Robert Silverberg - El hombre en el laberinto

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El hombre en el laberinto: краткое содержание, описание и аннотация

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Una raza de arañas de extraordinaria inteligencia, de arañas pensantes, lo había transformado en un nuevo Minotauro. El representaba la única —y la última— esperanza del género humano, y era indispensable encontrarlo. Pero un objetivo semejante suponía internarse en un superlaberinto y realizar un trayecto cuyos riesgos y secretos excedían toda imaginación.
El hombre en el laberinto

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— ¿Boardman está aquí? ¿Aquí en Lemnos?

— En la zona F. Tiene un campamento allí.

— ¿Charles Boardman?

— Sí; está aquí. Sí.

La cara de Muller parecía de piedra. Por dentro, todo era desorden y agitación.

— ¿Por qué hizo todo esto? ¿Qué quiere de mí?

— Usted sabe que hay una tercera raza inteligente en el universo, además de nosotros y los hidranos — dijo Rawlings.

— Sí. Habían sido descubiertos en el momento en que yo me marché. Por eso fui a visitar a los hidranos. Se suponía que iba a proponer una defensiva con ellos, antes de que esta gente, estos extragalácticos, entraran en contacto con nosotros. No tuvo éxito. Pero ¿qué tiene que ver esto con…?

— ¿Qué sabe de los extragalácticos?

— Muy poco — admitió Muller —. Esencialmente, sólo lo que te dije. El día que acepté la misión a Beta Hydri IV fue la primera vez que oí hablar de ellos. Boardman me lo dijo, pero no quiso agregar nada. Todo lo que sé es que son muy inteligentes, «una raza superior», dijo Boardman, y que viven en una nebulosa cercana. Y que poseen un método de propulsión intergaláctica y podrían visitamos.

— Ahora sabemos más — dijo Rawlings.

— Primero dime qué es lo que quiere Boardman de mí.

— Todo en orden; así será más fácil. — Rawlings sonrió; estaba un poco bebido. Se apoyó contra la bañera y estiró las piernas —. En realidad no sabemos mucho acerca de los extragalácticos. Lo que hicimos fue enviar una sonda al hiperespacio, ponerla en trayectoria curva y sacarla de ella a unos miles de años luz de distancia. O a unos millones. No conozco los detalles. De todos modos era una nave robot, con toda clase de ojos. El lugar donde emergió es una de esas galaxias de rayos X, alto secreto, pero he oído que era en Cisne A o en Escorpión II. Descubrimos que un planeta de la galaxia estaba habitado por una raza muy evolucionada de seres extraños, muy extraños.

— ¿Cómo de extraños?

— Pueden ver todo el espectro — dijo Rawlings —. Su campo visual básico está en las frecuencias altas. Ven con la luz de los rayos X. También parecen ser capaces de usar las frecuencias radiales para ver o, por lo menos, para recibir información sensorial. Y reciben la mayoría de las longitudes de onda centrales, pero no se interesan mucho en la zona situada entre el infrarrojo y el ultravioleta. Lo que nosotros llamamos el espectro visible.

— Aguarda un momento. ¿Sentidos radiales? ¿Tienes una idea de la longitud de las ondas de radio? Para obtener información de una onda así necesitarían ojos o receptores o lo que sea de un tamaño gigantesco. ¿Qué tamaño tienen esos seres?

— Podrían desayunar un elefante — dijo Rawlings.

— Las formas de vida inteligente no son tan grandes.

— ¿Por qué no? Ese es un planeta gaseoso gigante. No hay más que océanos; la gravedad es casi inexistente. Flotan. No tienen problemas de masa.

— ¿Y una manada de superalienígenas ha desarrollado una cultura aérea? — preguntó Mulle —. No pretenderás que crea…

— Lo han hecho — dijo Rawlings —. Ya le dije que eran seres muy extraños. Ellos no pueden construir máquinas. Pero tienen esclavos.

— Oh — dijo Muller en voz baja.

— Apenas estamos empezando a entenderlo y, por supuesto, yo no conozco todos los datos, pero, por lo que sé, parece que estos utilizan formas de vida inferiores y las transforman en robots controlados por radio. Usan cualquier cosa que tenga miembros y movilidad. Empezaron con unos animales de su propio planeta, parecidos a delfines, que estaban quizás en el umbral de la inteligencia, y por medio de ellos obtuvieron la propulsión espacial. Entonces fueron a los planetas vecinos (planetas sólidos) y se aseguraron el control de unos pseudoprimates, Protochimpancés, creo. Buscan dedos. La destreza manual es muy importante para ellos. Actualmente su esfera de influencia cubre unos ochenta años luz y parece estar aumentando a un ritmo exponencial.

Muller meneó la cabeza.

— Esto es un disparate aún mayor que lo que me dijiste de la cura. Una transmisión electromagnética tiene una velocidad dada, ¿no? Si controlan a sus lacayos desde ochenta años luz de distancia, cada orden demora ochenta años en llegar a destino. Cada gesto, cada contracción muscular…

— Pueden viajar — le interrumpió Rawlings.

— Pero si son tan grandes…

— Han utilizado a sus esclavos para construir tanques gravitatorios. Y controlan la propulsión estelar. Todas sus colonias son regidas por supervisores que están en órbita a unos pocos miles de kilómetros de origen. Un supervisor es suficiente para cada planeta. Supongo que harán turnos.

Muller cerró los ojos un momento. Le llegó la imagen de esas bestias colosales, inimaginables, extendiéndose por su lejana galaxia, aprisionando toda clase de animales, moldeando una sociedad cautiva y vicariamente tecnológica, flotando en órbita como ballenas espaciales para dirigir y coordinar esa grandiosa e improbable empresa, incapaces del menor acto físico. Masas monstruosas de protoplasma rosa y brillante, recién salido del mar, erizado de sensores funcionando en los dos extremos del espectro. Susurrando entre ellos por medio de rayos X. Enviando órdenes por radio. «No — pensó —. No. »

— Bueno — dijo finalmente —. ¿Y qué? Están en otra galaxia.

— Ya no. Han tropezado con algunas de nuestras colonias más lejanas. ¿Sabe qué hacen cuando encuentran un mundo humano? Ponen en órbita a un supervisor y se apoderan de los colonos. Han descubierto que los humanos son espléndidos esclavos, cosa que no resulta muy sorprendente. En este momento se han apoderado de seis de nuestros mundos. Tenían otro, pero matamos a su supervisor. Ahora resulta mucho más difícil; se apoderan de nuestros misiles cuando van hacia ellos y los envían de vuelta.

— Si estás inventando esto — dijo Muller —, ¡te mataré!

— Es cierto. Lo juro.

— ¿Cuándo empezó?

— El año pasado.

— ¿Y qué sucederá? ¿Se apoderarán de la galaxia y nos convertirán a todos en zombies?

— Boardman cree que hay una posibilidad de evitarlo.

— ¿Cuál?

— Al parecer, estos seres no saben que somos inteligentes. No podemos comunicarnos con ellos, ¿se da cuenta? Funcionan a un nivel no verbal, una especie de telepatía. Hemos tratado de comunicarnos con ellos de muchas maneras, bombardeándolos con mensajes en todas las longitudes de onda, sin obtener ni un signo de que reciben nuestras transmisiones. Boardman cree que si pudiéramos persuadirles de que tenemos… bueno, almas…, quizá nos dejarían en paz. Dios sabe por qué piensa eso. Creo que lo predijo un ordenador. Cree que estos seres se mueven dentro de un esquema moral coherente, que están dispuestos a apoderarse de cualquier animal útil, pero que no molestarían a una especie que está del mismo lado que ellos en la frontera de la inteligencia. Y si de algún modo pudiéramos demostrarles que…

— Pero saben que tenemos ciudades. Y propulsión estelar. ¿No prueba eso que somos inteligentes?

— Los castores construyen diques — replicó Rawlings. — Pero no firmamos tratados con los castores. Ni pagamos una indemnización cuando secamos un pantano. Sabemos que no debemos preocuparnos por sus sentimientos.

— ¿Lo sabemos? ¿O simplemente hemos decidido que los castores no importan? ¿Y qué es eso de la frontera de la inteligencia? Hay un espectro continuo de inteligencia, desde los protozoarios hasta los primates. Sí, somos un poco más inteligentes que los chimpancés, pero ¿es una diferencia cualitativa? ¿Acaso el hecho de que podemos registrar nuestros conocimientos y usarlos nuevamente es tan especial?

— No quiero discutir sobre filosofía con usted — dijo roncamente Rawlings —. Estoy tratando de decirle cuál es la situación, y cómo le afecta.

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