Robert Silverberg - Tiempo de cambios

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Tiempo de cambios: краткое содержание, описание и аннотация

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En Borthan, un planeta colonizado cientos de años atrás, la humanidad vive en paz, sin embargo el precio pagado parece demasiado elevado: nada es considerado más obsceno que el compartir los propios sentimientos con otro humano, y se ha prohibido el uso de la palabra “yo”. Kinnall Darival es un hombre que lo tiene todo en la vida para ser feliz. Solo una cosa le perturba: las convenciones sociales le impiden expresar sus sentimientos a la persona amada. Cuando conoce a Scxhweiz, un comerciante de la Tierra, este le ofrece una sustancia mágica capaz de derribar los muros entre las almas de los hombres. El sistema de valores de Darival se trastoca y experimenta cada vez más dudas que le conducirán a ser un proscrito entre los suyos y a provocar el dolor entre aquellos a los que ama.

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—Segvord explicará la situación a tu esposa — dijo el duque.

—Uno no se refería a su esposa. Uno se refería a su hermana vincular. — Hablando de Halum, no podía pasar con facilidad a la áspera gramática que usábamos los que nos habíamos exhibido —. Uno no ha tenido ocasión de despedirse de ella.

El duque comprendió mi angustia, pues había estado dentro de mi alma. Pero no quiso concederme la llamada. Las líneas podían estar intervenidas; no podía arriesgarse a que mi voz saliera de su casa esa noche. Entonces comprendí lo delicado de su propia situación, y no insistí. Podía llamar a Halum al día siguiente, cuando hubiera cruzado el Woyn y estuviera a salvo en Salla.

Pronto llegó la hora de la partida. Mis amigos ya se habían marchado unas horas antes; sólo el duque me acompañó a la salida. Me esperaba su majestuoso terramóvil y un cuerpo de guardaespaldas en energocicletas individuales. El duque me abrazó. Subí al vehículo y me recliné en los almohadones. El conductor oscureció las ventanillas para ocultarme de las miradas, aunque sin interferir mi propia visión. El coche avanzó silencioso, tomó velocidad y se internó en la noche, con los acompañantes, que eran seis, revoloteando alrededor del terramóvil como insectos. Me pareció que habían transcurrido horas, y ni siquiera habíamos llegado a la entrada principal de la finca del duque. Después salimos a la carretera. Yo iba sentado como una estatua de hielo, casi sin pensar en lo que me había sucedido. Nuestra ruta era hacia el norte, e íbamos a tal velocidad que el sol no había salido aún cuando llegamos al límite de la finca del marqués de Woyn, en la frontera entre Manneran y Salla. Se abrió el portón; lo atravesamos velozmente, el camino cruzaba una densa selva donde la luz lunar me permitió ver siniestros brotes parasitarios que se enlazaban de un árbol a otro como peludas sogas. De pronto irrumpimos en un claro y divisé las riberas del río Woyn. El vehículo se detuvo. Alguien de oscura vestimenta me ayudó a bajar, como si yo fuera un anciano tembloroso, y me acompañó por la esponjosa orilla hasta el muelle largo y estrecho, apenas visible en la densa niebla que subía desde el lecho del río. Había una embarcación amarrada; era más bien pequeña, casi un bote. Sin embargo, cruzó a gran velocidad el ancho y turbulento Woyn. Aún no sentía ninguna reacción interior por mi destierro de Manneran. Mi situación era como la de aquel que, participando en un combate, ha perdido la pierna derecha, cortada desde el muslo por una saeta de fuego, y después yace mirando su muñón con calma y sin sentir dolor. Ya llegaría el dolor a su debido tiempo.

Se acercaba la aurora. Podía distinguir la silueta del lado sallano del río. Nos detuvimos en un muelle que sobresalía en una herbosa ribera, evidentemente el desembarcadero particular de algún noble. Entonces sentí alarma por primera vez. Dentro de un momento habría llegado a Salla. ¿Dónde me encontraría? ¿Cómo llegaría a alguna zona habitada? No era un muchacho para detener camiones y rogar que me llevasen. Pero todo esto me lo habían preparado horas antes. Cuando la embarcación tocó el muelle, una figura surgió de la penumbra y me tendió su mano: Noim. Me atrajo y me ciñó en un estrecho abrazo.

—Sé lo que ha pasado — dijo —. Te quedarás conmigo.

En su emoción, abandonó conmigo el uso cortés por primera vez desde nuestra infancia.

60

A mediodía, desde la finca de Noim, en Salla suroeste, llamé por teléfono al duque de Sumar para confirmarle mi llegada sin tropiezos — era él, por supuesto, quien había tomado medidas para que mi hermano vincular me esperara en la frontera — y después hice una llamada a Halum. Segvord le había explicado pocas horas antes las razones de mi desaparición.

—Qué extraña es esa noticia — dijo ella —. Nunca me has hablado de la droga. Sin embargo, era muy importante para ti, ya que lo arriesgaste todo para usarla. ¿Cómo has podido ocultársela a tu hermana vincular si cumplía un papel tan grande en tu vida?

Contesté que no me había atrevido a revelarle mi obsesión con la droga por temor de verme tentado a ofrecérsela.

—Entonces — dijo Halum —, ¿abrirte a tu hermana vincular es un pecado tan terrible?

61

Noim me trató con toda cortesía, indicando que podía quedarme en su casa tanto como quisiera: semanas, meses, hasta años. Era presumible que mis amigos de Manneran terminaran logrando liberar parte de mis bienes, y yo compraría tierras en Salla e iniciaría la vida de un señor rural; o quizá Segvord, el duque de Sumar y otros hombres influyentes consiguieran anular mi procesamiento, de modo que yo pudiese volver a la provincia sureña. Hasta entonces, me dijo Noim, su hogar era mío. Pero yo detecté una sutil frialdad en su trato, como si la hospitalidad sólo me fuera ofrecida por respeto hacia nuestro vínculo. Sólo al cabo de algunos días salió a la superficie el origen de este distanciamiento. Una noche, tarde, después de cenar en la gran sala de banquetes, hablábamos de nuestros días de infancia — nuestro principal tema de conversación, mucho menos peligroso que cualquier referencia a hechos recientes —, cuando Noim dijo súbitamente:

—¿Alguna vez esa droga tuya le ha causado pesadillas a alguien?

—Uno no ha oído hablar de tales casos, Noim.

—Aquí tienes a uno, entonces. Uno que se despertó empapado en frío sudor noche tras noche durante semanas, después de compartir la droga en Manneran. Uno creyó que perdería la cabeza.

—¿Qué clase de sueños? — pregunté.

—Cosas horribles. Monstruos. Dientes. Garras. Una sensación de no saber quién es uno. Trozos de la mente de otros flotando a través de la de uno. — Bebió su vino de un trago —. ¿Buscas placer en esa droga, Kinnall?

—Conocimiento.

—¿Conocimiento de qué?

—Conocimiento de uno mismo y conocimiento de los demás.

—Uno prefiere la ignorancia, entonces. — Se estremeció —. Kinnall, tú sabes que uno nunca ha sido una persona especialmente reverente. Uno blasfemaba, uno sacaba la lengua a los drenadores, uno se reía de lo que contaban acerca de los dioses, ¿eh? Con esa sustancia casi le has convertido a uno en un hombre de fe. El terror de abrir la mente de uno…, de saber que uno no tiene defensas, que tú puedes introducirte directamente en el alma de uno y lo estás haciendo… es imposible de soportar.

—Imposible para ti — dije —. Otros lo anhelan.

—Uno se inclina por el Pacto — repuso Noim —. El fuero íntimo es sagrado. El alma de uno le pertenece a uno. El placer de exhibirla es un placer sucio.

—No exhibirla. Compartirla.

—¿Suena mejor así? Muy bien: el placer de compartirla es un placer sucio, Kinnall. Aun cuando seamos hermanos vinculares. La última vez que uno estuvo contigo volvió con la sensación de haber sido mancillado. Con arena y astillas en el alma. ¿Eso es lo que quieres para todos? ¿Hacernos sentir a todos sucios de culpabilidad?

—No tiene por qué haber culpabilidad, Noim. Uno da, uno recibe, uno sale mejor de lo que era…

—Más sucio.

—Mejorado. Engrandecido. Más compasivo. Habla con otros que la hayan probado — dije.

—Por supuesto. A medida que salgan corriendo de Manneran, refugiados, desterrados, uno les interrogará sobre la belleza y la maravilla de exhibir el yo. Perdón: de compartirlo.

Vi el tormento en los ojos de Noim. Todavía quería amarme, pero la droga sumarana le había mostrado cosas — sobre él mismo, quizá sobre mí — que le hacían odiar al que le había dado la droga. Noim era una de esas personas para quien las paredes son necesarias; yo no me había dado cuenta de eso. ¿Qué había hecho para convertir a mi hermano vincular en mi enemigo? Tal vez si pudiéramos tomar la droga por segunda vez yo podría aclararle más las cosas…, pero no, de eso no había esperanzas. La sinceridad asustaba a Noim. Yo había transformado a mi blasfemo hermano vincular en un hombre del Pacto. Ya nada podía decirle.

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