Cuando se despierta, en el triste y sombrío pabellón de un hospital, se siente viejo, dolorido y entumecido. No hay duda de que es el St. Luke’s, tal vez la sala de emergencias. Su nariz hace un extraño silbido cada vez que inhala aire, su labio inferior está hinchado y apenas puede abrir el ojo izquierdo. ¿Lo trajeron hasta aquí en camilla después de que los jugadores de baloncesto acabaran con él? Está recobrando el conocimiento, imagina que puede sentir la reseca sangre en los bordes rotos, cuando consigue mirar hacia abajo (su cuello, extrañamente rígido, no quiere obedecerle) sólo ve la asquerosa bata blanca del hospital. Cada vez que respira imagina que puede sentir cómo se raspan los bordes rotos de las quebradas costillas; desliza una mano por debajo de la bata y se toca el pecho desnudo, se da cuenta de que no se lo han vendado. No sabe si eso le produce alivio o temor.
Teniendo mucho cuidado, consigue sentarse. Un tumulto de impresiones le golpea. La habitación es ruidosa y está llena de gente; las camas están prácticamente pegadas las unas a las otras. Aunque entre una cama y otra hay cortina, ninguna está corrida. La mayoría de los demás pacientes son negros, y muchos de ellos están heridos de gravedad, rodeados de festones de equipos. ¿Mutilados por cuchillos? ¿Lacerados por parabrisas? Amigos y parientes, amontonados alrededor de cada cama, gesticulan, discuten y riñen; un grito agudo es el tono de voz normal. Frías y distantes enfermeras se pasean por la habitación, mostrando por sus pacientes el mismo interés frío que sienten los guardias de los museos por las momias expuestas en las vitrinas. Nadie, salvo el propio Selig, le presta atención a Selig, vuelve a examinarse a sí mismo. Con las yemas de los dedos se explora las mejillas. Sin un espejo no puede decir cuán golpeada está su cara, pero por el tacto son muchas las zonas lastimadas. Le duele la clavícula izquierda como si le hubieran dado un ligero golpe indirecto de karate. La rodilla derecha le late y siente fuertes punzadas como si se la hubiera torcido al caer. A pesar de todo, siente menos dolor del que se podría haber previsto; quizá le dieron algún tipo de inyección.
Tiene la mente nebulosa. Está recibiendo emisiones mentales de los que se encuentran en la sala, pero todo es confuso, nada es claro; recibe emanaciones pero ninguna expresión inteligible. Trata de orientarse preguntando la hora tres veces a las enfermeras que pasan, ya que su reloj ha desaparecido; pasan de largo sin prestarle atención. Por fin, una corpulenta y sonriente negra con un vestido rosado le mira y le dice:
—Son las cuatro menos cuarto, cariño.
¿De la mañana? ¿De la tarde? Piensa que lo más probable es que sea de la tarde. Cerca de él, dos enfermeras han comenzado a levantar lo que parece un sistema de alimentación intravenosa con un conducto de plástico que introducen por la nariz de un negro inmenso, vendado e inconsciente. El estómago de Selig no le envía ninguna señal de hambre. En el aire del hospital se respira el olor a productos químicos, lo que le produce náuseas; incluso le cuesta tragar saliva. ¿Esta noche le darán algo de comer? ¿Cuánto tiempo tendrá que permanecer aquí? ¿Quién paga? ¿Debería pedir que avisaran a Judith? ¿Son muy graves sus heridas?
Un interno entra en el pabellón: un hombre bajo y de tez oscura, con cuerpo y huesos pequeños; se mueve con una precisión elástica, por su aspecto parece un paquistaní. Un pañuelo sucio y arrugado que asoma del bolsillo superior de su chaqueta arruina, sin embargo, el efecto acicalado y elegante que produce su blanco y ajustado uniforme. Sorprendentemente, se dirige hacia Selig.
—Los rayos X no muestran ninguna fractura —dice sin preámbulos con una voz firme y resonante—. Por lo tanto, sus únicas heridas son abrasiones leves, hematomas, cortes y contusiones sin importancia. Ya podemos darlo de alta. Levántese, por favor.
—Espere un momento —dice Selig con voz débil—. Acabo de recobrar el conocimiento. No sé qué ha pasado. ¿Quién me ha traído aquí? ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? Qué…
—Sobre eso no sé nada. Han autorizado que le diéramos de alta y el hospital necesita esta cama. Por favor, ahora póngase de pie, tengo mucho que hacer.
—¿Unas contusiones? ¿No cree que si tengo todas esas heridas que ha dicho debería pasar aquí la noche? ¿O pasé la noche aquí? ¿Qué día es hoy?
—Le trajeron hoy, hacia el mediodía —dice el interno, impacientándose—. Le atendieron en la sala de emergencia y le hicieron un minucioso examen después de haberse golpeado con los escalones de la biblioteca baja.
De nuevo le ordena que se levante, esta vez sin palabras, con una feroz e imperiosa mirada y un índice que le indica el camino. Selig sondea la mente del interno y le resulta accesible, pero lo único que encuentra allí es impaciencia e irritación. Con dificultad, Selig baja de la cama. Parece que el cuerpo lo tuviera unido con alambres. Sus huesos crujen. Sigue teniendo la sensación de costillas rotas que se rozan en su pecho; ¿es posible que haya habido un error en los rayos X? Cuando comienza a preguntar ya es demasiado tarde, el interno siguiendo su ronda, está con otro paciente.
Le traen su ropa. Corre la cortina alrededor de su cama y se viste. En efecto, como temía, hay manchas de sangre en su camisa, y también en los pantalones. Está hecho un desastre. Revisa sus pertenencias: todo está aquí, billetera, reloj, peine de bolsillo. ¿Y ahora qué? ¿Simplemente salir caminando? ¿Nada que firmar? Con paso vacilante Selig se dirige hacia la puerta. De hecho, llega hasta el pasillo sin que nadie se dé cuenta. De pronto, el interno se materializa de la nada y señala una habitación al otro lado del pasillo, diciéndole:
—Espere ahí adentro hasta que venga el guardia de seguridad.
—¿Guardia de seguridad? ¿Qué guardia de seguridad?
Como había temido, antes de quedar libre de las garras del hospital, tiene que firmar papeles. En el momento en que termina con el papeleo, un hombre rollizo, con el rostro grisáceo, de unos sesenta años y con el uniforme de la fuerza de seguridad de la universidad entra en la habitación, resoplando un poco, y dice:
—¿Usted es Selig?
Le dice que sí.
—El decano quiere verle. ¿Puede caminar solo o quiere que le traiga una silla de ruedas?
—Caminaré —dice Selig.
Abandonan el hospital y se encaminan por la avenida Amsterdam hasta la entrada a la universidad de la calle Ciento Quince, y cruzan el Patio Van Am. Detrás de Selig, sin decir una palabra, el guardia de seguridad le sigue muy de cerca. Al momento, Selig se encuentra esperando ante la puerta de la oficina del decano de la universidad de Columbia. El guardia de seguridad está junto a él, con los brazos plácidamente cruzados, envuelto en una aureola de aburrimiento. Selig empieza a sentirse como si estuviera bajo algún tipo de arresto. ¿Por qué? Un pensamiento extraño. ¿Qué debe temer del decano? Examina la opaca mente del guardia de seguridad, pero lo único que encuentra en ella son masas de niebla que flotan a la deriva. Se pregunta quién es ahora el decano. Recuerda muy bien a los decanos de su época universitaria: Lawrence Chamberlain, con las corbatas de lazo y la sonrisa cálida, era decano de la universidad; y el decano McKnight, Nicholas McD. McKnight, entusiasta de una hermandad (¿Sigma Chi?) con un modo formal, típico del siglo diecinueve, era decano de los estudiantes. Pero de eso hacía ya veinte años. Chamberlain y McKnight, debieron de haber tenido varios sucesores, pero no sabe nada sobre ellos; jamás ha sido de los que leen los boletines para ex alumnos.
Una voz desde adentro dice:
—El decano Cushing le recibirá ahora.
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