En el equipaje me traía un fajo de cartas de Manneran: mensajes del duque, de Segvord, de mis hijos Noim, Stirron y Kinnall, de mis hijas Halum y Loimel, del archivero Mihan y de varios otros. Los que escribían lo hacían en un estilo tenso, poco natural. Eran las cartas que uno podía escribir a un muerto si se sintiera culpable por haberle sobrevivido. No obstante, me hacía bien oír estas palabras que venían de mi vida anterior. Lamenté no encontrar una carta de Schweiz; Halum me dijo que no había sabido nada de él desde antes de mi procesamiento y creía muy posible que hubiera abandonado nuestro planeta. Tampoco había noticia alguna de mi mujer.
—¿Loimel está demasiado ocupada para escribir una o dos líneas? — pregunté, y Halum, mostrando su turbación, dijo con suavidad que Loimel ya nunca hablaba de mí.
—Parece haber olvidado que estuvo casada — dijo.
Halum me había traído también abundantes regalos que me enviaban mis amigos desde el otro lado del Woyn. Eran de una opulencia asombrosa: enormes racimos de metales preciosos, complicadas cadenas de joyas poco comunes. «Pruebas de amor», dijo Halum, pero no me dejé engañar. Con ese montón de tesoros uno podía comprar grandes propiedades. Los que me amaban no querían humillarme transfiriendo efectivo a mi cuenta en Salla, pero podían obsequiarme espléndidamente a la manera amistosa común, dejándome en libertad para disponer de ellos según mis necesidades.
—Este desarraigo, ¿ha sido muy triste para ti? — preguntó Halum —. Esta súbita marcha al exilio.
—El exilio no le es desconocido a uno — le contesté —. Y uno todavía tiene amor vincular y camaradería en Noim.
—Sabiendo que te costaría lo que te costó — continuó Halum —, ¿volverías a jugar otra vez con la droga si pudieras hacer retroceder el tiempo un año?
—Sin duda alguna.
—¿Valió la pérdida de hogar, familia y amigos?
—Valdría la pérdida de la vida misma — repliqué —, si uno pudiera estar seguro de que todo Velada Borthan llegaría a probar la droga.
Esa respuesta pareció asustarla: se apartó, se llevó las puntas de los dedos a los labios, acaso percibiendo por primera vez la intensidad de la locura de su hermano vincular. Al pronunciar estas palabras yo no estaba profiriendo una mera exageración retórica, y algo de mi convicción debió llegar a Halum. Vio que yo creía, y al advertir la hondura de mi compromiso, temió por mí.
Noim pasó muchos de los días subsiguientes lejos de sus tierras, viajando a Ciudad de Salla por algún asunto familiar y a la Llanura de Nand para inspeccionar una propiedad que pensaba comprar. En su ausencia yo era amo de la finca, ya que los criados, pensaran lo que pudiesen pensar sobre mi vida privada, no se atrevían a cuestionar mi autoridad abiertamente. Cada día iba a dirigir a los trabajadores en los campos de Noim, y Halum me acompañaba. En realidad, poco era lo que tenía que dirigir, ya que estábamos a mitad de temporada entre la siembra y la cosecha, y los cereales se cuidaban solos. Íbamos sobre todo por placer, deteniéndonos aquí a nadar, allí a merendar en la linde del bosque. Le mostré los corrales de truenos blindados, que no le gustaron, y la llevé a ver los animales de los campos de pastoreo, más mansos, que se acercaban y la tocaban amistosamente con el hocico.
Cada día estos largos paseos nos daban a los dos horas para hablar. No había pasado tanto tiempo con Halum desde la infancia, y llegamos a intimar maravillosamente. Al principio éramos cautelosos uno con otro, pues no deseábamos llegar demasiado a fondo con nuestras preguntas, pero pronto hablamos como se debe hablar entre parientes vinculares. Le pregunté por qué no se había casado, y ella me contestó simplemente:
—Nunca encontré un hombre adecuado.
¿Lamentaba haberse quedado sin marido ni hijos? Dijo que no, que no lamentaba nada, ya que su vida había sido tranquila y plena; sin embargo, en su tono hubo melancolía. No podía insistirle más. Por su parte, me interrogó acerca de la droga sumarana, tratando de averiguar qué méritos tenía para haberme llevado a correr semejantes riesgos. Me divirtió su modo de plantear las preguntas: trataba de parecer sincera, comprensiva y objetiva, pero no podía ocultar su horror por lo que yo había hecho. Era como si su hermano vincular hubiera enloquecido y matado a veinte personas en un mercado, y ahora ella quisiera desvelar, con un interrogatorio paciente y afable, cuál era la base filosófica que le había llevado a cometer un asesinato en masa. Yo también procuré mantener un tono discreto y desapasionado, para no endurecerla con mi intensidad como lo había hecho en aquella primera conversación. Evité todo proselitismo, y con toda la calma y sobriedad que pude, le expliqué los efectos de la droga, los beneficios que yo obtenía de ella, y mis razones para rechazar el pétreo aislamiento del yo que nos impone el Pacto. No tardó en producirse una curiosa metamorfosis, tanto en su actitud como en la mía. Ella pasó a ser menos la dama de alto linaje que, con bien intencionado afecto, se esfuerza por entender al criminal, y más la discípula que procura entender los misterios revelados por un maestro iniciado. Yo fui menos el cronista descriptivo y más el profeta de una nueva religión. Me dejé llevar por el lirismo, hablé del éxtasis de la comunión de las almas; le hablé de la extraña maravilla de las primeras sensaciones, cuando uno empieza a abrirse, y del ardiente momento de unión con otra conciencia humana; describí la experiencia como algo mucho más íntimo que cualquier encuentro de almas que pudiera darse con un pariente vincular o con cualquier visita a un drenador. Nuestras conversaciones se transformaron en monólogos. Me perdí en éxtasis verbales, y al descender a veces de esos éxtasis veía a Halum eternamente joven, el pelo plateado y los labios abiertos en total fascinación. El desenlace era inevitable. Una tarde abrasadora, mientras caminábamos lentamente por los senderos de un campo de cereal que le llegaba al pecho, Halum dijo sin previo aviso:
—Si dispones aquí de la droga, ¿puede compartirla contigo tu hermana vincular?
La había convertido.
Esa noche disolví un poco del polvo en dos vasos de vino. Halum se mostró indecisa cuando le ofrecí uno, y su indecisión repercutió en mí, de modo que vacilé en seguir con nuestro plan; pero entonces ella me lanzó una mágica sonrisa de ternura y vació su vaso.
—No tiene sabor — dijo mientras yo bebía.
Nos quedamos sentados, conversando en la sala de trofeos de Noim, engalanada con lanzas de aves-punzón y adornada con pieles de truenos blindados, y cuando la droga empezó a hacer efecto Halum se echó a temblar; yo retiré de la pared una gruesa piel negra, le cubrí con ella los hombros y la estreché contra mí hasta que se le pasó el escalofrío.
¿Saldría bien aquello? Pese a toda mi propaganda, estaba asustado. En la vida de cada hombre hay siempre un impulso para hacer algo, un algo que le aguijonea en el centro del alma mientras no lo hace; sin embargo, cuando está a punto de hacerlo siente miedo, ya que tal vez colmar esa obsesión le cause más dolor que placer. Lo mismo me ocurría a mí con Halum y la droga sumarana. Pero al hacer efecto la droga mi temor menguó. Halum sonreía. Halum sonreía.
El muro que separaba nuestras almas se transformó en una membrana a través de la cual podíamos deslizarnos voluntariamente. Halum fue la primera en atravesarla. Yo me contuve, paralizado por los escrúpulos, pensando aun entonces que si entraba en la mente de mi hermana vincular sería como forzar su virginidad, y sería además una violación del mandamiento que prohíbe las intimidades corporales entre parientes vinculares. Por eso, durante algunos momentos después de caídas las barreras, quedé suspendido en esa absurda trampa de contradicciones, demasiado inhibido para practicar mi propio credo; mientras tanto Halum, comprendiendo al fin que nada se lo impedía, se introdujo en mi espíritu sin vacilar. Mi reacción instantánea fue tratar de protegerme: no quería que descubriera esto, eso, ni aquello, y especialmente que se enterara de mi deseo físico hacia ella. Pero tras un momento de avergonzada agitación, dejé de ocultar mi alma con hojas de parra, y fui al encuentro de Halum, permitiendo que empezara la verdadera comunión, el inextricable entrelazamiento de yoes.
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