Regresar a la visibilidad supuso una transición difícil, naturalmente. Viejos amigos con los que reunirse, conversaciones que quedaron interrumpidas, relaciones que renovar. Había sido un exiliado en mi propia ciudad durante un año, y volver nunca es fácil.
Por supuesto, nadie aludía a mi periodo de invisibilidad. Lo consideraban como una enfermedad que no es correcto mencionar. Hipocresía, pensaba yo. No obstante, la aceptaba. Indudablemente todos trataban de no herir mis sentimientos. ¿Acaso se le dice a un hombre a quien acaban de reemplazarle un estómago canceroso: “Me han dicho que por poco te mueres”? ¿Acaso se le dice al hombre cuyo anciano padre ha sido llevado al servicio de eutanasia: “De todas formas, ya estaba muy viejo e inútil”?
No, claro que no.
De modo que había un espacio en blanco en nuestra experiencia compartida, un vacío, una negrura. Lo que me dejaba muy poco de qué hablar con mis amigos sobre todo porque había perdido por completo el arte de la conversación. El período de reajuste supuso para mi toda una prueba.
Aun así perseveré, pues ya no era la misma persona, altiva y fría, de antes de mi condena. Había aprendido la humildad en la más dura de todas las escuelas.
Por supuesto, de vez en cuando vislumbraba un invisible en las calles. Era imposible evitarlos. Pero, con el adiestramiento tan duro que había tenido, apartaba la vista de ellos, como si la mirada hubiera ido a caer momentáneamente en algo sucio y asqueroso procedente de otro mundo.
Fue al cuarto mes de mi retorno a la visibilidad cuando aprendí la lección definitiva de mi sentencia. Andaba por los alrededores de la Torre de la Ciudad, ya que había recuperado mi antiguo empleo en la sección de documentos del gobierno municipal. Había terminado la jornada de trabajo y caminaba hacia el metro cuando una mano surgió de entre la multitud y me cogió por el brazo.
—Por favor —dijo una voz suave—, espere un minuto. No tenga miedo.
Alcé la vista, asustado. En nuestra ciudad, los desconocidos no acostumbran a abordarle.
Vi el emblema brillante de la invisibilidad en la frente del hombre. Y entonces le reconocí. Era el hombre delgado al que me había dirigido, hacía más de medio año, en aquella calle desierta. Había envejecido. Tenía una mirada salvaje, el pelo salpicado de gris. Entonces quizá estuviera en el principio de su condena. Tal vez ahora estuviera cerca del fin.
Me retenía por el brazo. Yo temblaba. Esto no era una calle desierta. Era la plaza más abarrotada de gente de la ciudad. Me solté de su mano y empecé a dar la vuelta.
—¡No! ¡No se vaya! —gritó—. ¿No tiene piedad de mí? Usted también ha pasado por esto.
Di un paso vacilante. De pronto, recordé que también yo le había gritado, que le había rogado que no me rechazara. Recordé mi abrumadora soledad.
Di otro paso, alejándome de él.
—¡Cobarde! —chilló a mis espaldas—. ¡Hábleme! ¡Le desafío! ¡Hábleme, cobarde!
Era demasiado. Me sentí conmovido. Lágrimas repentinas inundaron mis ojos, me volví a él y le tendí la mano. Le cogí por la muñeca. El contacto pareció electrizarle. Un momento después, le tenía en mis brazos, tratando de aliviar con mi actitud parte de su tristeza.
Los robots de seguridad nos cercaron. A él lo echaron a un lado, a mí me apresaron. Me juzgarán de nuevo, y esta vez no será por un crimen de frialdad, sino por el crimen del afecto. Tal vez me encuentren circunstancias atenuantes y me dejen en libertad, tal vez no.
No me importa. Si me condenan, esta vez llevaré mi invisibilidad como un glorioso escudo de armas.