Robert Silverberg - Tiempo de cambios

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Tiempo de cambios: краткое содержание, описание и аннотация

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En Borthan, un planeta colonizado cientos de años atrás, la humanidad vive en paz, sin embargo el precio pagado parece demasiado elevado: nada es considerado más obsceno que el compartir los propios sentimientos con otro humano, y se ha prohibido el uso de la palabra “yo”. Kinnall Darival es un hombre que lo tiene todo en la vida para ser feliz. Solo una cosa le perturba: las convenciones sociales le impiden expresar sus sentimientos a la persona amada. Cuando conoce a Scxhweiz, un comerciante de la Tierra, este le ofrece una sustancia mágica capaz de derribar los muros entre las almas de los hombres. El sistema de valores de Darival se trastoca y experimenta cada vez más dudas que le conducirán a ser un proscrito entre los suyos y a provocar el dolor entre aquellos a los que ama.

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Me encontré — sería más exacto decir me perdí — en corredores de suelo vítreo y paredes plateadas, a través de los cuales jugaba una luz fresca y chispeante, como el brillo cristalino reflejado en el fondo blanco y arenoso de una ensenada tropical. Ésta era la interioridad virginal de Halum. A lo largo de esos corredores, pulcramente exhibidos en cajas, estaban los factores que conformaban su vida: recuerdos, imágenes, aromas, sabores, visiones, fantasías, desengaños, deleites. Una invariable pureza lo gobernaba todo. No vi rastros de éxtasis sexuales, nada de pasiones carnales. No sé decirte si Halum, por pudor, se cuidó de amparar de mis sondeos la zona de su sexualidad, o si la había arrojado tan lejos de su propia conciencia que yo no pude detectarla. Se encontró conmigo sin temor, y se unió a mí con alegría.

De eso no tengo dudas. Cuando nuestras almas se mezclaron, fue una unión completa, sin reservas, sin condiciones. Nadé en sus resplandecientes profundidades, y la suciedad de mi alma me abandonó: ella me curaba, ella me depuraba. ¿La estaba manchando yo mientras ella me refinaba y purificaba? No sé decirlo. No sé decirlo. Nos rodeamos y nos inundamos el uno al otro, y nos sostuvimos el uno al otro, e interpenetramos el uno en el otro; y allí mezclándose conmigo, estaba el yo de Halum, que toda mi vida había sido mi apoyo y mi coraje, mi ideal y mi meta, esta serena, incorruptible, perfecta encarnación de la belleza; y tal vez, al tiempo que el corruptible yo mío hacía suya la incorrupción, brotó la primera plaga corrosiva sobre la brillante incorruptibilidad de Halum. No sé decirlo. Yo fui hacia ella y ella vino hacia mí. En un punto de nuestro viaje uno a través del otro, hallé una zona extraña, donde parecía haber algo enroscado y anudado: y recordé aquel momento de mi juventud, cuando yo partía de Ciudad de Salla huyendo hacia Glin, cuando Halum me había abrazado en casa de Noim, y yo había creído detectar en su abrazo un temblor de pasión apenas contenida, un destello del ansia corporal. Por mí. Por mí. Y creí haber encontrado de nuevo esa zona de pasión; sólo que cuando la miré con más atención ya no estaba, y vi la pura superficie metálica y reluciente de su alma. Quizá tanto la primera vez como la segunda fuera algo que yo fabriqué y proyecté sobre ella a partir de mis propios y fervientes deseos. No sé decirlo. Nuestras almas eran gemelas; no podía saber dónde terminaba yo y dónde empezaba Halum.

Salimos del trance. Había transcurrido la mitad de la noche. Pestañeamos, sacudimos nuestras confusas cabezas, sonreímos con inquietud. Siempre existe ese momento, al salir de la intimidad espiritual que trae la droga, cuando uno se siente azorado, uno cree haber revelado demasiado y quiere retractarse de lo que ha dado. Afortunadamente, ese momento suele ser breve. Miré a Halum y sentí que mi cuerpo ardía de santo amor, un amor que en nada era camal, y empecé a decirle, como Schweiz me había dicho una vez, «yo te amo». Pero me atraganté con esa palabra. El «yo» quedó atrapado entre mis dientes como un pez en una red. Yo. Yo. Yo. Yo te amo, Halum. Yo. Si tan sólo pudiera decirlo. Yo. No quería salir. Estaba allí, pero no podía cruzar mis labios. Tomé sus manos entre las mías, y ella sonrió con una serena sonrisa lunar, y habría sido tan fácil entonces arrojar afuera las palabras, de no ser porque algo las aprisionaba. Yo. Yo. ¿Cómo podía hablar de amor a Halum, y expresar ese amor con la sintaxis de los bajos fondos? Pensé entonces que ella no comprendería, que mi obscenidad lo destrozaría todo. Qué estupidez: nuestras almas habían sido una, ¿cómo entonces podía alterar nada un mero ordenamiento de las palabras? ¡Dilo de una vez! Balbuceante, dije:

—Hay en uno… tanto amor… por ti… tanto amor, Halum…

Halum asintió con la cabeza, como diciendo: «No hables, tus torpes palabras quiebran el hechizo». Como para decir: «Sí, hay en una tanto amor por ti también, Kinnall». Como para decir: «Yo te amo, Kinnall». Ágilmente se puso en pie y se acercó a la ventana: fresca luna estival en el formal jardín de la casona, inmóviles arbustos y árboles blancos. Me acerqué a ella por detrás y le toqué muy suavemente los hombros. Halum hizo un movimiento serpenteante y emitió un leve ronroneo. Creí que todo iba bien para ella. Tuve la certeza de que todo iba bien para ella.

No hicimos la autopsia de lo que había tenido lugar entre nosotros esa noche. También eso parecía amenazar con destruir la atmósfera. Ya podríamos discutir la experiencia al día siguiente y todos los demás días. Volví con ella a su habitación sobre el pasillo, no lejos de la mía, y la besé tímidamente en la mejilla, y recibí de ella un beso de hermana; volvió a sonreír y cerró la puerta a sus espaldas. En mi cuarto, permanecí un rato despierto, reviviéndolo todo. El fervor misionero se encendió de nuevo en mí. Juré que volvería a convertirme en un activo mesías, que recorrería de una a otra punta esa tierra de Salla, difundiendo el credo del amor; no seguiría ocultándome allí, en casa de mi hermano vincular, vencido y sin rumbo, exiliado sin esperanzas en mi propio país. La advertencia de Stirron nada significaba para mí. ¿Cómo podría expulsarme de Salla? Yo conseguiría cien conversos en una semana. Mil, diez mil. ¡Daría la droga al mismo Stirron, y dejaría que el septarca proclamara la nueva ley desde su propio trono! Halum me había inspirado. Por la mañana partiría en busca de discípulos.

Oí un ruido en el patio. Al mirar hacia fuera vi un terramóvil: Noim había vuelto de su viaje de negocios. Entró en la casa; le oí pasar frente a mi cuarto por el pasillo; después oí llamar a una puerta. Me asomé al corredor. Junto a la puerta de Halum, Noim hablaba con ella. No alcancé a verla. ¿Qué era eso, por qué iba a ver a Halum, que no era más que una amiga para él, y omitía saludar a su propio hermano vincular? Sentí que en mí despertaban unas sospechas indignas, acusaciones irreales. Las deseché. La conversación terminó; la puerta de Halum se cerró; Noim, sin verme, siguió hacia su propio dormitorio.

Me fue imposible dormir. Escribí unas cuantas páginas, pero no tenían ningún valor, y al alba salí a pasear entre la niebla gris. Me pareció oír un grito distante. Algún animal que buscaba a su hembra, pensé. Alguna bestia perdida que vagaba al amanecer.

66

Estuve solo durante el desayuno. Esto era poco habitual, pero no sorprendente: Noim, llegado a casa en plena noche después de un largo viaje, habría querido seguir durmiendo, y sin duda la droga había dejado exhausta a Halum. Tenía mucho apetito y comí por los tres, mientras tramaba planes para disolver el Pacto. Estaba tomando el té cuando uno de los caballerizos de Noim irrumpió frenéticamente en el comedor. Le ardían las mejillas y tenía dilatadas las ventanas de la nariz, como si hubiera corrido mucho y estuviera al borde del colapso.

—Venga — gritó jadeante —. Los truenos blindados…

Y me tiró del brazo, arrastrándome casi fuera del asiento. Yo me precipité tras él, que ya se alejaba por el sendero de tierra que conducía a los corrales de los truenos blindados. Le seguí, preguntándome si las fieras habrían escapado por la noche, preguntándome si de nuevo pasaría el día persiguiendo monstruos. Al acercarme a los corrales no vi señales de fuga, huellas de garras ni cercos rotos. El caballerizo asió los barrotes del corral más grande, que encerraba a nueve o diez truenos blindados. Miré dentro. Con las fauces y la piel ensangrentadas, los animales se apiñaban alrededor de alguna presa despedazada y jugosa. Gruñían disputándose los últimos trozos de carne; pude ver rastros del festín esparcidos por el suelo. ¿Algún desdichado animal doméstico se habría extraviado en la oscuridad entre esas fieras asesinas? ¿Cómo podía haber ocurrido tal cosa? Y ¿por qué el caballerizo había creído conveniente arrancarme de mi desayuno para mostrármelo? Sujetándole por un brazo, le pregunté qué tenía de extraño el espectáculo de los truenos blindados devorando a una víctima.

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