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Robert Silverberg: Tiempo de mutantes

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Robert Silverberg Tiempo de mutantes

Tiempo de mutantes: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando llega el invierno, los mutantes se reúnen… Siempre han vivido en la sombra, pero cerca de la sociedad normal. Ignorados, marginados, han sobrevivido recluidos en clanes invisibles, usando sus extraordinarias facultades psíquicas para escudarse contra la intolerancia, en fanatismo y el aborrecimiento que inspira a los normales, hasta ahora… El primer líder mutante, que ha emergido a la luz para reclamar iguales derechos que el resto de los mortales, es asesinado. Encontrar al asesino es la difícil misión de un grupo de mutantes. Entre ellos están Michael, confuso entre la lealtad al clan y su amor por una persona normal; Melanie, sola entre los mutantes y rechazada por los normales; y Jean, que usa su poder psíquico y su sexualidad de mutante para obtener todo aquello que más desea. Como sociedad deben luchar contra su entorno, ocultando sus miedos hasta encontrar un medio que proteja sus intimidades, sus amores y sus vidas.

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Necesitaba una copia de todo. Pero ¿dónde guardarla? La pantalla de la oficina era demasiado accesible, e incluso la de su casa era fácil de forzar.

Durante unos segundos cruzó por su mente el recuerdo de Brasil: las cimbreantes palmeras, los encantadores nativos, Karim…

¡Karim!

Podía trasmitir aquellos datos a la pantalla de su casa. Andie aún tenía su código privado. Y, aunque Karim descubriera la información antes de que ella pudiera ponerse en contacto con él, seguro que no la borraría sin consultarla antes.

Con un suspiro de alivio, copió los datos y efectuó la transmisión de pantalla a pantalla; luego borró el código de transmisión y se arrellanó en el asiento.

—¿Buscabas algo? —le preguntó una voz familiar.

Andie se sobresaltó.

Jeffers estaba apoyado contra la puerta con gesto despreocupado. Sin embargo, su expresión no era sonriente. Andie notó el corazón desbocado de terror, pero consiguió mantener un tono de voz tranquilo.

—Stephen, creí que estabas en una reunión.

Fingiendo indiferencia, alargó la mano y desconectó la pantalla.

—La reunión fue cancelada —respondió Jeffers—. Ben estaba preocupado por tu tardanza. ¿Cómo has podido acceder a mi pantalla?

—Estaba conectada cuando llegué —mintió Andie, encogiéndose de hombros—. Quizá te olvidaste de cerrarla.

—Sí, tal vez —replicó Jeffers, ceñudo—. Pero ¿por qué la estabas utilizando?

—Necesitaba reprogramar mi mecadoncella, y he supuesto que no te importaría si empleaba tu pantalla para hacerlo.

—¿Es que no has traído tu pantalla de notas?

—La he dejado en el despacho —respondió Andie, consciente de que la pantalla a la que Jeffers se refería permanecía oculta a la vista al otro lado del sofá.

—Bueno, no importa. No ha sucedido nada malo —murmuró Jeffers.

Atrajo a la mujer hacia sí y la estrechó entre sus brazos, insinuante.

—Ya que estamos aquí, voy a hacer de guía turístico de la casa. ¿Has visto el dormitorio?

Jeffers le acarició la nuca con la nariz, y a Andie se le encogió el estómago con una extraña mezcla de terror, repulsión y deseo. Se liberó del abrazo y murmuró:

—Antes me gustaría ver el baño.

Con una sonrisa nerviosa, escapó pasillo adelante hasta el aseo. Cuando hubo cerrado la puerta tras ella, estudió su imagen reflejada en el espejo azulado y contó treinta segundos; luego, otros treinta.

No podía quedarse allí para siempre. Tal vez pudiera recurrir a la excusa de una jaqueca y abandonar la casa.

«Manten la calma y sigue actuando», se dijo.

Cuando volvió al estudio del senador, encontró a éste sentado en el sofá, con la pantalla de notas sobre los muslos. Jeffers la miraba con la expresión de un gato que viera posarse un pajarillo cerca de él.

—Pensaba que te habías olvidado esto en el despacho —murmuró el mutante sin alzar la voz.

Andie se sintió palidecer.

—¡Oh! Esto…, supongo que no.

—No te molestes en inventar mentiras. Andie. Acabo de comprobar la memoria de la pantalla. Se te ha olvidado borrar el registro de los últimos archivos utilizados. —El senador dejó la pantalla y el maletín a un lado y se puso en pie—. Supongo que estás sorprendida —añadió a continuación.

—¿A qué te refieres? —intentó disimular Andie.

—A lo de Tamlin.

—¿Qué es lo de Tamlin?

—No me vengas con juegos, Andie. —La voz de Jeffers sonaba acerada—. De todos modos, el asunto fue idea de Ben.

Andie se tranquilizó ligeramente.

—¿Quieres decir que Ben arregló el acceso de Tamlin a Eleanor Jacobsen?

—Sí.

—¿Y tú no sabías lo que tramaba?

—Él se ocupó de todo.

La mirada de Jeffers no titubeó en ningún instante.

—Gracias a Dios —murmuró ella—. Lo sabía. Sabía que no podías haber urdido el asesinato de la senadora.

Jeffers le dirigió una sonrisa triunfal, y Andie no se sintió tan segura de lo que acababa de decir.

—No, es cierto. Mi intención no era matarla —declaró él—. Tamlin sólo tenía que herirla, pero era un tipo demasiado inestable y se extralimitó.

—¿Que querías herirla? —Andie lo miró con asombro—. Entonces, ¿fuiste tú quien proyectó el atentado?

—Sí —admitió Jeffers—. Era imprescindible quitar de en medio a Jacobsen. De entrada, las elecciones debería haberlas ganado yo. Tenía una visión más clara de los temas importantes, de las necesidades.

—¿A qué necesidades te refieres?

—Andie, sin duda te das cuenta de que la división que existe entre mutantes y no mutantes debe desaparecer, y pronto.

—Desde luego.

—Jacobsen iba demasiado despacio. No comprendía que las fuerzas de la historia se nos echan encima.

—No me parece razón suficiente para asesinarla.

Jeffers meneó la cabeza, impaciente.

—Ya te he dicho que no me proponía matarla. Sólo quería quitarla de en medio, incapacitarla temporalmente. Más adelante le hubiese buscado un puesto para que también ella participara.

—¿Participar en qué?

—En mi gobierno. Habría sido una excelente secretaria de Estado. Y, si no, habría podido escoger cualquier puesto en el gabinete. Yo habría accedido encantado.

Andie se desasió enérgicamente.

—¿Un puesto en el gabinete? ¿Qué pretendes decir?

—Andie, ¿se te ocurre un medio mejor de unirnos que bajo el gobierno de un presidente mutante?

—¿Un presidente… mutante? —Andie profirió una carcajada chillona, casi histérica—. ¡Pero si apenas hemos conseguido que por fin saliera elegida una senadora! ¿Qué pretendes? ¿Despeñar al presidente Kelsey desde algún balcón de la Casa Blanca?

Jeffers continuó su exposición como si no hubiera oído una sola palabra.

—Un presidente mutante —repitió—, con una esposa no mutante. —El hombre se volvió hacia Andie con vehemencia—. ¡Cásate conmigo, Andie! Aún estamos a tiempo. Podrías trabajar para mí, ayudarme a conseguir mis objetivos de reconciliación.

Andie se encogió en un rincón del sofá flotante. Aquello era demasiado. Pasmada, replicó:

—¿Casarme contigo? ¿Ayudarte? ¿Y el asesinato, Stephen? ¿Y el dinero que has robado para dedicarlo a experimentos con humanos?

Jeffers la miró de reojo.

—¿Sabes lo del programa de supermutantes?

Andie asintió.

—Me vi obligado a hacerlo —confesó el senador—. Tenía problemas de liquidez y era el único modo de continuar. Si hubiera dispuesto de más tiempo, habría conseguido borrar el rastro y la Contaduría General no habría descubierto nada. —Jeffers hizo una pausa y continuó apresuradamente—: ¿No comprendes que el mutante potenciado es el siguiente paso lógico en la evolución humana? Sería un delito imperdonable interrumpir el curso del progreso humano.

—Tú sí que has cometido unos delitos imperdonables —replicó Andie—. Has financiado secuestros, experimentos ilegales e incluso un asesinato. ¿No te preocupa nada de eso?

—El fin justifica los medios.

Andie lo contempló como si fuera un ser de otro mundo.

—¿Qué fin? Has matado a una valerosa líder mutante. ¿Cómo se puede justificar una cosa así? ¿Y dónde está tu supermutante?

—Estamos muy cerca. Pronto aparecerá.

—Pero todavía no existe —respondió ella.

—¿Estás segura de que no quieres trabajar para mí?

Andie se dio cuenta de que le estaba ofreciendo la posibilidad de salvar la vida, pero el precio era demasiado alto.

—No puedo.

Jeffers movió la cabeza con pesar.

—¡Qué lástima…! Para ser una normal, posees realmente muchas cualidades. —Con un suspiro, tomó asiento junto a ella—, ¿Qué voy a hacer contigo?

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