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Robert Silverberg: Ver al hombre invisible

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Robert Silverberg

Ver al hombre invisible

Entonces me juzgaron culpable, me declararon invisible por espacio de un año, a partir del 11 de mayo del año de gracia de 2104, y me llevaron a una habitación oscura situada bajo el tribunal para imprimirme la marca en la frente antes de dejarme libre.

Dos rufianes pagados por el municipio se encargaron del trabajo. Uno de ellos me arrojó sobre la silla, mientras el otro alzaba el hierro de marcar.

—No te dolerá nada —dijo aquel mono babeante al ponerme la marca en la frente. Y en efecto, noté cierto frescor y eso fue todo.

—Y ahora, ¿qué ocurre? —pregunté.

Pero no hubo respuesta y ambos se alejaron de mí, saliendo de la habitación sin decir una palabra. La puerta quedó abierta. Estaba libre para marcharme o para quedarme y pudrirme allí si lo deseaba. Nadie me hablaría ni me miraría más de una vez, sólo lo suficiente para ver la señal en mi frente. Yo era invisible.

Debe entenderse que mi invisibilidad era estrictamente metafórica. Seguía conservando mi solidez corporal. La gente podía verme, pero se negaría a verme.

¿Un castigo absurdo? Tal vez. Pero, claro, también el crimen era absurdo. Un crimen de frialdad. Me había negado a compartir la carga de mi prójimo. Había transgredido la ley en cuatro ocasiones. El castigo de ese crimen era la invisibilidad durante un año. Se había presentado la denuncia y celebrado el juicio, y ahora se me había aplicado la señal.

Yo era invisible.

Salí al mundo del calor.

Ya había caído la lluvia de la tarde. Las calles de la ciudad se secaban y hasta mí llegaba el olor de la vegetación en crecimiento desde los jardines colgantes. Hombres y mujeres se dedicaban a sus tareas. Yo caminaba entre ellos, pero no me hacían ningún caso.

El castigo por hablar con un hombre invisible es la invisibilidad, un mes, un año o más, según la gravedad de la ofensa. De esto depende todo el concepto. Me pregunté con qué rigidez se cumpliría la regla.

Pronto lo descubrí.

Me metí en un ascensor y dejé que me subieran hasta el Jardín Colgante más próximo. Era el Once, el jardín de los cactus. Aquellas formas curiosas y retorcidas se adecuaban a mi estado de ánimo. Salí al descansillo y avancé hacia el mostrador de recepción para sacar mi entrada. Una mujer de rostro blanco y ojos vacíos estaba tras el mostrador.

Coloqué sobre él una moneda. Una sombra de terror, que se desvaneció rápidamente, pasó por sus ojos.

—Una entrada —dije.

No hubo respuesta. La gente hacía cola tras de mí. Repetí la petición. La mujer alzó la vista impotente y luego miró sobre mi hombro izquierdo. Una mano se extendió y otra moneda fue depositada en la mesa. Ella la tomó y entregó al hombre su entrada. Éste la introdujo en la ranura y pasó.

—Yo también quiero una —insistí con voz tensa.

Otros me fueron apartando a un lado. Sin una palabra de disculpa. Empecé a comprender el significado de mi invisibilidad. Me trataban literalmente como si no me vieran.

Hay ciertas ventajas que compensan. Pasé detrás del mostrador y yo mismo me serví una ficha sin pagarla. Puesto que era invisible, nadie podía detenerme. Metí la ficha en la ranura y entré en el jardín.

Pero los cactus me aburrían. Un inexplicable malestar me abrumó y ya no sentí deseos de quedarme. Al salir apreté el dedo contra una espina. Brotó la sangre. Al menos los cactus seguían reconociendo mi existencia. Aunque sólo fuera para sacarme sangre.

Volví a mi apartamento. Los libros me esperaban, pero no sentía interés por ellos. Me tendí en la estrecha cama y puse en actividad el energizador para combatir la extraña lasitud que me afligía. Pensé en mi invisibilidad.

No sería tan duro, me dije. Jamás había dependido totalmente de otros seres humanos. En realidad, ¿no había sido sentenciado en primer lugar por frialdad hacia mis congéneres? Entonces, ¿qué necesidad tenía de ellos ahora? ¡Que me ignoraran!

Sería un descanso. Después de todo, tenía un año de respiro en cuanto al trabajo. Los hombres invisibles no trabajaban. ¿Cómo iban a hacerlo? ¿Quién acudiría a consultar a un doctor invisible, o contrataría a un abogado invisible para que le representara, o entregaría un documento para archivar a un empleado invisible? Por tanto, nada de trabajo. Ni ingresos tampoco, naturalmente. Pero los propietarios no cobraban alquiler a los hombres invisibles. Estos iban a donde querían y no pagaban nada. Acababa de comprobarlo en los Jardines Colgantes.

La invisibilidad podía resultar divertida en sociedad, pensé. Me habían sentenciado tan sólo a una cura de descanso de un año. Estaba seguro de que la disfrutaría.

No obstante, había algunos inconvenientes prácticos. La primera noche de mi invisibilidad fui al mejor restaurante de la ciudad. Pensaba pedir los platos más caros, una comida de cien unidades, y luego me desvanecería convenientemente antes de la presentación de la cuenta.

Estaba confundido. Ni siquiera llegué a sentarme. Esperé en la puerta media hora, mientras pasaba junto a mí una y otra vez un maitre d’hotel que, indudablemente, se había enfrentado muchas veces a la misma situación. Comprendí que ocupar una mesa no me serviría de nada. Ningún camarero me atendería.

Claro que podía entrar en la cocina y servirme lo que quisiera. Podía perturbar la rutina de trabajo del restaurante. Pero me decidí en contra. La sociedad tiene sus modos de protegerse contra los invisibles. No mediante un castigo directo, por supuesto, ni con una defensa intencional. ¿Pero quién impugnaría la afirmación de un chef de que no había visto a nadie ante él cuando se le cayó el puchero de agua hirviendo contra la pared? La invisibilidad era la invisibilidad, como una espada de dos filos.

Salí del restaurante.

Comí en el automático más cercano. Luego cogí una autotaxi hasta casa. Las máquinas, como los cactus, no discriminaban a los de mi clase. Sin embargo, me dije, serían una compañía muy aburrida durante todo un año.

Aquella noche dormí muy mal.

La segunda jornada de mi invisibilidad fue un día de tanteos y descubrimientos.

Me fui a dar un largo paseo, cuidando de mantenerme en los senderos de peatones. Había oído historias sobre los tipos que disfrutaban atropellando a los que llevan la marca de la invisibilidad en la frente. Porque no hay recurso contra ellos, ni castigo. Mi situación tiene sus peligros, peligros intencionados.

Caminé por las calles, viendo cómo se abría la multitud para dejarme paso. Yo pasaba entre ellos como un microtomo entre las células. Estaban bien entrenados. A mediodía, vi a mi primer compañero invisible. Era un hombre alto, de mediana edad, grueso y digno, que llevaba la marca de la vergüenza en su frente abombada. Su mirada se cruzó con la mía por un instante. Luego, pasó de largo. Un hombre invisible, por supuesto, no puede ver a otro como él.

Me sentí divertido, nada más. Aún saboreaba la novedad de este estilo de vida. Nada podía herirme. Todavía no.

A última hora del día, llegué a una de esas casas de baños donde las muchachas trabajadoras pueden bañarse por un par de monedas. Sonreí maliciosamente y subí las escaleras. El empleado de la puerta me lanzó apenas una mirada de asombro—aquello fue un pequeño triunfo para mí—, pero no se atrevió a detenerme.

Entré.

Me asaltó un fuerte olor a jabón y sudor. Seguí adelante. Pasé por los vestuarios, donde colgaban largas filas de monos grises, y se me ocurrió que podía sacar de esos bolsillos todas las unidades que contuvieran. No lo hice. El robo pierde interés cuando resulta demasiado fácil. Ya lo sabían los que imaginaron la invisibilidad.

Seguí adelante y entré en los baños propiamente dichos.

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