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Robert Silverberg: Tiempo de mutantes

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Robert Silverberg Tiempo de mutantes

Tiempo de mutantes: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando llega el invierno, los mutantes se reúnen… Siempre han vivido en la sombra, pero cerca de la sociedad normal. Ignorados, marginados, han sobrevivido recluidos en clanes invisibles, usando sus extraordinarias facultades psíquicas para escudarse contra la intolerancia, en fanatismo y el aborrecimiento que inspira a los normales, hasta ahora… El primer líder mutante, que ha emergido a la luz para reclamar iguales derechos que el resto de los mortales, es asesinado. Encontrar al asesino es la difícil misión de un grupo de mutantes. Entre ellos están Michael, confuso entre la lealtad al clan y su amor por una persona normal; Melanie, sola entre los mutantes y rechazada por los normales; y Jean, que usa su poder psíquico y su sexualidad de mutante para obtener todo aquello que más desea. Como sociedad deben luchar contra su entorno, ocultando sus miedos hasta encontrar un medio que proteja sus intimidades, sus amores y sus vidas.

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Dijo esto último con orgullo. Andie le tocó el brazo.

—¿Quieres que hablemos del asunto?

—En realidad, no.

—Disculpa otra vez.

—Olvídalo. —El muchacho la miró con repentina intensidad—. Tú estás enamorada de Jeffers, ¿verdad?

—Michael, yo…

Andie se ruborizó.

—No te preocupes, no sucede nada. No quiero arrancarte secretos, pero prométeme que harás caso de tu corazón. No permitas que nada te impida hacerlo. Prométemelo.

—Lo prometo, lo prometo…

El mutante contempló por la ventana la nieve que caía y la creciente oscuridad.

—Saber lo que uno tiene en el corazón y seguirlo es lo más importante. Y lo más difícil —sentenció.

Los invitados a la boda se quedaron hasta entrada la noche. Michael no se lo podía reprochar, ya que los mutantes rara vez tenían motivos para celebraciones.

Cuando se reincorporó a la fiesta, descubrió que Halden era el centro de la atención en un rincón de la sala. El Guardián del Libro tañía su viejo banjo y entonaba a grandes voces la letra de una cancioncilla atrevida. Sentada en torno a él, una decena de mutantes batía palmas y acompañaba la canción.

Con la ayuda de Tela, Zenora hizo levitar la mesa central hasta la pared del fondo a fin de dejar espacio para el baile. Rebosantes de alegría, los mutantes se elevaron, tocaron el techo, se cernieron en lo alto y descendieron flotando, para repetir el proceso con complicados rizos y tirabuzones hasta que estuvieron sofocados y sin aliento. Quienes carecían de facultades levitadoras contaron con la ayuda de los más dotados del grupo.

Sin pensarlo dos veces, Michael se elevó entre los demás, saltando y girando sobre sí mismo.

—¡Ahí está el novio! —gritó alguien—. ¿Y la novia?

—Está arriba —exclamó otra voz—. ¡Hagámosla volver a la fiesta!

El grupo, conducido por Chávez, trajo a Jena levitando. La muchacha lanzó una risita complacida cuando la depositaron ante Michael. Éste hizo una ceremoniosa reverencia.

—Querida mía, ¿quieres que bailemos?

—Es un honor —respondió ella, aceptando su mano.

Flotaron juntos hacia arriba trazando un lento arco mientras se desplazaban por la sala. La túnica de Jena ondeaba suavemente. La muchacha dirigió una sonrisa descarada a su marido y lanzó un coqueto saludo a Halden al pasar por encima de su cabeza.

—¡Eh!, de eso nada… —dijo Michael en una fingida muestra de celos.

Luego atrajo a Jena hacia sí, la miró a los ojos un momento y la besó tiernamente. Abajo, los espectadores los aplaudieron entre exclamaciones.

«Después de todo —se dijo—, quizá las cosas no resulten tan difíciles. De hecho, incluso pueden resultar divertidas.»

Rodeando a su esposa con ambos brazos, la besó otra vez. Y otra.

23

Después de la boda, Jeffers dedicó tres días a recoger fondos y pronunciar discursos a lo largo de la costa de Nueva Inglaterra, deteniéndose en todas las comunidades mutantes entre Baltimore y Bangor. Cuando por fin acompañó a Andie al apartamento de ésta desde el aeropuerto, los dos estaban agotados.

Andie se arrellanó en el confortable asiento azul marino, saboreando la suavidad de la tapicería.

Jeffers dobló la esquina con precisión. «Todo lo hace limpiamente», se dijo Andie. Arrullada por el traqueteo del motor, la muchacha se sumió en un amodorrado recuerdo de su estancia en Santorini.

La voz de Jeffers interrumpió sus sueños.

—Me pregunto qué tal le habrá ido a Ben en el despacho.

Andie abrió los ojos bruscamente.

—Bien, estoy segura.

—Ojalá te cayera mejor —murmuró Jeffers, mirándola de soslayo. Irritada, Andie se incorporó en el asiento.

—Sí, ojalá —respondió, cáustica.

—Siempre ha sido un colaborador estupendo.

—¿Cuánto hace que le conoces?

—¡Oh! Muchos años.

Jeffers redujo la velocidad en un cruce y aceleró de nuevo, antes de que cambiara el semáforo.

—Entonces debiste de conocer a su novia mutante, ¿no? —preguntó Andie.

Jeffers le dirigió una extraña mirada.

—No —contestó luego, con voz medida—, no la llegué a conocer.

—Pues a mí me ha hablado de ella y de lo que hizo con su deslizador. Todo resulta muy extravagante.

La sonrisa de Jeffers era una mueca de tensión.

—En fin, así es Ben. —Detuvo el vehículo junto a la entrada principal de la casa—. Servicio de puerta a puerta, querida.

—No está mal. ¿Quieres entrar?

—Esta noche no, Andie. Tengo que ocuparme de unos asuntos.

—De acuerdo.

Andie logró que su voz no sonara dolida. Jeffers le lanzó un beso y se alejó.

Una vez en el apartamento, Andie saludó a Livia, se descalzó y pulsó la tecla del correo electrónico. Se saltó las habituales notas publicitarias y reservó el mensaje de su madre para pasarlo más tarde. Un aviso de mensaje con prioridad, procedente del despacho, parpadeó impaciente en la pantalla; a regañadientes, marcó la clave para ponerse en contacto. En la pantalla parpadeó y tomó forma, teñida de un color verdoso, la imagen de Ben Canay.

—¿Andie? Una tal Rayma Esteran, sustituta de Jacqui Renstraw, quiere verla lo antes posible. Ha dicho que la estaría esperando aquí, en el despacho, mañana por la mañana. Sólo he llamado para ponerla al corriente.

Ben desapareció tras hacer un guiño.

«¡Maldita sea! —se dijo Andie—. Otra fisgona.» Marcó un bourbon en el teclado del mecabar y empezó a deshacer el equipaje. Livia revolvió las ropas sobre la cama.

—El azul no es tu color —le dijo a la gatita abisinia—. Tal vez el rojo… Las gatas de ojos dorados como los tuyos deberían decidirse por el rojo. Los mutantes muestran predilección por él.

«¡Vaya boda! —pensó—. Debe de haberles costado los ingresos de un año.» De cualquier modo, ¿por qué no habían de celebrar los Ryton un acontecimiento como aquél? Aunque hubieran perdido una hija, eso no…

Se detuvo a media frase. Una imagen se había formado en su mente: una muchacha mutante, con una mezcla de rasgos orientales y caucásicos, que empuñaba un cuchillo y lo utilizaba para destrozar la fina tapicería de cuero de un costoso deslizador.

Melanie.

Ben Canay.

«No —pensó—. No puede ser.»

Apuró la copa en tres tragos y pidió otra a través del teclado.

Sí que podía ser. Y tenía que descubrir si estaba en lo cierto.

Echó un vistazo al cronógrafo de pared. Eran las seis de la tarde. Tratándose de un martes, todavía era buen momento para encontrar a Bailey en su despacho. Tecleó el número de la policía de Washington y añadió el código privado de Bailey. No contestó hasta pasados cinco largos zumbidos; cuando al fin apareció, sus marcadas ojeras parecían aún más profundas de lo habitual.

—¿Pelirroja? —Bailey movió la cabeza a modo de saludo—. He tenido un día muy largo.

—Lo siento, Bailey, se trata de algo que no puede esperar.

Andie le dirigió una mirada suplicante y el hombre suspiró.

—Está bien. Dispara.

—Benjamin Canay.

—¿Canay? —Bailey se volvió hacia un teclado que tenía al lado, introdujo el nombre y esperó. Al cabo de un momento, alzó la vista.

—Nada.

—¿Nada?

—No hay registros. No existe.

—Me encantará ver la cara que pone cuando se lo diga —comentó la mujer—. ¿Quieres decir que no consta en absoluto?

—Creo que te lo acabo de decir —replicó Bailey con irritación—. ¿No tienes algún otro dato de identificación?

—No… ¡Espera un momento! —Andie frunció el entrecejo—. ¿Te serviría un registro de voz para hacer otro intento?

—Tal vez, aunque tardará un poco más.

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