Robert Silverberg - Tiempo de cambios

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En Borthan, un planeta colonizado cientos de años atrás, la humanidad vive en paz, sin embargo el precio pagado parece demasiado elevado: nada es considerado más obsceno que el compartir los propios sentimientos con otro humano, y se ha prohibido el uso de la palabra “yo”. Kinnall Darival es un hombre que lo tiene todo en la vida para ser feliz. Solo una cosa le perturba: las convenciones sociales le impiden expresar sus sentimientos a la persona amada. Cuando conoce a Scxhweiz, un comerciante de la Tierra, este le ofrece una sustancia mágica capaz de derribar los muros entre las almas de los hombres. El sistema de valores de Darival se trastoca y experimenta cada vez más dudas que le conducirán a ser un proscrito entre los suyos y a provocar el dolor entre aquellos a los que ama.

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Tras un rato de silencio dijo:

—Uno tiene que pedirte algo, Kinnall.

—Lo que quieras.

—Uno vacila en poner límites a un huésped. Pero si has traído contigo algo de esa droga desde Manneran, Kinnall, si la tienes oculta en tus habitaciones… deshazte de ella, ¿entiendes? No debe estar en esta casa. Deshazte de ella, Kinnall.

Jamás en mi vida había mentido a mi hermano vincular. Jamás.

Mientras el estuche enjoyado que el duque de Sumar me había dado ardía contra mi pecho, dije solemnemente a Noim:

—Nada tienes que temer a ese respecto.

62

Algunos días más tarde, la noticia de mi deshonra se hizo pública en Manneran, y rápidamente llegó a Salla. Noim me mostró los informes. Yo era descrito como principal asesor del Gran Juez del Puerto, y abiertamente clasificado como un hombre de la mayor autoridad en Manneran que, por añadidura, tenía lazos de sangre con los primeros septarcas de Salla y Glin… y, sin embargo, pese a estas dotes y dignidades, me había apartado del Pacto para caer en una ilegal autoexhibición. Yo había violado no simplemente el decoro y la etiqueta, sino también las leyes de Manneran, haciendo uso de cierta droga proscrita, procedente de Sumara Borthan, que disuelve las barreras divinas que separan a un alma de otra. Se decía que abusando de mi alto cargo había logrado hacer un viaje secreto al continente sur (¡pobre capitán Khrisch! ¿Habría sido arrestado también?), del que había regresado con gran cantidad de la droga, cuyo uso había impuesto diabólicamente a una mujer plebeya a quien mantenía; también había hecho circular esa detestable sustancia entre ciertos miembros prominentes de la nobleza, cuyos nombres no eran revelados debido a su cabal arrepentimiento. La víspera de mi arresto, yo había escapado de Salla, y mejor para mí: si intentaba regresar a Manneran sería inmediatamente detenido. Mientras tanto, sería juzgado in absentia, y según el Sumo Magistrado poca duda podía caber en cuanto al veredicto. A modo de compensación al estado por el gran perjuicio que yo había causado al edificio de la estabilidad social, se me obligaría a entregar todas mis tierras y propiedades, con la única excepción de una parte que se reservaría para la manutención de mi esposa e hijos, inocentes. (Entonces Segvord Halalam había logrado al menos eso.) Para impedir que mis amigos de la nobleza me transfirieran mis bienes a Salla antes del juicio, todo lo que yo poseía había sido ya confiscado antes del decreto de culpabilidad del Sumo Magistrado. Así hablaba la ley. ¡Ay de los que se convirtiesen en monstruos exhibicionistas!

63

No mantuve en secreto mi paradero en Salla, ya que ahora no tenía motivo para temer los celos de mi real hermano. Cuando era un muchacho recién instalado en el trono, Stirron podía haber llegado a eliminarme como rival en potencia, pero no el Stirron que gobernaba desde hacía más de diecisiete años. Ya era una institución en Salla, bien querido y parte integrante de la existencia de cada uno, mientras que yo era un extraño, apenas recordado por la gente mayor y desconocido para los más jóvenes, que hablaba con acento mannerangués y había sido públicamente marcado con la vergüenza de la autoexhibición. Aunque quisiera derrocar a Stirron, ¿dónde podría encontrar seguidores?

A decir verdad, anhelaba ver a mi hermano. En tiempos de borrasca, uno se vuelve hacia sus primeros camaradas; y con Noim alejado de mí y Halum al otro lado del Woyn, sólo me quedaba Stirron. Nunca le había guardado rencor por haberme obligado a huir de Salla, pues sabía que si hubiera tenido su edad, y él la mía, le habría hecho escapar de igual manera. Si nuestra relación se había vuelto fría desde mi fuga, esta frialdad era obra suya, pues nacía de su conciencia culpable. Ahora habían pasado algunos años desde mi última visita a Ciudad de Salla: tal vez mis adversidades le abriesen el corazón. Escribí a Stirron una carta desde la casa de Noim, implorándole formalmente asilo en mi país. Bajo la ley sallana, tenían que acogerme, pues era súbdito de Stirron y no había cometido ningún delito en suelo sallano: sin embargo, me pareció mejor preguntar. Admití que las acusaciones planteadas contra mí por el Sumo Magistrado de Manneran eran fundadas, pero ofrecí a Stirron una justificación concisa y (creo) elocuente de mi desviación del Pacto. Concluía la carta con expresiones de mi constante amor hacia él, y con algunas reminiscencias de los tiempos felices que habíamos vivido antes de que recayeran sobre él las cargas de la septarquía.

Esperaba que Stirron, en respuesta, me invitara a visitarlo en la capital, para así poder oír de mis propios labios una explicación de las extrañas cosas que yo había hecho en Manneran. Seguramente se imponía una reunión fraterna. Pero no llegó ninguna citación desde Ciudad de Salla. Cada vez que tintineaba el teléfono me precipitaba a él, pensando que podía ser Stirron quien llamaba. No llamó. Transcurrieron varias semanas de tensión y tristeza; yo cazaba, nadaba, leía, procuraba redactar mi nuevo Pacto de amor. Noim seguía distante. Su única experiencia de comunión espiritual le había causado una turbación tan profunda que apenas se atrevía a mirarme a los ojos, porque yo conocía ahora toda su intimidad y eso había pasado a ser una culpa que nos separaba.

Por fin llegó un sobre con el imponente sello del septarca. Contenía una carta firmada por Stirron, pero ruego porque haya sido algún férreo ministro, y no mi hermano, quien compuso aquel duro mensaje. En menos líneas que dedos tengo, el septarca me decía que el asilo pedido por mí en la provincia de Salla era otorgado, pero sólo a condición de que yo abjurara de los vicios que había aprendido en el sur. Si una sola vez era sorprendido difundiendo en Salla el uso de drogas autoexhibidoras, sería detenido y llevado al exilio. Eso era todo lo que mi hermano tenía que decirme. Ni una sílaba de bondad. Ni una pizca de simpatía. Ni un átomo de afecto.

64

En pleno verano, Halum fue inesperadamente a visitarnos. El día de su llegada yo había salido a cabalgar por las tierras de Noim, siguiendo el rastro de un trueno blindado macho que había escapado de su corral. Una maldita vanidad había llevado a Noim a adquirir una camada de esos sangrientos mamíferos de valiosa piel, aunque no son nativos de Salla y no prosperan mucho allí: tenía veinte o treinta — todo garras y dientes y coléricos ojos amarillos —, y esperaba que se reprodujesen y se convirtiesen en una provechosa manada. Perseguí al macho fugitivo por bosques y llanuras, toda la mañana y el mediodía, odiándolo más a cada hora que pasaba, pues dejaba como rastro los cuerpos mutilados de inofensivos animales de pastoreo. Estos truenos blindados matan por el puro placer de matar, y arrancan a sus víctimas apenas uno o dos bocados de carne y abandonan el resto a los animales y aves de rapiña. Finalmente lo arrinconé en un oscuro cañón sin salida. «Atóntalo y tráelo intacto», me había aconsejado Noim, consciente del valor del animal; pero, al verse atrapado, éste arremetió contra mí con tal ferocidad que le disparé todo el rayo y lo maté de buena gana. Por Noim, me tomé el trabajo de quitarle la valiosa piel. Después, cansado y deprimido, cabalgué de vuelta a la mansión sin detenerme. En el exterior se hallaba estacionado un extraño terramóvil, y junto a él estaba Halum.

—Ya conoces los veranos de Manneran — explicó —. Una planeaba ir a la isla, como de costumbre, pero después una pensó que sería bueno tomarse unas vacaciones en Salla, con Noim y Kinnall.

Halum ya había entrado en su trigésimo año. Nuestras mujeres se casan entre los catorce y los dieciséis, han dejado de parir hijos hacia los veintidós o veinticuatro, y a los treinta han empezado a deslizarse en la madurez, pero el tiempo había dejado intacta a Halum. No habiendo conocido las tempestades del matrimonio y los dolores de la maternidad, no habiendo gastado sus energías en los forcejeos de la cama conyugal o en las laceraciones del parto, tenía el cuerpo flexible y elástico de una muchacha: ninguna protuberancia carnosa, ningún pliegue colgante, ninguna vena reventada, ningún engrosamiento de la figura. Había cambiado en su solo aspecto: en los últimos años su pelo oscuro se había vuelto plateado. Sin embargo, esto no hacía más que realzar su aspecto; su pelo resplandecía con un brillo deslumbrante, y ofrecía un agradable contraste con el tostado profundo de su rostro juvenil.

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