una vez más se dejó dominar por la inquietud. Cualquier otro ser inteligente — que hubiera crecido en un mundo remoto, en condiciones físicas extrañas y con una serie completamente distinta de mutaciones genéticas —, un ser de esas características, seguramente no se asemejaría a nadie conocido, ni siquiera imaginado. Si ésa era la estación ferroviaria de la Prueba, debía de haber jefes de estación sin el más mínimo rasgo humano. Sentía en lo profundo de su ser un rechazo instintivo por los insectos, los topos y las serpientes. Era de esas personas que se estremecen — peor aún, que sienten asco — cuando se ven frente a seres humanos hasta con la más leve malformación. Los tullidos, los niños mongólicos, incluso los que padecen el mal de Parkinson, le provocaban desagrado y deseos de huir. Por regla general conseguía dominarse, pero se preguntaba si, con su actitud, no habría herido los sentimientos de alguien en alguna oportunidad. Nunca reflexionaba demasiado sobre el tema, tomaba conciencia de su turbación y enseguida pensaba en otra cosa.
No obstante, en ese momento temía no poder enfrentarse — y mucho menos conquistar — a un extraterrestre. No se había tenido en cuenta ese aspecto al seleccionar a los Cinco. Nadie les preguntó si les daban miedo los ratones, los enanos o los marcianos porque sencillamente no se le cruzó por la mente a ningún comité examinador.
Le llamaba la atención que a nadie se le hubiese ocurrido puesto que se trataba de algo importante.
Había sido un error enviarla a ella. Tal vez caería en desgracia si debía representarse delante de un galáctico con serpientes en el pelo, o peor aún, era probable que, si la sometían a una prueba, inclinaría la balanza en contra, y la especie humana sería suspendida en el examen. Contempló con aprensión y añoranza a un mismo tiempo la enigmática puerta cuya base había quedado bajo el agua al subir la marea.
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