Robert Silverberg - Tiempo de cambios

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Tiempo de cambios: краткое содержание, описание и аннотация

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En Borthan, un planeta colonizado cientos de años atrás, la humanidad vive en paz, sin embargo el precio pagado parece demasiado elevado: nada es considerado más obsceno que el compartir los propios sentimientos con otro humano, y se ha prohibido el uso de la palabra “yo”. Kinnall Darival es un hombre que lo tiene todo en la vida para ser feliz. Solo una cosa le perturba: las convenciones sociales le impiden expresar sus sentimientos a la persona amada. Cuando conoce a Scxhweiz, un comerciante de la Tierra, este le ofrece una sustancia mágica capaz de derribar los muros entre las almas de los hombres. El sistema de valores de Darival se trastoca y experimenta cada vez más dudas que le conducirán a ser un proscrito entre los suyos y a provocar el dolor entre aquellos a los que ama.

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—¿Por decisión de quién? — pregunté.

—Nuestra no — replicó el duque.

Explicó que ese día se había intentado en Manneran algo parecido a un golpe de estado, que todavía podía triunfar: una rebelión de burócratas menores contra sus amos. La causa, dijo, era que yo había admitido ante el drenador Jidd mi uso de la droga sumarana. (Hubo caras ensombrecidas en toda la habitación. La deducción tácita era que yo había sido un tonto al confiar en un drenador, y ahora debía pagar el precio de mi estupidez. No había sido tan sofisticado como aquellos hombres). Jidd, al parecer, se había aliado con una secta de funcionarios menores desafectos, ávidos de que llegara su turno en el poder. Dado que era drenador para casi todos los hombres importantes de Manneran, se hallaba en una posición extraordinariamente buena para ayudar a los ambiciosos traicionando los secretos de los poderosos. Aún no se sabía por qué Jidd había decidido contravenir así sus juramentos. El duque de Sumar sospechaba que, en Jidd, la familiaridad había engendrado desprecio, y que después de escuchar durante años las melancólicas efusiones de sus poderosos clientes, había llegado a detestarlos: exasperado por sus confesiones, disfrutaba colaborando en su destrucción. (Esto me dio un nuevo panorama de cómo podía ser el alma de un drenador.) Por lo tanto, hacía ya unos meses que Jidd venía entregando información útil a subordinados rapaces, quienes habían amenazado con esa información a sus amos, a veces con considerable eficacia. Al admitir ante él mi uso de droga me había hecho vulnerable, y Jidd me había vendido a cierta gente de la Magistratura que deseaba desplazarme del cargo.

—¡Pero eso es absurdo! — exclamé —. ¡La única prueba que hay contra mí está protegida por la santidad del sagrario! ¿Cómo puede Jidd presentar una querella contra mí basada en lo que he drenado? ¡Le acusaré de violar el contrato!

—Hay otro testimonio — dijo con tristeza el marqués de Woyn.

—¿Otro?

—Usando lo que oyó de tus propios labios — continuó el marqués —, Jidd pudo guiar a tus enemigos hacia canales de investigación. Han descubierto a una mujer que vive en las casuchas situadas detrás de la Capilla de Piedra, y esa mujer admitió ante ellos que tú le diste una bebida extraña que le abrió la mente para ti…

—Bestias.

—Además — agregó el duque de Sumar —, han podido asociar contigo a varios de nosotros. No a todos, sí a varios. Esta mañana, los propios subordinados nos han presentado a varios de nosotros exigencias de — renunciar a los respectivos cargos o ser descubiertos. Hemos afrontado estas amenazas con firmeza, y sus autores están ahora detenidos, pero quién sabe cuántos aliados tienen en puestos elevados. Es posible que para la próxima salida de la luna todos hayamos sido derrocados, y otros detenten nuestro poder. Pero lo dudo, pues, por cuanto podemos determinar, la única prueba sólida hasta ahora es la confesión de esa mujerzuela, que sólo te ha implicado a ti Kinnall. Las acusaciones hechas por Jidd serán, naturalmente inadmisibles, aunque puedan perjudicarnos de algún modo.

—Podemos destruir la credibilidad de esa mujer — dije —. Afirmaré que no la conozco. Diré…

—Demasiado tarde — intervino el Procurador General —. Su testimonio está registrado. He recibido una copia del Sumo Magistrado. Será legalizado. Estás irremediablemente implicado.

—¿Qué pasará? — pregunté.

—Aplastaremos las ambiciones de los chantajistas — dijo el duque de Sumar — y los arrojaremos a la pobreza. Arruinaremos el prestigio de Jidd y le expulsaremos de la Capilla de Piedra. Negaremos todas las acusaciones de exhibicionismo que puedan ser usadas contra nosotros. Pero tú debes salir de Manneran.

—¿Por qué? — Miré al duque, perplejo —. No carezco de influencia. Si vosotros podéis resistir las acusaciones, ¿por qué no yo?

—Tu culpabilidad está asentada — explicó el duque de Mannerangu Smor —. Si huyes, se puede sostener que sólo tú, y esa muchacha a quien corrompiste, estabais involucrados, y que lo demás fue urdido por seres inferiores, ambiciosos, que pretenden derrocar a sus amos. Si te quedas e intentas defender un caso perdido, terminarás por arrastrarnos a todos en tu caída, a medida que se desarrolle el interrogatorio.

Todo estaba claro para mí ahora.

Yo era peligroso para ellos. Podía ser doblegado en el tribunal, y su culpabilidad quedaría así en descubierto. Hasta ese momento yo era el único acusado, y el único vulnerable a los procesos de la justicia manneranguesa. Ellos no eran vulnerables sino a través de mí, y si me marchaba no habría modo de alcanzarlos. La seguridad de la mayoría exigía mi partida. Además: mi ingenua fe en el sagrario, que me había llevado a confesarme temerariamente ante Jidd, había provocado esta tempestad, que de lo contrario se podría haber evitado. Yo había causado todo aquello; era yo quien debía irse.

—Te quedarás con nosotros — dijo el duque de Sumar — hasta las horas oscuras de la noche, y entonces mi terramóvil particular, escoltado por guardaespaldas como si fuera yo quien viaja, te llevará a la finca del marqués de Wyon. Allí te estará esperando una embarcación fluvial. Al amanecer estarás al otro lado del Wyon y en Salla, tu tierra natal; que los dioses viajen contigo.

59

Otra vez refugiado. En un sólo día, todo el poder que había acumulado en quince años en Manneran quedaba perdido. Ni mi elevada cuna ni mis elevados contactos podían salvarme: aunque tuviera lazos de matrimonio o de amor o de política con la mitad de los amos de Manneran, nada podían hacer para ayudarme. Por lo que he dicho, podría parecer que me empujaron al exilio para salvar su propio pellejo, pero no fue así. Mi partida era necesaria, y les apenó tanto como a mí.

No tenía conmigo más que las ropas que llevaba puestas. Debía abandonar en Manneran mi vestuario, mis armas, mis ornamentos, mi riqueza misma. Cuando, siendo un joven príncipe, huí de Salla a Glin, había tenido la prudencia de transferir fondos por adelantado, pero ahora no podía disponer de nada. Mis bienes serían incautados; mis hijos quedarían en la indigencia. No había habido tiempo para preparativos.

Aquí, por fin, mis amigos me fueron útiles. El Procurador General, que era casi de mi estatura, había traído varias mudas de hermosas vestimentas. El Comisionado de Hacienda había obtenido para mí una buena fortuna en moneda sallana. El duque de Mannerangu Smor se quitó dos anillos y un colgante que llevaba puestos, para que yo no fuera a mi provincia natal sin adornos. El marqués de Woyn me hizo aceptar un puñal ceremonial y su vara calorífera, con valiosas joyas incrustadas en la empuñadura. Mihan prometió hablar con Segvord Helalam y contarle los detalles de mi ruina; creía que Segvord sería compasivo y protegería a mis hijos con toda su influencia, evitando además que el procesamiento de su padre les salpicara.

Por último, el duque de Sumar fue a verme a altas horas de la noche, cuando yo, solo y amargado, tomaba la cena, para lo que no había tenido tiempo antes, y me entregó una preciosa cajita de oro brillante, de las que pueden usarse para llevar medicinas.

—Ábrelo con cuidado — me dijo.

Así lo hice, y comprobé que rebosaba de polvo blanco. Asombrado, le pregunté dónde había obtenido aquello; contestó que, recientemente y en secreto, había enviado agentes a Sumara Borthan, y esos agentes habían vuelto con una pequeña provisión de droga. Afirmó tener más, pero creo que me dio todo lo que tenía.

—Partirás dentro de una hora — dijo el duque para detener mi efusión de gratitud.

Pedí que se me permitiera hacer antes una llamada.

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