Con todos los pasajeros a bordo, algunos de ellos tan apiñados en el borde del techo que tuvieron que reforzar su recién hallada indiferencia a la altura, Lackland avanzó cuesta arriba. Había advertido a los marineros que permanecieran apartados del cañón, y mantenía el arma apuntada hacia delante; pero, ni se percibían más movimientos en el risco, ni cayeron más rocas. Al parecer, los nativos que las habían arrojado se habían retirado a los túneles que, evidentemente, conducían hacia arriba desde la ciudad. Ello no garantizaba que no salieran de nuevo, por lo que todos los que iban en el tanque permanecían alerta.
El canal por donde trepaban no era el mismo por donde habían bajado, así que no conducía directamente hacia el trineo; no obstante, el Bree se hizo visible poco antes de llegar a la cima, a causa de la altura del tanque. Los tripulantes que se habían quedado a bordo seguían allí, mirando hacia la ciudad con manifiesta angustia. Dondragmer masculló algo acerca de la necedad de no mantener una vigilancia estricta, y Barlennan lo repitió en inglés. Sin embargo, esa preocupación resultó vana; el tanque llegó hasta el trineo, viró y fue enganchado sin más interferencias. Lackland, una vez en camino, decidió que los gigantes habían sobrevalorado la eficacia del cañón; un ataque directo — por ejemplo, desde las bocas de los túneles donde se ocultaban los individuos que hablan arrojado las rocas— habría inutilizado el arma, pues los proyectiles de altos explosivos y de termita no se podían utilizar cerca del Bree o de su tripulación.
A regañadientes, decidió que no habría más exploraciones hasta que el Bree hubiera llegado a las aguas del océano del este. Barlennan se mostró de acuerdo con esta conclusión, y se guardó mucho de manifestar ciertas reservas personales. Por supuesto, mientras el Volador durmiese, sus tripulantes continuarían trabajando.
Una vez la expedición nuevamente en marcha, mientras los frutos tangibles de la interrupción eran transferidos rápidamente del tanque a la nave por mesklinitas saltarines, Lackland llamó a Toorey y soportó humildemente la previsible filípica que le lanzó Rosten al enterarse de lo que había hecho; lo silenció, como antes, informándole que había mucho tejido vegetal disponible si Rosten deseaba enviar contenedores para recogerlo.
Días después, el cohete aterrizó a cierta distancia, para salvaguardar el sistema nervioso de los mesklinitas—, esperó la llegada de los expedicionarios, recogió los nuevos especímenes y aguardó una vez más hasta que el tanque se alejara de la zona de despegue. Fue un período sin novedades, excepto por la llegada del cohete. Cada varios kilómetros avistaban colinas coronadas por rocas, pero las eludieron cuidadosamente y nunca vieron a los gigantescos nativos fuera de las ciudades. Esto preocupaba a Lackland, quien no podía imaginar dónde o cómo obtenían alimentos, no tenía más ocupación que la relativamente tediosa tarea de conducir, se dedicó a formular hipótesis sobre las extrañas criaturas. Se las expuso a Barlennan, pero el capitán no le fue de gran ayuda.
Sin embargo, una de aquellas ideas lo intranquilizaba. Se preguntaba por qué los gigantes construían las ciudades precisamente de esa manera. Por una parte, no podían haber previsto la llegada del tanque y del Bree; por otra, era un método poco práctico para rechazar invasiones de criaturas de su propia especie, quienes, dado que esa práctica era común, no podían ser tomadas por sorpresa.
Aun así, había una razón posible. Era sólo una hipótesis, pero explicaba el diseño de la ciudad y la falta de nativos en la campiña circundante, así como la ausencia de labrantíos o cosas semejantes en los alrededores. Lackland tuvo que hacer muchas especulaciones para concebir siquiera semejante idea, y no se la mencionó a Barlennan. Por lo pronto, no explicaba por qué habían llegado hasta allí sin tropiezos. Si la idea era atinada, ya tendrían que haber utilizado muchas más municiones del cañón. Así que Lackland decidió callar y mantener los ojos abiertos; pero no se sorprendió demasiado cuando, un amanecer, a trescientos kilómetros de la ciudad donde Hars recibió sus heridas, vio que una loma se alzaba de pronto sobre una veintena de patas rechonchas y elefantinas, erguía una cabeza montada sobre un pescuezo de seis metros, observaba durante un largo instante con una batería de ojos y trotaba al encuentro del tanque.
Barlennan no ocupaba su puesto habitual en el techo, pero respondió de inmediato a la llamada de Lackland. El terrícola había detenido el tanque, y contaban con varios minutos para tomar una decisión antes de que la bestia los alcanzara a su actual velocidad.
— Barlennan, apostaría a que jamás viste algo semejante. Aun con un tejido tan resistente como el que produce tu planeta, nunca podría acarrear su propio peso muy lejos del ecuador.
— Tienes razón, jamás lo había visto. Ni siquiera he oído hablar de semejante criatura, ni se si es peligrosa. Pero no deseo averiguarlo. Aun así, es carne; quizá…
— Si quieres decir que no sabes si come carne o vegetales, apuesto por lo primero — replicó Lackland —. Sería muy raro que un herbívoro se abalanzara sobre algo de mayor tamaño con sólo verlo, a menos que fuese tan estúpido como para pensar que el tanque es una hembra de su propia especie, lo cual dudo mucho. Además, estuve pensando que la existencia de un gran carnívoro explicaría por qué los gigantes nunca salen de las ciudades, y por qué las han construido en forma de trampa. Probablemente, atraen a estas criaturas exhibiéndose en el fondo, igual que hicieron con nosotros, y luego las matan con rocas, como intentaron con el tanque. Es un buen sistema para tener reparto de carne a domicilio.
— Todo eso puede ser cierto, pero por el momento no nos interesa — replicó Barlennan con cierta impaciencia —. ¿Qué haremos con ésta? El arma con la que despedazaste la roca tal vez la mate, pero seguramente no dejaría carne aprovechable; en cambio, si salimos con las redes, estaremos demasiado cerca para que la utilices sin trabas si nos metemos en problemas.
— ¿Te atreverías a usar las redes con una cosa de semejante tamaño?
— Por supuesto. La retendríamos, siempre que pudiéramos cogerla. El problema es que sus patas son demasiado grandes para atravesar la malla, y nuestro método habitual para desplazar la presa no serviría de mucho. Tendríamos que rodearle el cuerpo y las patas con las redes, y luego ceñirlas.
— ¿Se te ocurre algo?
— No… y, de todas formas, no nos queda mucho tiempo. Ya la tenemos casi encima.
— Salta y desengancha el trineo. Avanzare con el tanque y la distraeré un rato, si quieres. Si decides capturarla y luego se presentan problemas, podréis apartaros de un salto para que yo utilice el cañón.
Barlennan obedeció la primera parte de la sugerencia sin titubeos ni discusiones, deslizándose por la parte posterior y destrabando con un diestro ademán el gancho que sujetaba el cable de remolque al tanque. Después, emitió un ronquido para anunciar a Lackland que su tarea estaba cumplida y saltó a bordo del Bree.
La criatura se detuvo cuando la máquina reanudó la marcha. Bajó la cabeza a un metro del suelo y contoneo su largo cuello, mientras sus ojos múltiples evaluaban la situación desde todos los ángulos posibles. No prestaba atención al Bree; quizá porque no reparaba en los pequeños movimientos de la tripulación, o porque consideraba el tanque un problema más urgente. Cuando Lackland giro hacia un flanco, la criatura inclinó el cuerpo gigantesco para seguir observándolo de frente. Por un instante, el terrícola pensó en virar ciento ochenta grados para que la criatura apartara los ojos de la nave; luego recordó que eso pondría al Bree en la línea de fuego si tenía que disparar el cañón, y detuvo la maniobra cuando el trineo quedó a la diestra del monstruo. De cualquier modo, la disposición ocular de la criatura siempre le permitiría ver a los marineros que avanzaran, tanto por detrás como por delante.
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