—Aquí encontrarás cosas que te horrorizarán y te asquearán — le previne —. Pero creo que también mucho de lo que encontrarás te abrirá los ojos y el alma. Léelo, Noim. Léelo con cuidado. Piensa en mis palabras.
Y le pedí una última promesa, por nuestro juramento vincular: que conservase mi libro, aunque le viniese la tentación de quemarlo.
—En estas páginas está mi alma — le dije —. Destruye estos papeles y me destruirás a mí. Si detestas lo que lees, oculta el libro, pero no lo rompas. Lo que ahora te escandaliza puede no escandalizarte dentro de unos años. Y algún día tal vez quieras mostrar mi libro a otros, para poder explicar qué clase de hombre era tu hermano vincular, y por qué hizo lo que hizo.
«Y para que puedas cambiarles como espero que mi libro te cambie a ti», dije en silencio. Noim lo prometió. Recibió mi fajo de papeles y los guardó en la cabina de su terramóvil. Nos abrazamos; volvió a pedirme que me fuera con él, de nuevo me negué; una vez más le hice decir que leería mi libro y lo conservaría; una vez más juró que lo haría; después entró en el terramóvil y partió lentamente hacia el este. Yo entré en la cabaña. El sitio donde antes guardaba mi manuscrito estaba vacío, y de pronto sentí un hueco en mi cuerpo, algo muy parecido, supongo, a lo que siente una mujer que ha llevado un hijo en su seno durante las siete lunas y luego vuelve a encontrar el vientre plano. Yo me había volcado completamente en esas páginas. Ahora no era nada, y el libro lo era todo. ¿Lo leería Noim? Yo creía que sí. ¿Y lo conservaría? Era muy probable que lo hiciera, aunque acaso lo ocultara en el rincón más oscuro de la casa. ¿Y algún día lo mostraría a otros? Eso no lo sé. Pero si has leído lo que escribí, es por bondad de Noim Condorit; y si él lo ha dejado leer, he triunfado en su alma, después de todo, como tengo la esperanza de triunfar en la tuya.
Había dicho a Noim que no me quedaría en la cabaña sino que partiría hacia el oeste para tratar de salvarme. Sin embargo, noté que me resistía a marcharme. La sofocante casucha había llegado a ser mi hogar. Me quedé un día, y otro día, y un tercero, sin hacer nada, vagando por la ardiente soledad de las Tierras Bajas Abrasadas, mirando cómo rondaban las aves-punzón. Al quinto día, como quizá puedas ver, caí de nuevo en la costumbre de la autobiografía, y me senté en el sitio donde últimamente había pasado tantas horas, y escribí unas cuantas páginas más para describir la visita que me hizo Noim. Luego dejé pasar tres días más, diciéndome que al cuarto desenterraría mi terramóvil de la arena roja y saldría rumbo al oeste. Pero en la mañana de ese cuarto día, Stirron y sus hombres descubrieron mi escondite, y ahora es el anochecer de ese día, y me quedan una hora o dos más para escribir, por gracia de lord Stirron. Y cuando haya terminado esto, no escribiré más.
Llegaron en seis terramóviles bien armados, y rodearon mi cabaña, y me gritaron con altavoces que me rindiera. No tenía ninguna esperanza de resistir, ni deseo alguno de intentarlo. Con calma — porque ¿para qué serviría el miedo? — me mostré con los brazos en alto en la puerta de la cabaña. Bajaron de los coches, y me asombró descubrir que Stirron en persona estaba entre ellos, atraído desde su palacio a las Tierras Bajas para una partida de caza fuera de temporada con el hermano como presa. Tenía puestos todos los adornos de su cargo. Lentamente se acercó a mí. Hacía algunos años que no le veía, y me espantaron los signos de vejez que mostraba: hombros caídos, cabeza echada hacia adelante, pero ralo, profundas arrugas en el rostro, ojos amarillentos y apagados. El resultado de media vida de poder supremo. Traté de hallar en él a aquel muchacho, mi compañero de juegos, mi hermano mayor, a quien había amado y perdido hacía tanto tiempo, y sólo vi a un viejo ceñudo de labios temblorosos. Un septarca está entrenado para disfrazar sus sentimientos interiores; pero Stirron no pudo guardar ningún secreto ante mí, ni mantener una apariencia constante: en su cara una expresión sustituía a otra, signos de furia imperial, perplejidad, pena, desprecio, y algo que interpreté como una especie de amor reprimido. Al fin yo hablé primero, invitándolo a conferenciar en mi cabaña. Vaciló, pensando acaso que me proponía asesinarlo, pero al cabo de un momento aceptó de un modo adecuadamente señorial, haciendo señas a sus guardaespaldas para que le esperaran fuera. Cuando estuvimos solos, hubo otro instante de silencio, que esta vez rompió él diciendo:
—Uno nunca sintió tanto dolor, Kinnall. Uno apenas puede creer lo que ha oído acerca de ti. Que hayas podido manchar la memoria de nuestro padre…
—¿Es una mancha tan grande, Stirron?
—¿Pisotear el Pacto, Kinnall? ¿Corromper a inocentes… tu hermana vincular entre las víctimas? ¿Qué has estado haciendo, Kinnall? ¿Qué has estado haciendo?
Una terrible fatiga me dominó y cerré los ojos, pues casi no sabía por dónde empezar a explicarme. Transcurrido un momento encontré fuerzas. Tendí la mano hacia él, sonriendo, tomé la suya y dije:
—Yo te amo, Stirron.
—¡Qué enfermo estás!
—¿Por hablar de amor? ¡Pero si salimos del mismo vientre! ¿No debo amarte?
—¿Es así como hablas ahora, sólo con obscenidades?
—Hablo como mi corazón me lo ordena.
—No sólo estás enfermo, sino que resultas repugnante — dijo Stirron, volviéndose para escupir en el suelo arenoso.
Me parecía una remota figura medieval, atrapada detrás de su austero rostro de rey, aprisionado en sus joyas ceremoniales y sus vestiduras oficiales, hablando en un tono brusco y distante. ¿Cómo podía llegar a él?
—Stirron — dije —, toma la droga sumarana conmigo. Me queda un poco. La mezclaré para nosotros, y beberemos juntos, y dentro de una hora o dos nuestras almas serán una, y comprenderás. Juro que comprenderás. ¿Lo harás? Mátame después, si todavía lo quieres, pero antes toma la droga.
Comencé a preparar la poción. Stirron me agarró por la muñeca y me detuvo. Sacudió la cabeza con el gesto lento y pesado de quien siente una tristeza infinita.
—No — dijo —. Imposible.
—¿Por qué?
—No enturbiarás la mente del primer septarca.
—¡Lo que me interesa es llegar a la mente de mi hermano Stirron!
—Como hermano tuyo, uno sólo desea que puedas curarte. Como primer septarca, uno debe evitarse daños, pues pertenece a su pueblo.
—La droga es inofensiva, Stirron.
—¿Fue inofensiva para Halum Halalam?
—¿Acaso tú eres una virgen asustada? — pregunté —. He dado la droga a decenas de personas. Halum es la única que reaccionó mal… También Noim, supongo, pero él se repuso. Y…
—Las dos personas más próximas a ti en el mundo — dijo Stirron —, y la droga les hizo daño a las dos. ¿Y ahora la ofreces a tu hermano?
Era inútil. Volví a pedirle varias veces que se arriesgara a experimentar con la droga, pero, por supuesto, no quiso tocarla. Y, si lo hubiera hecho, ¿me habría servido de algo? En su alma no habría encontrado más que hierro.
—¿Qué me sucederá ahora? — pregunté.
—Un juicio imparcial, seguido por una sentencia justa.
—¿Que será qué? ¿Ejecución? ¿Cadena perpetua? ¿Exilio?
Stirron se encogió de hombros.
—Eso lo decidirá el tribunal. ¿Le tomas a uno por un tirano?
—Stirron, ¿por qué te asusta tanto la droga? ¿Sabes qué hace? ¿Puedo hacerte ver que sólo trae amor y comprensión? No tenemos por qué vivir como extraños, con las almas envueltas en mantas. Podemos expresarnos. Podemos ofrecernos. Podemos decir «yo», Stirron, y dejar de disculparnos por poseer un yo. Yo. Yo. Yo. Podemos decirnos unos a otros qué nos causa dolor, y ayudarnos mutuamente a evitar ese dolor.
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