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Robert Silverberg: Tiempo de mutantes

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Robert Silverberg Tiempo de mutantes

Tiempo de mutantes: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando llega el invierno, los mutantes se reúnen… Siempre han vivido en la sombra, pero cerca de la sociedad normal. Ignorados, marginados, han sobrevivido recluidos en clanes invisibles, usando sus extraordinarias facultades psíquicas para escudarse contra la intolerancia, en fanatismo y el aborrecimiento que inspira a los normales, hasta ahora… El primer líder mutante, que ha emergido a la luz para reclamar iguales derechos que el resto de los mortales, es asesinado. Encontrar al asesino es la difícil misión de un grupo de mutantes. Entre ellos están Michael, confuso entre la lealtad al clan y su amor por una persona normal; Melanie, sola entre los mutantes y rechazada por los normales; y Jean, que usa su poder psíquico y su sexualidad de mutante para obtener todo aquello que más desea. Como sociedad deben luchar contra su entorno, ocultando sus miedos hasta encontrar un medio que proteja sus intimidades, sus amores y sus vidas.

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Andie se sintió atenazada por el pánico y suplicó frenéticamente:

—Déjame ir, Stephen. Te juro que no diré nunca nada…

—Vamos, Andie, no soy tan ingenuo. Aun suponiendo que tus palabras fuesen sinceras, tarde o temprano te sentirías obligada a informar de lo que has descubierto. Por lo tanto, supongo que lo más lógico es asegurarme de que no estés en condiciones de hacer nada.

—¡No!

La mujer saltó del sofá y corrió hacia la puerta, pero Jeffers la persiguió con agilidad felina y logró agarrarla con fuerza por la muñeca en mitad de la escalera.

—¡Asesino! ¡Me has utilizado! —gritó.

—¿De veras pensabas que me interesabas como algo más que como un experimento sexual?

La voz de Jeffers estaba cargada de desdén.

Desesperada, Andie le clavó las uñas en el rostro.

El senador retrocedió al tiempo que ella le aplicaba un efectivo golpe que le permitió desasirse. Con una fuerza nacida del pánico, Andie subió la escalera; el impulso la llevó pasillo adelante hasta el dormitorio de Jeffers. Cerró la puerta, conectó el pestillo electrónico y echó una ojeada a la estancia buscando alguna pieza de mobiliario que le sirviera de barricada. Sin embargo, cuando apenas había empezado a arrastrar una pesada cómoda de roble hacia la puerta, oyó el chasquido de la cerradura y vio que la puerta se abría. Andie había olvidado las facultades telequinésicas de Jeffers. Unas manos invisibles la sujetaron y la empujaron hacia la puerta, donde la esperaba el mutante.

Con una risa áspera, él la agarró y la golpeó contra la pared, dejándola sin aliento. Los ojos dorados de Jeffers la taladraron, despojándola de su voluntad de resistirse.

—¿Eres telépata? —murmuró con un hilo de voz—. Pero ¿y la telequinesis?

—Poseo ambas facultades —respondió él—. ¿No te preguntaste cómo me las arreglé para salvar al chiquillo de la playa?

—Pensé que todos los mutantes erais sanadores latentes.

—¡Normales! —Jeffers soltó una risotada—. Nunca llegaréis a entendernos de verdad, ¿eh?

Andie, sin fuerzas, se dejó caer en sus brazos. Jeffers puso una mano a cada lado de su cabeza.

—¡Qué lastima! —murmuró—. La secretaria de prensa del senador Jeffers sufre una gravísima apoplejía justo antes de las elecciones. Mantenida artificialmente. Un verdadero vegetal. —De repente, su expresión cambió—. Quizá sería mejor la hipnosis —dijo—. Así, podría continuar utilizándote.

Andie, impotente, se vio atrapada en el brillo tenue de su mirada.

—Sabes que soy inocente —musitó Jeffers—. Sabes que Canay ha estado trabajando con mis enemigos para desacreditarme. Ha falsificado toda la información, y tú le has ayudado.

Su voz era sedosa, insinuante. Acercó una mano a la mejilla de la mujer y comenzó a acariciarla.

—Sí —prosiguió—, vosotros y vuestra red de saboteadores habéis estado trabajando contra mí desde el principio, probablemente aliados con Horner. Tú odias a los mutantes, y has trastocado la cabeza de jóvenes como Canay, que se aborrecen a sí mismos.

—¿Aborrecerse a sí mismos? —repitió ella, atontada—. ¿Quiénes?

Jeffers no le hizo caso.

—Esta noche llamarás a la televisión para hacer una declaración completa reconociendo tu culpabilidad.

—Mi culpabilidad.

Las palabras empezaban a repetirse en la cabeza de Andie. Quería protestar, replicar, pero notaba la lengua hinchada y torpe. Sus pensamientos eran confusos. Reconocer su culpabilidad… Sí, su culpabilidad… Cerró los ojos.

«NOVENTA Y NUEVE, NOVENTA Y OCHO, NOVENTA Y SIETE, NOVENTA Y SEIS…»

Un tumulto discordante llenó su cabeza: cientos de voces entonando un cántico de números. Ahora, la voz de Jeffers gritaba, tratando de imponerse al coro estridente sin conseguirlo.

«OCHENTA Y SEIS, OCHENTA Y CINCO…»

Jeffers dejó de agarrarla. Andie, sin embargo, siguió con los ojos cerrados.

«SESENTA Y DOS, SESENTA Y UNO…»

El coro se convirtió en un susurro y, finalmente, enmudeció.

Andie abrió los ojos.

Jeffers yacía en el suelo, inconsciente.

«¡Vaya, vaya! —se dijo—. De modo que ha funcionado. ¡La extravagante defensa mental de Skerry ha dado resultado!»

Se incorporó con cautela. La habitación daba vueltas a su alrededor. Dejó atrás a Jeffers y salió al pasillo tambaleándose, sin detenerse más que para recoger su pantalla de notas. A cada paso, su equilibrio mejoraba, y cuando llegó a la escalera ya corría de nuevo. Abrió la puerta principal, saltó por encima de un seto, cruzó chapoteando un estanque de poca profundidad del jardín posterior de la casa contigua, salvó otro obstáculo de arbustos y salió a una estrecha calleja.

No vio indicios de que la persiguiera nadie.

Continuó corriendo cinco minutos más, jadeante a cada zancada. Finalmente, con los pulmones ardiendo a causa del aire helado, aminoró el paso. Tardó unos momentos en localizar la tarjeta en el bolso, y algunos más en abrir la pantalla de notas. Las manos le temblaban mientras marcaba el código. Una mujer joven y agradable, de mejillas sonrosadas, apareció en imagen.

—FBI, División de Delitos Especiales.

Andie tomó aire.

—Con Rayma Esteron —dijo—. Y dése prisa. Es urgente.

24

Ben Canay fue detenido esa tarde, pero Stephen Jeffers resultó ser más escurridizo. No volvió a su despacho ni contestó llamadas en su número privado. Cuando el FBI irrumpió en su casa particular, estaba vacía y faltaban los archivos informáticos. El senador mutante se había esfumado sin dejar rastro.

Transcurrió una semana antes de que el FBI permitiera levantar el precinto del despacho y Andie pudiese volver al trabajo. Cuando abrió la puerta, se le cayó el alma a los pies. La oficina estaba patas arriba. Las sillas estaban volcadas, los cajones sobresalían de los escritorios extrañamente torcidos, y por todas partes había papeles, disquetes y demás material de escritorio. Ben Canay había dejado tras de sí una ola de destrucción, antes de que interviniera el FBI; y, evidentemente, los agentes no se habían molestado en limpiar nada.

Plantada en medio de la sala, Andie contempló el caos. En alguna parte de aquel revoltijo sonó el zumbido de una pantalla de mesa, pero no hizo caso.

Descubrió su pantalla, ennegrecida y hecha añicos.

Se alegró de no haber estado allí cuando se llevó a cabo la detención de Canay. El tipo había tenido todo el tiempo del mundo para intentar destruir las pruebas. «¡Menos mal que se me ocurrió utilizar la pantalla casera de Karim!», pensó.

Oyó pisadas y se volvió para enfrentarse al intruso. Desde el quicio de la puerta, Skerry estaba contemplando el desorden.

—Buen estropicio, ¿eh? —comentó el mutante—. Parece que haya pasado por aquí el huracán Andie.

—¡Debería haber sabido que aparecerías cuando terminara el alboroto! —replicó ella, con los brazos en jarras.

Skerry, sonriente, le dio un abrazo de oso que la dejó sin aliento.

—¡Eh! ¡Mantén la calma! —jadeó—. Aún me estoy recuperando de la carrera a pie por la exótica Maryland.

—¡Lo has conseguido, encanto! ¡Has dejado al descubierto a Jeffers! —Su tono era exultante, y Andie, a pesar de sí misma, le devolvió el abrazo.

—Gracias por el «coro defensivo», Skerry. ¡Tu implante mental funcionó estupendamente. De no ser por él, ahora mismo sería una zombi hipnotizada bajo custodia federal, confesa de haber preparado el asesinato de Eleanor Jacobsen. Jeffers quería incriminarme.

El barbudo mutante asintió con torva satisfacción.

—Ya sabía yo que no era de fiar —murmuró—. ¿Se sabe si las autoridades le han localizado ya?

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