Hal Clement - Misión de gravedad

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Misión de gravedad: краткое содержание, описание и аннотация

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El planeta Mesklin es grande y muy denso. La gravedad en su superficie varía enormemente desde 3 g en el ecuador hasta 700 g en los polos. Los océanos son de metano líquido y la nieve es amoniaco congelado. En estas condiciones de pesadilla viven los mesklinitas, quienes han desarrollado una cultura y una sociedad perfectamente acorde con las condiciones de su entorno. Barlemann, un osado marinero mesklinita, acepta emprender un viaje imposible para salvar una costosa sonda terrestre averiada en el polo del planeta. Para los mesklinitas el viaje constituye una maravillosa oportunidad de descubrir la ciencia y avanzar en el camino del conocimiento, fuerza motríz que les guía a través de numerosas aventuras.

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Al responder a esta pregunta, Barlennan cometió su primer gran error en sus tratos con el isleño.

— Oh, la trajimos con nosotros. A menudo las llevamos para acarrear provisiones adicionales. Notarás que, por su forma, es fácil de remolcar.

Había aprendido estas nociones elementales de aerodinámica de Lackland, poco después de adquirir la canoa.

— Oh, ¿conque también manufacturáis esas naves en vuestro país? — preguntó el intérprete con curiosidad —. ¡Qué interesante! Nunca vi una en el sur. ¿Puedo examinarla, o no tienes tiempo? Nosotros nunca nos molestamos en usarlas.

Barlennan titubeó, sospechando que esta ultima afirmación era una maniobra muy similar a las que él empleaba; pero no veía razones para negarse, pues Reejaaren no podía averiguar más mirando de cerca que mirando desde donde estaba. A fin de cuentas, lo importante era la forma de la canoa, y cualquiera podía verla. Ordenó que el Bree se aproximara a la costa, jaló la canoa con la cuerda de remolque y la impulso hacía el isleño.

Reejaaren se sumergió en la bahía y nadó hasta la pequeña embarcación cuando ésta encalló. Arqueo la parte superior del cuerpo para mirar dentro de la canoa; sus potentes brazos con pinzas palparon los costados. Eran de madera común, y cedían ante la presión; de pronto, el isleño emitió un ronquido de alarma que puso en alerta a los cuatro planeadores que sobrevolaban el Bree y a las fuerzas de tierra.

— ¡Espías! — gritó —. Trae tu nave a tierra, Barlennan…, si ése es tu verdadero nombre.

¡Eres un buen mentiroso, pero esta vez tus mentiras te llevarán a la cárcel!

14 — EL PROBLEMA DE LOS BOTES HUECOS

Durante sus años de formación, a menudo le habían dicho a Barlennan que algún día su lengua lo metería en mas apuros de los que podría sacarlo. A lo largo de su carrera, esta predicción había estado a punto de cumplirse varias veces, y en cada ocasión él se prometía cerrar el pico en el futuro. Lo mismo le sucedía ahora, y para colmo le contrariaba no saber cómo había delatado su mendacidad ante el isleño. Tampoco tenía tiempo para teorizar sobre ello; era preciso actuar, y cuanto antes mejor. Reejaaren ya había aullado ordenes a los planeadores, en el sentido de que clavaran el Bree al fondo si intentaba navegar hacia mar abierto, y las catapultas de la costa lanzaban mas máquinas para reforzar a las que estaban en el aire. El viento del mar se elevaba en cuanto chocaba contra la otra pared del fiordo, así que las máquinas podían permanecer en el aire el tiempo necesario. Los terrícolas habían indicado a Barlennan que quizá no pudieran elevarse a la altura necesaria para arrojar proyectiles cuando los sorprendieran las ráfagas ascendentes provocadas por las olas del mar abierto, pero el mar abierto aún estaba a mucha distancia. Barlennan ya había tenido oportunidad de observar la precisión de aquellas lanzas, y desechó la idea de salvar su nave mediante maniobras evasivas.

Como a menudo ocurría, alguien decidió actuar mientras Barlennan meditaba que hacer. Dondragmer cogió la ballesta que les había dado Reejaaren, insertó una flecha y amartilló el arma con una celeridad que demostraba que no había pasado todo el tiempo enfrascado en su proyecto de la cabria. Apuntando el arma hacia la costa, la apoyó en el soporte y dirigió la punta hacia el intérprete.

— Alto, Reejaaren. Te has equivocado de dirección.

El isleño se detuvo, el cuerpo goteante, y se volvió hacia la nave para ver a que se refería el piloto. Lo vio con suma claridad, pero titubeó un instante.

— Si quieres suponer que erraré porque nunca he manejado una de estas armas, inténtalo. Me gustaría averiguarlo. Sí no vienes ahora mismo hacia aquí, será como si hubieras intentado escapar. ¡Muévete!

Ladró la palabra con una brusquedad que ayudó al intérprete a superar su indecisión.

Al parecer, no estaba seguro de la ineptitud del piloto; dio media vuelta, se sumergió en el agua y nadó hacia el Bree.

Trepó a bordo, temblando de furia y temor.

— ¿Creéis que esto os salvará? — preguntó —. Simplemente habéis empeorado la situación. Los planeadores atacarán si intentáis moveros, esté yo a bordo o no.

— Les ordenarás que no lo hagan.

— No obedecerán ninguna orden que les dé mientras estoy en vuestras manos; deberíais saberlo si tenéis una fuerza de combatientes.

— Nunca tuve mucho que ver con soldados — respondió Barlennan. Había recobrado la iniciativa, como ocurría habitualmente cuando las cosas tomaban un rumbo definido —. Sin embargo, por ahora te creeré. Tendremos que retenerte hasta que lleguemos a un entendimiento acerca de esta descabellada propuesta de que regresemos a la costa. A menos que podamos encargarnos, entretanto, de esos planeadores. Es una lástima que no hayamos traído armamento más moderno a esta zona tan atrasada.

— Olvida tus embustes — replicó el cautivo —. Sois iguales al resto de los salvajes del sur.

Admito que nos engañasteis por un tiempo, pero hace un instante te delataste.

— ¿Y que dije para que pensaras que yo mentía?

— No veo razones para contártelo. El hecho de que no lo sepas demuestra que tengo razón. Habría sido mejor para ti si no nos hubieras engañado tan bien; entonces habríamos sido más cautos con los datos secretos, y no habrías aprendido lo suficiente como para hacer necesaria tu eliminación.

— Y si no hubieras hecho ese comentario, quizá nos habrías persuadido de rendirnos — intervino Dondragmer—, aunque admito que no es probable. Capitán, apuesto a que tu revelación se relaciona con eso que te he comentado todo el tiempo. Pero es demasiado tarde para remediarlo. El asunto ahora es como librarnos de esos irritantes planeadores; no veo ninguna nave de superficie, y los efectivos terrestres solo cuentan con las ballestas de los planeadores que estaban en tierra. Supongo que dejarán la situación a los planeadores, por el momento. — Paso a hablar en inglés —. ¿Recuerdas algo que hayan dicho los Voladores que nos ayude a desembarazarnos de esas molestas máquinas?

Barlennan mencionó sus probables limitaciones de altitud en mar abierto, pero eso no les ayudaba por el momento.

— Podríamos utilizar la ballesta.

Barlennan hizo esta sugerencia en su propio idioma, y Reejaaren se burló abiertamente. Krendoranic, oficial de municiones del Bree, que había escuchado tan atentamente como el resto de la tripulación, no lo tomó a la ligera.

— Hagámoslo — exclamó —. Hay algo que deseo probar desde que estuvimos en esa aldea del río.

— ¿Qué?

— No querrás que lo diga en presencia de nuestro amigo. Pero te haré una demostración si así lo deseas.

Barlennan titubeó un instante y luego asintió.

Barlennan parecía un poco preocupado cuando Krendoranic abrió uno de los armarios de municiones, pero el oficial sabía qué estaba haciendo. Extrajo un pequeño bulto envuelto en un material que lo protegía contra la luz, demostrando así a qué se había dedicado por la noche desde que habían abandonado la aldea de los moradores del río.

Cogió el bulto y lo sujetó con firmeza a una de las flechas de la ballesta, rodeando el asta y el bulto con una capa de tela para que ambos extremos quedaran amarrados con firmeza. Luego calzó el proyectil en el arma. Siendo oficial de municiones, se había familiarizado con la ballesta durante el breve trayecto río abajo y el ensamblaje del Bree, y no tenía dudas de que podía acertarle a un blanco fijo a razonable distancia; no estaba tan seguro de los objetos móviles, pero al menos los planeadores solo podían virar rápidamente si se inclinaban de golpe, y eso le serviría de advertencia.

Lanzó una orden, y uno de los marineros que se encargaba del lanzallamas se acercó con el artefacto de ignición y esperó. Luego, para fastidio de los terrícolas, se arrastró hasta la radio más próxima y apoyó en ella el soporte de la ballesta para afirmarse y alzar el arma. Eso impidió a los seres humanos ver qué sucedía.

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