Robert Silverberg - Ver al hombre invisible

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Ni siquiera los mendigos. ¡Malditos los que inventasteis este tormento!

De nuevo fui serenándome. Toda mi arrogancia se desvaneció. Ahora estaba solo. ¿Quién podría acusarme de frialdad? Me había convertido en un hombre blando, patéticamente ansioso de un palabra, una sonrisa, una mano amistosa. Ya llevaba seis meses de invisibilidad.

¡Cómo la odiaba para entonces! Sus placeres eran vacíos, su tormento insoportable. Me preguntaba si lograría sobrevivir los seis meses restantes. Créanme, en aquellas horas negras, la idea del suicidio no me era extraña.

Finalmente, cometí una gran estupidez. En uno de mis interminables paseos, me encontré con otro invisible, quizás el tercero o el cuarto, no más, que había visto en seis meses. Como en los encuentros anteriores, nuestras miradas se cruzaron con temor, sólo un instante. Luego, él bajó la suya hasta el suelo, me cedió el paso y siguió caminando. Era un hombre que no tendría más de cuarenta años, con el pelo oscuro y rizado y un rostro flaco y alargado. Tenía aspecto de erudito, y me pregunté qué habría hecho para merecer tal castigo. Casi me venció el deseo de correr tras él y preguntárselo, saber su nombre, hablar con él y abrazarle.

Cosas todas prohibidas a la humanidad. Nadie tendrá el menor contacto con un invisible, ni siquiera otro invisible. Especialmente otro invisible. La sociedad no siente el menor deseo de fomentar una unión secreta, la camaradería entre sus parias.

Yo lo sabía muy bien.

Sin embargo, me volví y le seguí.

A lo largo de tres manzanas le seguí lentamente, manteniéndome a unos veinte o cincuenta pasos detrás de él. Los robots de seguridad parecían encontrarse en todas partes, con sus antenas listas para detectar cualquier infracción, y yo no me atrevía a hacer nada. Por fin, se metió por una calle lateral, gris y polvorienta, que al menos tenia cinco siglos, y empezó a caminar con el paso típico del invisible, propio del que no va a ninguna parte. Me acerqué a él.

—Por favor —dije en voz muy baja—, nadie nos verá aquí. Podemos hablar. Me llamo…

Giró en redondo, con ojos aterrados. El rostro muy pálido. Me miró atónito por un instante. En seguida, saltó hacia adelante, como para huir, escurriéndose a un lado.

Le bloqueé el paso.

—Espere —dije—. No tenga miedo, por favor.

Intentó pasar, sin embargo. Le puse la mano en el hombro. Luchó por liberarse.

—Sólo una palabra —le rogué.

Ni una. Ni siquiera un “Déjeme en paz” pronunciado con voz ronca. Consiguió esquivarme y corrió calle abajo. Sus pisadas se fueron haciendo cada vez menos sonoras, hasta que llegó a la esquina y dio la vuelta a la misma. Yo seguía mirando hacia allí, vencido por la soledad.

Y el temor, además. Él no había faltado a las reglas de la invisibilidad, pero yo sí. Le había visto. Tal vez eso me supusiera un castigo, la prolongación de mi sentencia de invisibilidad. Miré en torno ansiosamente. No había robots de seguridad a la vista. Ni uno.

Estaba solo.

Volví sobre mis pasos, tratando de tranquilizarme, y seguí por la calle. Gradualmente recuperé el control. Comprendí que había cometido una imperdonable tontería. La estupidez de mi acción me molestó, pero todavía más su aspecto sentimental. Extender la mano con aquel pánico a otro invisible; admitir abiertamente mi soledad, mi necesidad… ¡No! Eso significaba que la sociedad estaba ganando. Y yo no podía soportarlo.

Me hallé de nuevo cerca del jardín de los cactus. Tomé el ascensor, le cogí una ficha al empleado y entré en él. Busqué por unos momentos y encontré al fin un cactus espectacular, muy retorcido, de unos dos metros y medio de altura. Un monstruo espinoso. Lo saqué de su maceta, rompí aquellos miembros angulosos en fragmentos, llenándome las manos de espinas. La gente simulaba no verme. Me saqué las espinas de las palmas y, con las manos ensangrentadas, bajé de nuevo en el ascensor, otra vez aislado, de un modo sublime, en mi invisibilidad.

Pasó el octavo mes, el noveno y el décimo. La ronda de estaciones había efectuado casi su giro completo. La primavera había dado paso a un verano suave, éste a un crudo otoño, y el otoño al invierno con sus nevadas quincenales, todavía permitidas por razones estéticas. El invierno había terminado ya. En los parques, los árboles se llenaban de botones de verdor. Los del control del tiempo programaron las lluvias hasta tres veces diarias.

Mi sentencia se acercaba a su fin.

En los meses finales de invisibilidad, me había hundido en una especie de torpor. A mi mente, entregada a sus propios recursos, ya no le interesaba pensar en las implicaciones de mi situación, de modo que yo vivía día tras día en una niebla confusa. Leía ansiosamente, sin seleccionar. Aristóteles una noche; la Biblia al día siguiente; un folleto de mecánica al otro. No retenía nada. Al volver una página, la anterior se me borraba de la memoria.

Ya no me esforzaba por disfrutar de las pocas ventajas de la invisibilidad, la emoción del voyeur , la impresión fugaz de poder que surge del hecho de cometer cualquier acción con un limitado temor al castigo. Y digo limitado, porque la aprobación del Acta de Invisibilidad no había sido acompañada de un acta contra la naturaleza humana. Pocos hombres dejarían de correr el riesgo de la invisibilidad por proteger a sus esposas o hijos de las molestias de un invisible. Nadie permitiría fríamente que un invisible le sacara los ojos. Nadie toleraría la invasión de su hogar por parte de un invisible. Había modos de evitar tales infracciones sin demostrar reconocer la existencia del invisible, como ya he mencionado.

Sin embargo, muchas cosas estaban a mi alcance. Me negué a probarlas. Dostoievski escribió no sé dónde: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Yo enmendaría sus palabras: Para el hombre invisible, todo está permitido… pero carece de interés.

Pasaron los meses, agotadores.

No contaba los minutos que faltaban para mi liberación. Si he de ser sincero, la verdad es que se me olvidó por completo el día en que terminaba mi condena. Estaba leyendo en mi habitación, pasando las páginas aburrido, cuando sonó el timbre.

No había sonado en todo un año. Casi se me había olvidado el significado de aquel sonido.

Sin embargo, abrí la puerta. Allí estaban los representantes de la ley. Sin pronunciar palabra, rompieron el sello que unía la marca a mi frente. El emblema cayó, haciéndose pedazos.

—Hola, ciudadano—me dijeron entonces.

Asentí con gravedad.

—Hola.

—Es el 11 de mayo de 2105. Su condena ha terminado. Queda incorporado de nuevo a la sociedad. Ya ha pagado su deuda.

—Gracias.

—Venga a tomar una copa con nosotros.

—Preferiría no hacerlo.

—Es la tradición. Venga.

Salí con ellos. Sentía ahora la frente extrañamente desnuda y, al mirarme al espejo, vi que había un punto pálido allí donde estuvo el emblema. Me llevaron a un bar próximo y me invitaron a whisky sintético, puro y fuerte. El camarero me sonrió. Alguien en el taburete inmediato me dio un golpecito en el hombro y me preguntó cuál era mi favorito para las carreras de aviones a reacción del día siguiente. No tenía la menor idea y así se lo dije.

—¿De verdad? Yo apuesto por Kelso. Pagan cuatro a uno, pero tiene una arrancada insuperable.

—Lo siento —dije.

—Lleva ausente algún tiempo—le comentó en voz baja uno de los del gobierno.

El eufemismo era inconfundible. Mi vecino me miró la frente y asintió al ver el punto pálido. Entonces me invitó también a una copa. Acepté, aunque ya sentía los efectos de la primera. Era un ser humano otra vez. Volvía a ser visible.

No me atreví a desairarle. Podrían haberme acusado de nuevo del crimen de frialdad. La quinta ofensa habría significado cinco años de invisibilidad. Había aprendido a ser humilde.

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