Robert Silverberg - Tiempo de cambios

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Tiempo de cambios: краткое содержание, описание и аннотация

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En Borthan, un planeta colonizado cientos de años atrás, la humanidad vive en paz, sin embargo el precio pagado parece demasiado elevado: nada es considerado más obsceno que el compartir los propios sentimientos con otro humano, y se ha prohibido el uso de la palabra “yo”. Kinnall Darival es un hombre que lo tiene todo en la vida para ser feliz. Solo una cosa le perturba: las convenciones sociales le impiden expresar sus sentimientos a la persona amada. Cuando conoce a Scxhweiz, un comerciante de la Tierra, este le ofrece una sustancia mágica capaz de derribar los muros entre las almas de los hombres. El sistema de valores de Darival se trastoca y experimenta cada vez más dudas que le conducirán a ser un proscrito entre los suyos y a provocar el dolor entre aquellos a los que ama.

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No ocurrió lo mismo con Noim. Se le notaba agotado y frío. Apenas podía levantar los ojos hasta los míos. Tan frígido era su talante que no me atreví a intervenir; permanecí en silencio, aguardando a que se recobrara. Por fin dijo:

—¿Ya terminó todo?

—Sí.

—Prométeme una cosa, Kinnall. ¿Lo prometerás?

—Di qué es, Noim.

—¡Que nunca harás esto con Halum! ¿Lo prometes? ¿Lo prometes, Kinnall? Nunca. Nunca. Nunca.

54

Varios días después de la partida de Noim, no sé qué impulso culpable me llevó a la Capilla de Piedra. Para matar el tiempo hasta que Jidd pudiera recibirme, recorrí los pasillos y recovecos del oscuro edificio, deteniéndome ante altares, inclinándome humildemente ante semiciegos eruditos del Pacto que discutían en un patio, rechazando ambiciosos drenadores menores que, al reconocerme, me ofrecían sus servicios. Por todos lados me rodeaban las cosas de los dioses, y no conseguí detectar la divina presencia. Quizá Schweiz hubiera encontrado la divinidad a través de las almas de otros hombres, pero yo, al entregarme a la exhibición, había perdido de algún modo esa otra fe, y no me importaba. Sabía que tarde o temprano hallaría el camino de vuelta a la gracia a través de este nuevo tributo de amor y confianza que esperaba ofrecer. Por eso merodeé en el sagrario de los sagrarios como un simple turista.

Me presenté ante Jidd. No había tenido ningún drenaje desde inmediatamente después de la primera vez que Schweiz me dio la droga sumarana. Así lo hizo notar el hombrecito de nariz ganchuda cuando me entregó el contrato. Presiones de la Magistratura, expliqué, y Jidd meneó la cabeza emitiendo un sonido reprobatorio.

—Debes de estar lleno a rebosar — dijo.

No le respondí: me acomodé ante su espejo para mirar fijamente el rostro enjuto y poco familiar que lo habitaba. Me preguntó qué dios quería, y le contesté que el dios de los inocentes. Entonces me lanzó una mirada extraña. Se encendieron las luces sagradas. Con palabras suaves, Jidd me condujo al semitrance de la confesión. ¿Qué podía decir yo? ¿Que ignorando mi juramento había seguido usando la pócima de la exhibición con todo aquel que la aceptara de mí? Quedé en silencio. Jidd me aguijoneó. Hizo algo que, por cuanto yo sabía, nunca había hecho antes un drenador: habló de un drenaje previo, pidiéndome que volviese a hablar de la droga cuyo uso había admitido antes. ¿Había vuelto a usarla? Acerqué la cara al espejo, nublándolo con mi aliento. Sí. Sí. Uno es un miserable pecador y ha sido débil una vez más. Entonces Jidd me preguntó cómo había obtenido esa droga, y yo respondí que la primera vez la había tomado en compañía de uno que la había comprado a un hombre que había estado en Sumara Borthan. Sí, dijo Jidd; y ¿cómo se llamaba ese compañero? Fue una torpeza: inmediatamente me puse en guardia. Me parecía que la pregunta de Jidd iba mucho más allá de las necesidades de un drenaje, y por cierto que no podía tener nada que ver con mi propia situación en ese momento. Por lo tanto me negué a darle el nombre de Schweiz, lo cual impulsó al drenador a preguntarme, con cierta aspereza, si temía que él fuese a transgredir el secreto del ritual.

¿Lo temía? En algunas ocasiones había ocultado cosas a un drenador por vergüenza, pero nunca porque temiera una traición. Yo era ingenuo, y tenía fe en la ética del sagrario. Sólo entonces, repentinamente suspicaz, con esa sospecha que el mismo Jidd había sembrado, desconfié de él y de toda su tribu. ¿Por qué quería saber? ¿Qué información buscaba? ¿Qué podía ganar él, o yo, con revelarle dónde obtenía la droga? Tensamente respondí:

—Uno busca perdón sólo para uno mismo, y ¿cómo puede obtenerlo revelando el nombre de su compañero? Que él haga su propia confesión.

Pero, naturalmente, no había ninguna posibilidad de que Schweiz acudiese a un drenador; así había llegado yo a jugar con las palabras ante Jidd. Su drenaje había perdido todo valor, dejándome con una cáscara vacía.

—Si quieres recibir la paz de los dioses, debes revelar plenamente tu alma — dijo Jidd.

¿Cómo podía hacer tal cosa? ¿Confesar que había seducido a once personas para que se exhibiesen? No necesitaba el perdón de Jidd. No tenía fe en su buena voluntad. Me incorporé bruscamente, un tanto mareado por haber estado arrodillado a oscuras, vacilando un poco, casi tambaleante. El rumor distante de un himno cantado pasó flotando ante mí, junto con un rastro del aroma que despedía el precioso incienso de una planta de las Tierras Bajas Húmedas.

—Hoy uno no está preparado para el drenaje — le dije a Jidd —. Uno debe examinar con más atención su alma.

Y me eché a andar hacia la puerta dando tumbos. Jidd miró perplejo el dinero que yo le había dado.

—¿Y el dinero? — preguntó.

Le contesté que podía guardárselo.

55

Los días se convirtieron en meras habitaciones vacías que separaban un viaje con la droga del siguiente. Yo flotaba a la deriva entre mis responsabilidades, ocioso e indiferente, sin ver nada de lo que me rodeaba, viviendo solamente para mi próxima comunión. El mundo real se disolvió; perdí interés en el sexo, el vino, la comida, los manejos de la Magistratura del Puerto, la fricción entre provincias contiguas a Velada Borthan, y todas las otras cosas, que para mí ya no eran más que sombras de sombras. Posiblemente estuviese usando la droga con demasiada frecuencia. Adelgazaba y existía en una perpetua niebla de turbia luz blanca. Tenía dificultades para dormir, y me sorprendía retorciéndome y moviéndome durante horas, sujeto al colchón por una manta de bochornoso aire tropical; insomne, macilento, con los globos oculares doloridos e irritación bajo los párpados. Estaba cansado de día y adormilado de noche. Pocas veces hablaba con Loimel; tampoco la tocaba, y casi nunca tocaba a ninguna otra mujer. Una vez me quedé dormido a mediodía, mientras almorzaba con Halum. Escandalicé al Gran Juez Kalimol contestando a una de sus preguntas con esta frase: «A mí me parece…». El viejo Segvord Helalam me dijo que tenía aspecto de enfermo, y sugirió que fuera a cazar con mis hijos a las Tierras Bajas Abrasadas. No obstante, la droga tenía el poder de hacerme vivir. Busqué a otros para compartirla, y me resultó cada vez más fácil establecer contacto con ellos, pues ahora me eran traídos a menudo por quienes ya habían hecho el viaje interior. Eran un grupo peculiar: dos duques, un marqués, una prostituta, un archivero real, un capitán de navío llegado de Glin, la amante de un septarca, un director del Banco Comercial y Marítimo de Manneran, un poeta, un abogado de Velis que fue a consultar al capitán Khrisch, y muchos más. El círculo de los que nos exhibíamos se ensanchaba. Mi provisión de droga casi se había acabado, pero ahora algunos de mis nuevos amigos hablaban de preparar una nueva expedición a Sumara Borthan. Ya éramos cincuenta. El cambio se estaba volviendo contagioso; había una epidemia en Manneran.

56

A veces, inesperadamente, en el tiempo vacío y muerto entre una comunión y otra, sufría una extraña confusión del yo. Un bloque de experiencia prestada, que yo había almacenado en las oscuras profundidades de mi mente, solía liberarse y subir flotando a los niveles superiores de la conciencia, mezclándose con mi propia identidad. Seguía sabiendo que era Kinnall Darival, hijo del septarca de Salla, y sin embargo aparecía de pronto entre mis recuerdos el segmento del yo de Noim, o de Schweiz, o de uno de los sumaranos, o de algún otro de aquellos con quienes había compartido la droga. Durante ese empalme de yoes — un instante, una hora, medio día — iba de un lado a otro inseguro de mi pasado, sin poder determinar si algo que estaba fresco en mi mente me había sucedido realmente o me había llegado a través de la droga. Esto era inquietante, pero no realmente aterrador, salvo las dos o tres primeras veces. Por último aprendí a distinguir esos recuerdos que no eran míos de aquellos que pertenecían a mi auténtico pasado, mediante la familiarización con las texturas de unos y otros. Comprendí que la droga me había convertido en muchas personas. ¿No era mejor ser muchos que ser algo menos que uno?

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