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Robert Silverberg: Ver al hombre invisible

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Robert Silverberg Ver al hombre invisible

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Había allí cientos de mujeres. Muchachas núbiles, mujeres viejas o maduras. Algunas enrojecieron. Otras sonrieron. Muchas me dieron la espalda. Pero todas tuvieron cuidado de no demostrar una auténtica reacción ante mi presencia. Había matronas supervisoras montando la guardia. ¿Y quién sabe si informarían de que alguien se había dado indebida cuenta de la existencia de un invisible?

Así que las observé mientras se bañaban. Observé quinientos pares de senos en movimiento, cuerpos desnudos que brillaban bajo la ducha, una enorme masa de carne femenina al descubierto. Mi reacción era confusa: por un lado, la sensación de haber hecho algo malo al penetrar en aquel Sanctasanctórum sin que me detuvieran, pero también, surgiendo lentamente en mi interior, una sensación de… ¿Pena? ¿Aburrimiento? ¿Repulsión?

No era capaz de analizarlo. Parecía como si una mano húmeda oprimiese mi cuello. Salí rápidamente. El olor del agua jabonosa perduró en mi nariz durante muchas horas, y la visión de la carne rosada persiguió mis sueños aquella noche. Comí solo en uno de los automáticos. Empezaba a ver que la novedad del castigo se desvanecía muy pronto.

A la tercera semana, caí enfermo. Todo empezó con fiebre muy alta, dolor de estómago, vómitos y otros síntomas de cariz muy feo. A medianoche, estaba seguro de que iba a morir. Tenía unos retortijones intolerables y, cuando me arrastre hasta el cuarto de baño, observé en el espejo que tenía el rostro contraído, verdoso y cubierto de gotas de sudor. La marca de la invisibilidad destacaba como la luz de un faro en mi frente pálida.

Me eché durante algún tiempo sobre el suelo de baldosas, disfrutando de su frescura. De pronto pensé: ¿Y si es el apéndice? ¿Y si se trata de ese resto prehistórico, ridículo y anticuado? ¿Y si está inflamado y a punto de reventar?

Necesitaba un médico.

El teléfono estaba cubierto de polvo. No se habían molestado en desconectarlo, pero yo no había llamado a nadie desde mi arresto, ni nadie se había atrevido a llamarme. El castigo por telefonear a un invisible es la invisibilidad. Mis amigos, aunque lo fueran, se mantenían aislados de todo contacto conmigo.

Cogí el teléfono y pulsé los botones. Se encendió el panel, y el robot a su cargo preguntó:

—¿Con quién quiere hablar, señor?

—¡Un médico! —gemí.

—Por supuesto, señor.

Palabras mecánicas, suaves y corteses. No hay modo de declarar invisible a un robot; por lo tanto, él si podía hablar conmigo.

La pantalla se iluminó. Una voz habló en tono profesional:

—Vamos a ver, ¿cuál es el problema?

—Dolor de estómago. Tal vez apendicitis.

—Enviaré a un hombre…

Se detuvo. En mi angustia, yo había cometido el error de alzar el rostro. Sus ojos vinieron a caer sobre la marca de la frente. La pantalla se ennegreció con la misma rapidez que si yo fuera un leproso y extendiera mi mano para que él la besara.

—¡Doctor! —supliqué.

Había desaparecido. Enterré el rostro entre las manos. Esto era llevar las cosas demasiado lejos, pensé. ¿Acaso el juramento hipocrático permitía tal conducta? ¿ Es que un doctor tenía derecho a rechazar la súplica de ayuda de un enfermo?

Hipócrates no sabía nada de los invisibles. Nadie le pediría a un médico que atendiera a un hombre invisible. Sencillamente, para la sociedad en general yo no existía. Y el médico no puede diagnostica enfermedades en individuos inexistentes.

Quedaba, pues, entregado a mis sufrimientos.

Era éste uno de los rasgos menos atractivos de la invisibilidad. Uno podía entrar en la casa de baños sin que nadie se lo impidiera, pero tampoco te impedían que gimieras en el lecho del dolor. Una cosa compensa la otra. Y si por casualidad se te perfora el apéndice, ¡vaya, qué lastima! Será un escarmiento para aquellos que quieran seguir tu ejemplo!

No se me perforó el apéndice. Sobreviví, aunque pasé mucho miedo. Un hombre es capaz de sobrevivir sin conversación humana durante un año. Viaja en coches automáticos y come en restaurantes automáticos. Pero no hay médicos automáticos. Por primera vez, me sentí realmente un leproso ante la sociedad. Al convicto que está en prisión se le concede el auxilio médico cuando se encuentra enfermo. Mi crimen no había sido lo bastante grave para merecer la prisión, por eso no me trataría ningún médico aunque enfermara. Era injusto. Maldije a los diablos que habían inventado tal castigo. Tenía que enfrentarme a solas con cada amanecer, tan solo como Robinson Crusoe en su isla, aquí, en medio de una ciudad de doce millones de almas.

¿Cómo describir mis altibajos de ánimo y los cambios constantes de mi espíritu conforme iban transcurriendo los meses?

Había ocasiones en que la invisibilidad suponía un gozo, una delicia, un tesoro. En esos momentos de locura, me gloriaba el verme exento de las reglas que oprimen a los hombres corrientes.

Robaba. Entraba en las tiendas pequeñas y me apoderaba de las mercancías, mientras los comerciantes, acobardados, temían impedírmelo por si se les acusaba de faltar a las reglas de mi invisibilidad. Si hubiera sabido que el Estado les reembolsaba de tales pérdidas, tal vez hubiera sentido menos placer. Pero robaría igual.

Y entraba donde quería. La casa de baños jamás me tentó de nuevo, pero sí otros santuarios. Entraba en los hoteles y recorría los pasillos, abriendo las puertas al azar. La mayoría de las habitaciones estaban vacías. Otras no.

Y como un dios, yo lo observaba todo. Me iba endureciendo. Mi desdén por la sociedad —el crimen principal que me condenó a la invisibilidad— seguía en aumento.

Me quedaba de pie en las calles vacías durante los períodos de lluvia y gritaba a los brillantes edificios que se alzaban a cada lado:

—¿Quién os necesita? ¡Yo no! ¿Quién os necesita para nada?

Me burlaba de ellos, me reía y les insultaba. Era una especie de locura, producida, supongo, por la soledad. Entraba en los teatros —donde los felices comedores de loto permanecían sentados en sus sillas, encantados ante las imágenes tridimensionales— y me ponía a hacer cabriolas por los pasillos. Nadie se atrevía a protestar contra mí. El brillo de la marca en mi frente les aconsejaba que acallaran sus protestas, y eso hacían.

Había malos momentos, buenos momentos, momentos en que me sentía un gigante y caminaba rebosante de desprecio entre los imbéciles visibles. Y momentos de locura…, he de admitirlo. El que ha pasado por la condición de invisibilidad involuntaria a lo largo de varios meses es probable que quede algo desequilibrado.

¿Los he llamado momentos de paranoia? Maniaco-depresivos sería más adecuado. El péndulo seguía su ritmo. Los días en que únicamente sentía desprecio por los idiotas visibles que me rodeaban se equilibraban con los días en que el aislamiento me abrumaba. Entonces recorría las calles interminablemente, hasta más allá de las arcadas resplandecientes, y miraba las aceras, con sus luces de colores brillantes. Ni un mendigo se me acercaba. ¿Sabían ustedes que todavía hay mendigos en nuestro fabuloso siglo? Hasta que me declararon invisible, tampoco yo lo supe. Fue entonces cuando mis largos paseos me llevaron a los barrios pobres, donde todo no era tan brillante y donde los viejos de rostro barbudo y desaseado piden limosna.

Pero nadie me pidió una moneda. Sólo una vez se me acercó un ciego.

—¡Por el amor de Dios! —gimió—. Ayúdeme a comprarme unos ojos nuevos en el banco de ojos.

Eran las primeras palabras que me dirigía un ser humano el muchos meses. Empecé a buscar dinero en los bolsillos, con el propósito de darle todas las unidades que llevara como muestra de gratitud. ¿Por qué no? Podía conseguir muchas más sin otro esfuerzo que el de cogerlas. Antes de que llegara a sacar el dinero, un figura de pesadilla introdujo entre los dos sus muletas. Oí que susurraba una sola palabra: “Invisible”. Y ambos se largaron como dos ratones asustados. Quedé allí en pie, ofreciendo estúpidamente mi dinero.

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