Mientras camino hacia el apartamento de Judith, imagino que encuentro a Toni en la calle. Creo ver una figura alta arropada con un grueso abrigo anaranjado. Cuando tan sólo nos separan un par o tres de pasos, la reconozco. Por extraño que parezca, ante este inesperado encuentro no siento ni excitación ni temor; estoy bastante tranquilo, casi indiferente. En otro momento quizá habría cruzado la calle para evitar un encuentro posiblemente perturbador, pero ahora no: con serenidad me detengo frente a ella, le sonrío, levanto las manos para saludarla.
—¿Toni? —digo—. ¿No me reconoces?
Me estudia, frunce el ceño, por un momento parece desconcertada, pero sólo por un momento.
—¿David? ¡Hola!
Tiene el rostro más delgado, los pómulos más altos y prominentes. Hay algunas hebras grises en su pelo. Cuando yo la conocí tenía un curioso mechón gris en la sien, algo muy inusual; ahora el gris está esparcido en forma más irregular entre el negro. Es normal, ya tiene treinta y tantos años, no es exactamente una muchacha. De hecho, tiene la edad que yo tenía cuando la conocí. En realidad sé que apenas ha cambiado, sólo ha madurado un poco. Se ve tan hermosa como siempre. Aun así, no hay deseo en mí. Toda pasión se ha consumido, Selig. Toda pasión se ha consumido. Y también ella está misteriosamente libre de turbulencias. Recuerdo nuestro último encuentro, el dolor reflejado en su rostro, el enorme montón de colillas de cigarrillos. Su expresión ahora es afable y distraída. Ambos hemos atravesado el reino de las tormentas.
—Te encuentro bien —le digo—. ¿Cuánto hace, ocho, nueve años?
La respuesta ya la conozco. Sólo la estoy probando. Y pasa la prueba, diciendo:
—El verano del sesenta y ocho.
Siento alivio al ver que no lo ha olvidado. Sigo siendo un capítulo de su autobiografía.
—¿Cómo te ha ido, David?
—Nada mal.—La conversación se inicia—. ¿Qué haces ahora?
—Estoy en Random House. ¿Y tú?
—Trabajo por mi cuenta, soy independiente —le digo—. Hoy aquí y mañana allí.
¿Estará casada? Los guantes en sus manos no me ofrecen ninguna respuesta. No me atrevo a preguntar. Me es imposible leerle la mente. Fuerzo una sonrisa y paso de un pie al otro. El silencio que se ha creado entre nosotros parece de repente insalvable. ¿Es posible que tan pronto hayamos agotado todos los temas? ¿No queda ningún punto de contacto salvo aquellos que son demasiado dolorosos para reabrir?
Me dice:
—Has cambiado.
—Estoy más viejo, más calvo, más cansado.
—No es eso. Has cambiado por dentro.
—Supongo que sí.
—Antes me hacías sentir incómoda, tenía una sensación molesta. Ahora ya no la tengo.
—¿Después del viaje, quieres decir?
—Antes y después —me dice.
—¿Siempre te sentías incómoda conmigo?
—Siempre. Nunca supe por qué. Incluso cuando estábamos realmente unidos, sentía… no sé, que estaba en guardia, que no tenía estabilidad, que estaba incómoda contigo. Y ya no lo siento. La sensación ha desaparecido por completo. Me pregunto por qué.
—El tiempo cura todas las heridas —le digo. Sabiduría oracular.
—Supongo que tienes razón. ¡Dios, qué frío! ¿Crees que nevará?
—Sin duda, dentro de poco.
—Odio este tiempo tan frío.
Se ajusta más el abrigo. No la conocí en tiempo frío. Primavera y verano, luego adiós, vete, adiós, adiós. Es extraño lo que ahora siento por ella, si me invitara a su apartamento probablemente le pondría una excusa como que voy a visitar a mi hermana. Claro que es imaginaria; es posible que eso tenga algo que ver. Pero tampoco estoy recibiendo ninguna emanación de ella. No está transmitiendo, o mejor dicho, yo no estoy recibiendo. Es sólo una estatua de ella misma, como los gatos en el callejón. Ahora que soy incapaz de recibir, ¿seré incapaz de sentir? Me dice:
—Me alegro mucho de haberte visto, David. ¿Qué te parece si nos vemos uno de estos días?
—Por supuesto. Tomaremos algo y hablaremos de los viejos tiempos.
—Me encantaría.
—A mí también.
—Cuídate, David.
—Tú también, Toni.
Sonreímos. Me despido con un saludo militar. Nos alejamos; yo sigo caminando hacia el oeste, ella se apresura por una calle ventosa hacia Broadway. Me alegro de haberla encontrado. Todo ha sido tranquilo, amigable, sin emoción entre nosotros. De hecho, todo muerto. Toda pasión se ha consumido. Me alegro mucho de haberte visto, David. ¿Qué te parece si nos vemos uno de estos días? Al llegar a la esquina me doy cuenta de que olvidé pedirle el número de teléfono. ¿Toni? ¿Toni? Pero ha desaparecido. Como si jamás hubiera estado allí.
Es la pequeña grieta en el laúd
que a la música pronto apagará
y al agrandarse lentamente todo acallará.
Esto es Tennyson: Merlín y Viviana. Ya han oído esa línea sobre la grieta en el laúd, ¿no? Pero jamás supieron que era Tennyson. Yo tampoco. Mi laúd está agrietado. Twang. Twing. Twong.
Aquí hay otra joyita literaria:
Todo sonido terminará en el silencio, pero el silencio no muere jamás.
En 1876, Samuel Miller Hageman escribió eso en un poema titulado Silencio. ¿Oyeron hablar alguna vez de Samuel Miller Hageman? Yo no. Quienquiera que fueras, Sam, eras un viejo sabio.
Cuando tenía ocho o nueve años, antes de que adoptaran a Judith, un verano fui con mis padres a pasar unas semanas a un lugar de los Catskills. Había un campamento para los chicos en el que nos enseñaban natación, tenis, béisbol, trabajos manuales y otras actividades, mientras los mayores podían dedicarse a jugar a los naipes y realizar otras actividades productivas tales como beber. Una tarde, el campamento organizó una competición de boxeo. En mi vida me había puesto guantes de boxeo, y cuando había peleas en el colegio había resultado ser un luchador incompetente, así que el asunto no me entusiasmaba. Observé las cinco primeras peleas consternado. ¡Todos esos golpes! ¡Todas esas narices ensangrentadas!
Me llegó el turno. Mi adversario era un chico llamado Jimmy, unos meses más joven que yo pero más alto, más pesado y mucho más atlético. Creo que los organizadores nos hicieron competir juntos a propósito, con la esperanza de que Jimmy me matara: yo no era el favorito.
—¡Primer asalto! —gritó uno de ellos, y ambos nos acercamos.
Con toda claridad oí que Jimmy pensaba golpearme en la barbilla, y justo en el momento en que dirigió su guante hacia mi cara, agaché la cabeza y le golpeé en el estómago. Eso le enfureció. Cambió su táctica y se propuso golpearme en la cabeza, pero también vi venir esa maniobra, me hice a un lado y le di un golpe en el cuello, junto a la nuez de Adán. Hizo arcadas y se volvió, a punto de llorar. Al cabo de un instante volvió al ataque, pero seguí anticipándome a sus movimientos y jamás llegó a tocarme. Por primera vez en mi vida me sentí fuerte, capaz, agresivo. Mientras le golpeaba miré al otro lado del improvisado cuadrilátero y vi a mi padre con el rostro encendido de orgullo y al padre de Jimmy junto a él con una expresión de enojo y perplejidad. Fin del primer asalto. Aunque estaba sudoroso, me sentía alegre y sonriente.
Segundo asalto: Jimmy se acercó decidido a hacerme pedazos. Lanzaba golpes laterales de un modo alocado, frenético, seguía tratando de darme en la cabeza. Pero yo la movía de manera que no pudiera alcanzarla, bailé hacia un lado y volví a golpearle en el estómago, esta vez aún más fuerte. Cuando se dobló en dos, le di un golpe en la nariz y cayó al suelo, llorando. El que se había encargado de organizar la competición de boxeo contó hasta diez muy rápidamente y levantó mi mano.
Читать дальше