Ser un dios debía ser parecido a esto.
Rodaron. Él señaló las estrellas y le dijo sus nombres; la mitad estaban equivocados, pero ella no tenía por qué saberlo. Compartió sus sueños con ella. Después hicieron el amor por segunda vez y fue aún mejor.
Él deseaba que lloviera, para poder bailar bajo la lluvia, pero el cielo estaba despejado. En cambio, fueron a nadar y salieron temblando, riendo. Cuando la llevó a casa, la chica tomó su píldora con Chartreuse y él le dijo que la amaba.
Durante varios años se enviaron tarjetas por Navidad.
El octavo mundo de Alfa Centauri B era un gigante gaseoso con un núcleo de poca densidad y una gravedad no mucho más incómoda que la de la tierra. Muller había pasado allí su segunda luna de miel. En parte había sido un viaje de negocios, porque había problemas con los colonizadores del sexto planeta, quienes estaban hablando de instalar un efecto de torbellino que absorbería la mayor parte de la útil atmósfera del octavo mundo para usarla como materia prima.
Las negociaciones de Muller con los nativos fueron bastante fructíferas. Les convenció de que aceptaran un sistema cuotas para sus explotaciones atmosféricas y hasta se ganó sus alabanzas por la pequeña lección de moral interplanetario que les administró. Después, él y Nola fueron invitados por el Gobierno a pasar sus vacaciones en el octavo mundo. A diferencia de Lorayn, a Nola le gustaba viajar. Le acompañaría en muchos de sus viajes.
Llevando trajes botadores, nadaron en un lago de metano helado. Corrieron riendo por costas de amoníaco. Nola era tan alta como él, de piernas fuertes, cabellos rojo oscuro y ojos verdes. Se abrazaron en un cuarto tibio cuyas ventanas colgaban sobre un mar olvidado que se extendía cientos de miles de kilómetros.
— Para siempre — dijo ella.
— Sí. Para siempre.
Antes de que terminara la semana tuvieron una pelea muy dura. Pero era sólo un juego; cuanto más fieramente discutían más apasionada era la reconciliación. Durante un tiempo. Luego ni se molestaban en pelear. Cuando venció la opción matrimonial, ninguno de los dos quiso renovarla. Tiempo después, cuando su fama creció, recibió algunas cartas amistosas de ella. Había intentado verla cuando volvió de Beta Hydri IV a la Tierra. Pensó que Nola le ayudaría. Ella no le volvería la espalda, por los viejos tiempos.
Pero estaba pasando las vacaciones en Vesta, con su séptimo marido. Muller lo supo a través de su quinto marido. Él había sido el tercero. No la llamó. Comprendió que sería inútil.
El cirujano dijo:
— Lo siento mucho, señor Muller. No podemos hacer nada por usted. No quiero que albergue esperanzas vanas. Hemos hecho un gráfico de toda su red de neuronas. No podemos encontrar el punto donde se hizo la alteración. Lo siento muchísimo.
Había tenido nueve años para aguzar su memoria. Había llenado algunos cubos con recuerdos, pero eso había sido durante los primeros años de su exilio, cuando le preocupaba la posibilidad de que su pasado se desvaneciera, perdido en la niebla. Descubrió que los recuerdos se vuelven más vívidos con la edad. O quizá era el adiestramiento. Podía conjurar visiones, sonidos, sabores, olores. Podía reconstruir conversaciones íntegras de forma convincente. Podía citar los textos completos de varios tratados en cuya negociación había intervenido. Podía nombrar a todos los reyes de Inglaterra, desde el primero al último, desde Guillermo I hasta Guillermo VII. Recordaba los nombres de las mujeres cuyos cuerpos habían sido suyos.
Admitió que, si tenía la oportunidad, volvería. Todo lo demás habían sido pretextos y jactancias. Sabía que no se había engañado a sí mismo ni había engañado a Ned Rawlings. El desprecio que sentía por la humanidad era real, pero no deseaba seguir aislado. Esperó ansiosamente el retorno de Rawlings. Mientras aguardaba, bebió varias copas del licor de la ciudad, cazó nerviosamente, abatiendo animales que no podría comer en un año, y mantuvo complejos diálogos consigo mismo. Soñó con la Tierra.
Rawlings corría. Muller, de pie en la zona C, le vio llegar apresuradamente, atravesar la entrada sin aliento, congestionado.
— No debes correr — dijo Muller —, ni siquiera en las zonas más seguras. Nunca se sabe…
Rawlings se dejó caer junto a una especie de bañera de piedra con rebordes, aferrándose a ella y tratando de recuperar el aliento.
— Por favor, deme un trago — dijo, jadeando —. Ese licor suyo…
— ¿Estás bien?
— No.
Muller se acercó a la fuente y llenó un frasco con el fuerte licor. Rawlings no hizo ni un gesto cuando Muller se acercó para darle el frasco. Parecía no darse cuenta de la emanación mental. Ansiosa, torpemente, vació el frasco, dejando que las gotas del brillante líquido chorrearan por su barbilla y su ropa. Luego cerró los ojos un instante.
— Tienes muy mal aspecto — dijo Muller —. Como si te hubieran violado.
— Me violaron.
— ¿Qué sucede?
— Espere. Deje que recupere el aliento. Vine corriendo desde la zona F.
— Tienes suerte de estar vivo. ¿Otra copa?
— No — dijo Rawlings —. Todavía no.
Muller lo observó, perplejo. El cambio era notorio e inquietante y la mera fatiga no daba razón de él.
Rawlings estaba congestionado, con la cara roja e hinchada; sus músculos faciales estaban contraídos, sus ojos se movían al azar, buscado sin encontrar. ¿Borracho? ¿Enfermo? ¿Drogado?
Rawlings guardaba silencio.
Después de un rato Muller dijo, para interrumpir el silencio:
— He pensado mucho en nuestra última conversación. Decidí que me había portado como un idiota. Toda esa misantropía barata que te lancé a la cara. — Muller se arrodilló y trató de mirarle a los ojos —. Mira, Ned, retiro lo dicho. Estoy dispuesto a volver a la Tierra y someterme a un tratamiento. Aun si se trata de una cura experimental; correré el riesgo. Quiero decir que lo peor que puede suceder es que no me cure y…
— No hay tratamiento — dijo Rawlings.
— No hay… tratamiento…
— No lo hay. Ninguno Era una mentira.
— Sí, claro.
— Usted mismo lo dijo — le recordó Rawlings. Usted no creyó una palabra de lo que le dije, ¿recuerda?
— Una mentira.
— Usted no entendía por qué se lo decía, pero dijo que eran tonterías. Usted me dijo que estaba mintiendo. Se preguntaba por qué lo hacia. Yo le mentí Dick.
— Mentiste.
— Pero yo cambié de idea — dijo Muller en voz baja —. Estaba dispuesto a volver a la Tierra.
— No existe cura para su problema — dijo Rawlings.
Se puso de pie, lentamente, y pasó la manó por sus largos cabellos dorados. Arregló sus ropas. Levantó el frasco, fue hasta la fuente Y lo llenó. Al volver, le pasó el frasco a Muller, quien bebió un trago. Rawlings terminó el frasco. Algo pequeño de aspecto voraz pasó corriendo a su lado y se deslizó por el portal que nevaba a la zona D.
— ¿Quieres explicarme esto? — preguntó Muller.
— No somos arqueólogos.
— Continúa.
— Vinimos aquí especialmente para buscarle. No fue un accidente. Siempre supimos que estaba aquí. Lo sabemos desde que partió de la Tierra, hace nueve años.
— Tomé precauciones.
— No sirvieron para nada. Boardman sabía dónde se dirigía e hizo que le espiaran. Lo dejó en paz porque no le servía para nada. Pero cuando le necesitó tuvo que venir a buscarle. Por así decirlo, le tenía en reserva.
— ¿Charles Boardman te envió a buscarme? — preguntó Muller.
— Sí; por eso estamos aquí. Es la única finalidad de la expedición — respondió Rawlings con voz inexpresiva —. Fui elegido para establecer contacto con usted porque conoció a mi padre y podía confiar en mi. Y porque tengo cara de inocente. Boardman estuvo dirigiéndome todo el tiempo, sugiriendo lo que debía decir, controlándome, indicándome hasta los errores que debía cometer para equivocarme correctamente. Me dijo que entrara en la jaula, por ejemplo. Pensó que eso me ayudaría a ganar sus simpatías.
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