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Robert Silverberg: Por el tiempo

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Silverberg: Por el tiempo» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Madrid, год выпуска: 1990, ISBN: 84-7813-064-0, издательство: Miraguano Ediciones, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Silverberg Por el tiempo

Por el tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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Una novela de atmósfera ciber-punk sobre los viajes por el tiempo, un tema apasionante que en este libro queda reflejado de una manera bastante decente, en especial todo lo relacionado con las paradojas espacio-temporales. Además, el libro nos aporta una minilección de historia sobre Constantinopla que ameniza la acción. En definitiva un libro agradable, entretenido y rápido de leer cuya única falta estribaría en algunas caracterizaciones de algunos personajes. Aparte de esto, solo mencionar lo deplorable de la edición española, plagada de errores tanto lingüísticos como de traducción. Aún así, es muy recomendable para todos aquellos amantes de los viajes temporales.

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—La esposa de León Ducas —explicó fríamente el mayordomo—, se llama Euprepia.

—¿Euprepia?

—Euprepia Ducas es la señora de la casa. ¿Qué venís a hacer aquí? Si estáis loco y venís a importunar a mi señor León en mitad del día, yo…

—Espere —le interrumpí—. ¿Es Euprepia? ¿No se trata de Pulcheria? —Saqué un besante de oro y lo puse en la mano extendida del mayordomo—. No estoy loco y esto es muy importante. ¿Cuándo se casó León con… con Euprepia?

—Hace cuatro años.

—Cuatro… años. No, es imposible. Se casó con Pulcheria hace cinco años y…

—Debéis estar equivocado. El señor León sólo se ha casado una vez, con Euprepia Macremboliossa, la madre de su hijo Basilio y su hija Zoe.

La mano siguió extendida y puse en ella otro besante.

—Su hijo mayor se llama Nicetas —murmuré, absorto—, y todavía no ha nacido, y no tendrá ningún hijo llamado Basilio y… Dios mío, ¿te estás burlando de mí?

—Juro por Cristo Pantocrator que digo la verdad —declaró el mayordomo solemnemente.

Desesperado, tanteé la bolsa llena de besantes y pregunté:

—¿Podrá hablar un momento con Euprepia?

—Quizá sí. Pero no está. Descansa desde hace tres meses en el palacio de los Ducas, junto a la costa, en Trebisonda, donde espera su próximo hijo.

—¿Desde hace tres meses? En ese caso, ¿no hubo recepción en el palacio hace unas semanas?

—No, señor.

—¿No estuvo aquí el emperador Alexis? ¿Ni Temístocles Metaxas? ¿Ni Jorge Markezinis? ¿Ni…?

—Ninguno de esos hombres, señor. ¿Puedo ayudaros en algo más?

—Creo que no —respondí, y me alejé con paso tambaleante del palacio de los Ducas como un hombre a quien ha golpeado la cólera de los dioses.

55

Vagué siniestramente por el Cuerno de Oro, caminando hacia el sudeste, hasta que alcancé el laberinto de las tiendas, bazares y tabernas, junto a un lugar donde en el futuro se alzaría el puente de Gálata y donde en la actualidad se halla un laberinto de tiendas, bazares y tabernas. Anduve como un zombie por aquellas calles estrechas, sinuosas y atestadas sin destino preciso. Sin ver ni pensar; me contentaba con poner un pie delante del otro y avanzar así hasta que el destino volvió a encargarse de mí al acabar la mañana.

Penetré al azar en una taberna, una casa de dos pisos de madera sin pintar. Algunos mercaderes se bebían la copa de mediodía. Me dejé caer pesadamente en una silla ante una mesa coja y mal rematada, en un rincón vacío de la sala. Me quedé allí, mirando la pared, pensando en la mujer embarazada de León Ducas, aquella Euprepia.

Una hermosa sirvienta avanzó y me preguntó:

—¿Queréis vino?

—Sí. El más fuerte.

—¿Y un poco de cordero asado?

—No tengo hambre, gracias.

—Tenemos un cordero muy bueno.

—No tengo hambre —repetí.

Miré sus tobillos lúgubremente. Eran muy bonitos. Subí la vista a las pantorrillas, hasta donde la imagen de sus piernas desaparecía detrás de una sencilla túnica. Se alejó y volvió enseguida con una jarra de vino. Cuando la depositó ante mí, la parte delantera de su túnica se abrió desde la garganta y vi balancearse en su interior dos senos pálidos y firmes, de pezones rosados. Miré su rostro.

Habría podido pasar por la gemela de Pulcheria.

Los mismos ojos negros y maliciosos. La misma piel olivácea y suave. Los mismos labios sensuales y la nariz aquilina. La misma edad, unos diecisiete años. Las diferencias entre aquella muchacha y mi Pulcheria eran diferencias en la ropa, la actitud, la expresión. Aquella mujer iba burdamente vestida; carecía de la elegancia aristocrática de Pulcheria; pero se detectaba en ella cierto resentimiento, y su mirada decía que era una joven cuya vida no estaba relacionada con su rango, lo que la contrariaba.

—¡Podrías ser Pulcheria! —exclamé.

Se echó a reír.

—¿Cómo decís esas sandeces?

—Conocí a una muchacha que se parecía mucho a ti… y se llamaba Pulcheria…

—¿Estáis loco o sólo borracho? Yo soy Pulcheria. No me gusta mucho este juego, desconocido.

—¿Eres… Pulcheria?

—Naturalmente.

—¿Pulcheria Ducas?

Ella se rió.

—¿Ducas, decís? ¡Ahora sí que sé a ciencia cierta que estáis loco! Soy Pulcheria Photis. ¡La mujer de Heracles Photis, el posadero!

—Pulcheria… Photis… —repetí estúpidamente—. Pulcheria Photis… la mujer… de Heracles… Photis.

Se inclinó hacia mí, permitiéndome ver de nuevo sus maravillosos senos. Dejó de ser arrogante y se mostró intrigada; en voz baja, me preguntó:

—Por vuestra ropa, diría que sois alguien importante. ¿Qué hacéis aquí ? ¿Ha hecho Heracles algo malo?

—Sólo vengo a beber —respondí—. Pero dime una cosa: ¿eres la Pulcheria cuyo nombre de soltera era Botaniates?

Pareció quedarse estupefacta.

—¡Lo sabéis! ¡Es verdad!

—Sí —respondió mi adorada Pulcheria, sentándose a mi lado en el banco—. Pero ya no soy una Botaniates. Desde hace cinco años… desde que Heracles… el cerdo de Heracles… desde que él… —Bebió un poco de vino para calmarse—. ¿Quién eres, desconocido?

—Jorge Markezinis, de Epira.

El nombre no le dijo nada.

—Soy primo de Temístocles Metaxas.

Ella profirió una exclamación en voz baja.

—¡Sabía que erais alguien importante! ¡Lo sabía! —Un poco temblorosa, añadió—. ¿Qué deseáis de mí?

Los parroquianos empezaban a mirarnos.

—¿Podemos hablar en algún lugar más tranquilo? —pregunté.

Me miró con ojos de descarada connivencia.

—Un instante —dijo.

Salió de la taberna y la oí llamar a alguien como si estuviera vendiendo pescado; luego, una niña vestida con harapos y de unos quince años, entró en la sala.

—Encárgate del albergue, Ana —dijo Pulcheria—. Estoy ocupada.

Se volvió hacia mí.

—Podemos subir —dijo.

Me llevó a un dormitorio de la segunda planta y cerró cuidadosamente la puerta a nuestras espaldas.

—Mi marido ha ido a Gálata a comprar carne —me explicó—, y no volverá hasta dentro de dos horas. No me importa recibir uno o dos besantes de un guapo desconocido cuando no está ese cerdo.

Cayó su túnica y quedó totalmente desnuda ante mí. Su sonrisa era provocativa, una sonrisa que decía que aún le quedaban profundos sentimientos, fuera cual fuese el tratamiento que le infligieran. Los ojos le brillaban de deseo.

Me quedé aturdido ante sus senos altos y firmes, cuyos pezones se endurecían a ojos vista, aquel vientre liso y firme, con vello negro, sus muslos tensos y musculosos, aquellos brazos abiertos que me llamaban.

Se dejó caer sobre el duro jergón; dobló las rodillas y separó las piernas.

—¿Dos besantes? —me propuso.

¿Pulcheria transformada en puta de taberna? ¿Mi diosa? ¿Mi adorada?

—¿Por qué dudáis? —preguntó—. Venid, dadle a ese perro de Heracles otro par de cuernos. ¿Qué os pasa? ¿No os gusto?

—Pulcheria… Pulcheria… Te amo Pulcheria…

Ella se rió estremeciéndose de placer. Me tendió los brazos.

—¡En ese caso venid!

—Has sido mujer de León Ducas —murmuré—. Vivías en un palacio de mármol, vestías ropa de seda y eras escoltada por una atenta dueña cuando salías a la ciudad. El emperador fue a una de tus recepciones y justo antes del alba viniste a verme y te entregaste a mí, pero todo eso fue sólo un sueño, Pulcheria, sólo un sueño ¿verdad?

—Estáis loco —me dijo—. Pero sois un bello loco y me muero de ganas por teneros entre las piernas y recibir esos besantes. Acercaos. ¿Sois tímido? Escuchad, poned la mano aquí, sentid la carne que se hincha, las pulsaciones…

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