Hal Clement - Misión de gravedad

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El planeta Mesklin es grande y muy denso. La gravedad en su superficie varía enormemente desde 3 g en el ecuador hasta 700 g en los polos. Los océanos son de metano líquido y la nieve es amoniaco congelado. En estas condiciones de pesadilla viven los mesklinitas, quienes han desarrollado una cultura y una sociedad perfectamente acorde con las condiciones de su entorno. Barlemann, un osado marinero mesklinita, acepta emprender un viaje imposible para salvar una costosa sonda terrestre averiada en el polo del planeta. Para los mesklinitas el viaje constituye una maravillosa oportunidad de descubrir la ciencia y avanzar en el camino del conocimiento, fuerza motríz que les guía a través de numerosas aventuras.

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La plana región que rodeaba la caleta cambió gradualmente. En los primeros cuarenta días, antes de que Lackland se detuviera para dormir, recorrieron setenta kilómetros.

Estaban en una zona de colinas ondulantes que alcanzaban alturas de cien metros, y no habían sufrido ningún percance. Barlennan comunicó por radio que los tripulantes disfrutaban de la experiencia, y que el inusitado ocio aún no les molestaba. La velocidad del tanque y el remolque era de unos siete kilómetros por hora, es decir, mayor que la velocidad a la que reptaban los mesklinitas; en cuanto a la gravedad — para ellos escasa—, algunos comenzaban a experimentar otros métodos de viaje. Ninguno había saltado aún, pero parecía que Barlennan pronto tendría compañeros que compartirían su recién adquirida indiferencia ante las caídas.

Todavía no habían visto vida animal, pero sí huellas diminutas en la nieve, que aparentemente pertenecían a las criaturas que los tripulantes del Bree habían cazado para alimentarse durante el invierno. La vida vegetal era muy diferente; en algunos lugares, la nieve estaba casi oculta por una vegetación herbácea que afloraba a través de ella, y en una ocasión la tripulación quedó embelesada al ver un espécimen que a Lackland le pareció un árbol achaparrado. Los mesklinitas nunca habían visto algo que creciera a semejante altura del suelo.

Mientras Lackland dormía como podía en su sofocante habitáculo, la tripulación se desperdigaba por el terreno circundante. En parte, buscaban comida fresca, pero ante todo les interesaban los alimentos para salar. Todos estaban familiarizados con una amplia variedad de las plantas que producían lo que Lackland llamaba especias, pero ninguna de ellas crecía en las inmediaciones. Muchas plantas portaban semillas, y casi todas tenían apéndices semejantes a hojas y raíces; el problema era que no había modo de discernir si eran venenosas, y mucho menos si tenían buen sabor. Ningún marinero de Barlennan era tan imprudente ni ingenuo para probar una planta que nunca había visto; buena parte de la flora mesklinita se protegía con formidable eficacia mediante venenos.

Los marineros consiguieron muchos especímenes de aspecto prometedor, pero nadie pudo hacer ninguna sugerencia práctica para utilizar sus hallazgos. Dondragmer fue el único que tuvo éxito en su excursión; más imaginativo que sus compañeros, pensó en buscar debajo de los objetos y levantó muchas piedras. Al principio sintió aprensión, pero su nerviosismo había desaparecido por completo para ser reemplazado por un genuino entusiasmo con el nuevo deporte. Había muchas cosas que descubrir incluso bajo las piedras más pesadas, y pronto regresó a la nave llevando varios objetos que aparentaban ser huevos. Karondrasee los tomó a su cargo — nadie temía consumir alimentos animales— y pronto la opinión quedó confirmada. Eran huevos, y muy apetitosos. Sólo después de consumirlos, alguien pensó en empollar alguno para averiguar a qué animal pertenecían.

La idea se aceptó con entusiasmo, y se organizaron partidas en busca de huevos. El Bree se había transformado en incubadora cuando Lackland despertó.

Tras cerciorarse de que todos los tripulantes hubieran regresado a bordo, puso el motor en marcha y reanudó el viaje hacia el este. Pocos días después, las colinas eran más altas, y atravesaron dos veces ríos de metano, afortunadamente tan angostos que el trineo pudo franquearlos. Era una suerte que la pendiente de las colinas fuera gradual, pues los marineros sentían inquietud cuando tenían que mirar hacia abajo; sin embargo, según le informó Barlennan, esa sensación se iba disipando poco a poco.

Al cabo de veinte días de la segunda etapa del trayecto, olvidaron por completo el terror a la altura, pues un cambio en el paisaje atrajo toda la atención de los pasajeros de ambos vehículos.

7 — PIEDRAS DEFENSIVAS

Hasta entonces las colinas eran suaves y con declives regulares, pues la intemperie había erosionado las irregularidades. No había indicios de los pozos y grietas que Lackland había temido antes de la partida. Las cimas eran redondeadas, así que habrían podido cruzarlas sin dificultad aun a mayor velocidad. Pero ahora, mientras escalaban una loma, el paisaje que vieron en la siguiente colina llamó la atención de todos.

Su altura era superior a la de la mayoría de las anteriores; parecía más un risco que un montículo. Pero la gran diferencia estaba en la cima, ya que, en lugar de presentar la acostumbrada comba suave y gastada por el viento, era escabrosa. Una mirada más atenta revelaba que estaba coronada por una hilera de pedrejones, a intervalos regulares, que sólo podían revelar una obra de la inteligencia. Había rocas de diferentes aspectos:

desde objetos monstruosos del tamaño del tanque de Lackland hasta fragmentos semejantes a pelotas de baloncesto; y todas, aunque toscas en los detalles, tenían forma más o menos esférica. Lackland frenó el vehículo y cogió los binoculares. Llevaba la escafandra, aunque sin el casco. Barlennan, olvidando la presencia de la tripulación, saltó los veinte metros que separaban el Bree del tanque y se plantó sobre el techo de éste con firmeza. Allí habían amarrado una radio para comunicarse, y Barlennan empezó a hablar casi antes de aterrizar.

— ¿Qué es, Charles? ¿Es una ciudad, como las que existen en tu mundo? No se parece a tus fotos.

— Esperaba que tú me lo dijeras — fue la respuesta —. Evidentemente, no es una ciudad, y las piedras están demasiado separadas para formar murallas o fuertes. ¿Ves algún movimiento en los alrededores? No alcanzo a ver con estos binoculares, pero quizá tu vista sea más aguda.

— Sólo veo que la cumbre es irregular; si las cosas de arriba son piedras sueltas, tendré que aceptar lo que dices hasta que estemos más cerca. No veo ningún movimiento, desde luego, pero, a esta distancia, me resultaría imposible distinguir cualquier cosa de mi tamaño.

— Yo podría verte a esta distancia sin binoculares, pero no podría contar tus brazos y piernas. Con ellos, puedo asegurar con bastante certeza que esa cumbre está desierta.

Aun así, te garantizo que esas piedras no llegaron allí por accidente; nos mantendremos alerta. Avisa a tu tripulación.

Durante dos o tres minutos, mientras el sol se desplazaba deprisa para revelar la mayoría de las zonas que antes estaban en sombras, aguardaron y miraron; pero nada se movía excepto las sombras, y, finalmente, Lackland puso el tanque en marcha. El sol se puso mientras bajaban por la pendiente. El tanque tenía un solo faro, y Lackland lo apuntaba al camino, así que no podían ver qué sucedía entre las piedras. El amanecer los sorprendió cruzando otro arroyo, y la tensión aumentó cuando reiniciaron la marcha cuesta arriba. Durante un par de minutos no se vio nada, pues el sol estaba delante de los viajeros; luego se elevó, permitiéndoles ver con mayor claridad. Ninguno de los ojos clavados en la cumbre pudo detectar ningún cambio respecto de lo que habían visto la noche anterior. Tanto a Lackland como a los mesklinitas les daba la impresión de que ahora había más piedras, pero, como nadie había intentado contarlas, no tenían pruebas de ello. Seguían sin ver ningún movimiento.

Tardaron cinco o seis minutos en escalar la colina a la velocidad del tanque, así que tenían el sol detrás cuando llegaron a la cima. Lackland descubrió que el espacio entre algunas de las piedras más grandes presentaba la anchura suficiente para permitir el paso del tanque y el trineo, por lo que se dirigió hacia uno de ellos al aproximarse a la cresta, haciendo crujir algunas de las piedras menores; por un momento, Dondragmer, que iba en la nave, pensó que una había dañado el tanque, pues la máquina se detuvo de golpe. Barlennan aún iba encima del vehículo, observando atentamente la escena circundante. El Volador no era visible, desde luego; sin embargo, al cabo de un instante, el piloto del Bree dedujo que también él debía de estar interesado en el valle y había interrumpido el avance.

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