Hal Clement - Misión de gravedad

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Misión de gravedad: краткое содержание, описание и аннотация

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El planeta Mesklin es grande y muy denso. La gravedad en su superficie varía enormemente desde 3 g en el ecuador hasta 700 g en los polos. Los océanos son de metano líquido y la nieve es amoniaco congelado. En estas condiciones de pesadilla viven los mesklinitas, quienes han desarrollado una cultura y una sociedad perfectamente acorde con las condiciones de su entorno. Barlemann, un osado marinero mesklinita, acepta emprender un viaje imposible para salvar una costosa sonda terrestre averiada en el polo del planeta. Para los mesklinitas el viaje constituye una maravillosa oportunidad de descubrir la ciencia y avanzar en el camino del conocimiento, fuerza motríz que les guía a través de numerosas aventuras.

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— ¿Qué ocurre, capitán?

Dondragmer lanzó la pregunta mientras ordenaba a algunos tripulantes que cogieran los tubos flamígeros. El resto de la tripulación se distribuyó a lo largo de las balsas exteriores sin aguardar órdenes, empuñando garrotes, cuchillos y lanzas. Barlennan tardó en responder, y el primer piloto estaba a punto de enviar una partida para cubrir el tanque — nada sabía del cañón de Lackland— cuando su capitán comprendió qué ocurría y lo calmó con un ademán.

— Está bien — dijo —. No vemos ningún movimiento, pero parece una ciudad. Dentro de un momento, el Volador os remolcará para que podáis ver sin bajaros. — Se volvió hacia Lackland para pedírselo en inglés, y el humano accedió. Este acto produjo un cambio abrupto en la situación.

Lo que Lackland había visto al principio — y Barlennan, con menos claridad— era un valle ancho de escasa profundidad, con forma de cuenco, totalmente rodeado de colinas como la que ocupaban ahora. Lackland suponía que debía de haber un lago en el fondo, pues no había medio visible de desagüe para la lluvia o la nieve derretida. Luego notó que no había nieve en las laderas internas de las colinas; estaban desnudas y presentaban una extraña topografía.

No podía ser natural. A poca distancia, por debajo de los riscos, había canales anchos de escasa profundidad, dispuestos en forma muy regular; un corte transversal de las colinas, a partir de una altura ligeramente inferior, habría sugerido una bonita serie de olas marinas. A medida que los canales descendían hacia el centro del valle, se volvían más angostos y profundos, como si estuvieran diseñados para conducir el agua de lluvia hasta un depósito central. Lamentablemente para esta hipótesis, no todos confluían en el centro. Ni siquiera llegaban al centro, aunque sí al suelo relativamente uniforme del valle.

Más interesantes que los canales eran las elevaciones que los separaban. Éstas, naturalmente, también se volvían más pronunciadas a medida que los canales se ahondaban; en la mitad superior de las laderas eran prominencias curvas, pero más abajo se volvían más abruptas, hasta alcanzar una unión perpendicular con el fondo de los canales. Algunas de esas pequeñas murallas se extendían casi hasta el centro del valle.

No todas apuntaban hacia el mismo sitio; seguían un curso sinuoso que evocaba las palas de una bomba centrífuga más que los rayos de una rueda. Los topes eran demasiado angostos para que un hombre caminara por allí.

Lackland calculó que los canales y los parapetos tendrían unos seis metros de ancho antes de interrumpirse. Los parapetos, pues, poseían la anchura suficiente para que alguien viviera dentro, especialmente los mesklinitas; además, la existencia de muchas aberturas en la superficie inferior respaldaba la idea de que eran habitáculos. Los binoculares mostraban que las aberturas que no estaban al pie de los parapetos tenían rampas que conducían allí. Antes de ver un solo ser viviente, Lackland tuvo la certeza de que se encontraba ante una ciudad. Al parecer, los habitantes vivían en las paredes de separación, y habían desarrollado ese tipo de estructura para librarse de la lluvia. No se le ocurrió preguntarse por qué, si querían evitar el líquido, no vivían en las laderas externas de las colinas.

Había llegado a ese punto en sus reflexiones, cuando Barlennan le pidió que arrastrara el Bree por encima de la cresta de la colina antes de que el sol les impidiera ver. En cuanto el tanque se puso en marcha, una veintena de figuras oscuras aparecieron en las aberturas que Lackland había tomado por puertas; no se distinguían detalles, pero estaba claro que se trataba de criaturas vivientes. Lackland se abstuvo heroicamente de frenar el tanque y coger nuevamente los binoculares hasta que hubo llevado el Bree hasta una posición ventajosa para observar.

De cualquier modo, la prisa se hubiera revelado innecesaria, pues las criaturas permanecieron inmóviles mientras se completaba la maniobra, al parecer observando a los recién llegados. Lackland pudo dedicar los minutos que faltaban para el ocaso a un atento examen de aquellos seres. Incluso con binoculares, algunos detalles eran indiscernibles. Por lo pronto, no parecían haber salido del todo de sus viviendas, pero lo que se veía, sugería que pertenecían a la misma especie que la gente de Barlennan. Los cuerpos eran largos, con forma de oruga, varios ojos — imposibles de contar a esa distancia— tachonaban el segmento frontal, y se distinguían miembros muy similares, con brazos equipados con pinzas. La coloración era una mezcla de rojo y negro, con predominio del segundo, como en la tripulación del Bree.

Barlennan no podía ver todo esto, pero Lackland le hizo una crispada descripción hasta que la ciudad se desdibujó en el crepúsculo. Luego, el capitán transmitió a la tensa tripulación una versión suavizada en su propia lengua. Lackland preguntó:

— ¿Alguna vez oíste hablar de gentes que vivieran tan cerca del Borde, Barl? ¿Te resultan conocidas? ¿Hablarán tu idioma?

— Lo dudo muchísimo. Como sabes, mi gente se siente muy incómoda al norte de lo que una vez llamaste la «línea de cien G». Sé varios idiomas, pero no creo que aquí se hable ninguno de ellos.

— Entonces ¿qué haremos? ¿Sortear la ciudad, atravesarla confiando en que las habitantes no sean hostiles? Admito que me gustaría verla de cerca, pero tenemos una tarea importante que cumplir y no quiero echarla a perder. Tú conoces a tu raza mejor que yo. ¿Cómo crees que reaccionarán?

— No existe una regla única. Quizá se mueran de miedo al ver tu tanque, o al verme encima de él, aunque tal vez en el Borde no reaccionen igual ante la altura. Hemos encontrado muchos pueblos extraños en nuestros viajes; con algunos pudimos comerciar y con otros tuvimos que pelear. En general, si mantenemos las armas ocultas y las mercancías a la vista, al menos investigan antes de ponerse violentos. Me gustaría ir a ver. ¿Crees que el trineo se deslizará por el cauce de esos canales?

Lackland reflexionó.

— No había pensado en eso — admitió —. Me gustaría medirlos con mayor precisión, quizá sea mejor que el tanque baje solo primero, contigo y cualquier otro que esté dispuesto a subirse. Así ofreceríamos un aspecto más pacifico… Ellos habrán visto las armas que portan tus hombres, y si las dejamos atrás…

— No han visto armas, a menos que su capacidad de visión sea mucho mejor que la nuestra — señaló Barlennan—, Sin embargo, convengo en que será mejor bajar primero para medir el canal. Mejor aún, remolcar el barco sorteando el valle y luego bajar por un lateral. No veo necesidad de arriesgar la nave en esos estrechos canales.

— Buena idea. Sí, creo que es lo mejor. Informa a tus tripulantes de lo que hemos decidido y pregúntales si alguien quiere bajar con nosotros.

Los tripulantes aceptaron que era aconsejable que la nave sorteara la ciudad en vez de atravesarla, pero, a partir de ahí, surgieron algunas desavenencias. Todos querían ir a ver la ciudad, pero ninguno quería subir al tanque, aunque a menudo habían visto que el capitán lo hacía sin sufrir daños. Dondragmer solucionó el problema sugiriendo que los tripulantes, excepto quienes se quedaran a cuidar el Bree, siguieran al tanque hasta la ciudad; no era preciso viajar encima, pues ahora todos podían alcanzar la velocidad a la que el vehículo había circulado hasta el momento.

En los escasos minutos que duró esta deliberación, el sol despuntó nuevamente sobre el horizonte; a una señal de Barlennan, el terrícola hizo girar el tanque noventa grados y avanzó por el borde del valle, por debajo de la cerca de rocas. Lackland había echado un vistazo a la ciudad antes de arrancar, y no vio indicios de vida; sin embargo, mientras el tanque y el remolque se ponían en movimiento, aparecieron más cabezas en las pequeñas puertas, mucho más que antes. Lackland se concentró en conducir el vehículo, seguro de que los habitantes continuarían allí cuando él estuviera en libertad de examinarlos con mayor atención. Realizó su tarea durante los pocos días requeridos para llevar el trineo hasta el otro lado del valle; luego desengancharon el cable de remolque y el morro del tanque apuntó cuesta abajo.

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