Robert Heinlein - Viernes

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Viernes: краткое содержание, описание и аннотация

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Viernes es su nombre. Es una mujer. Y es un mensajero secreto. Está empleada por un hombre al que únicamente conoce como "Jefe". Operando desde y a través de una Tierra de un futuro próximo, en la cual Norteamérica ha sido balcanizada en docenas de estados independientes, en donde la cultura ha sido extrañamente vulgarizada y el caos es la norma feliz, se enfrenta a una sorprendente misión que la hace ir de un lado para otro bajo unas órdenes aparentemente absurdas. De Nueva Zelanda al Canadá, de uno a otro de los nuevos estados desunidos de América, mantiene ingeniosamente su equilibrio con rápidas y expeditivas soluciones, de una calamidad y embrollo a otro. Desesperada por la identidad y las relaciones humanas, nunca está segura si se halla un paso por delante, o un paso por detrás, del definitivo destino de la raza humana. Porque Viernes es una Persona Artificial… la mayor gloria de la ingeniería genética.
Una de las mejores obras de Heinlein, lo cual es lo mismo que decir una de las mejores de toda la ciencia ficción…

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— Excelente — admití. Me gustaba la cálida camaradería del estudio de la biblioteca, pero en mi propia habitación podía quitarme la ropa sin tener la sensación de irritar a papá Perry —. ¿Qué es lo que debo estudiar hoy?

— Dioses. ¿No hay ningún tema que esté interesada en tocar más a fondo? No me gusta molestar al Número Uno.

Fui a mi habitación y seguí con la historia de Francia desde Luis XI, y eso me condujo a las nuevas colonias al otro lado del Atlántico, y eso me condujo a la economía, y eso me condujo a Adam Smith y de ahí a las ciencias políticas. Llegué a la conclusión de que Aristóteles había tenido sus buenos días pero que Platón era un fraude pretencioso, y eso me condujo a que fuera llamada tres veces a comer, con la última llamada incluyendo un mensaje grabado de que si llegaba tarde solamente tendría derecho a raciones frías y un mensaje directo de Rubia amenazándome con llevarme abajo arrastrándome del pelo.

Así que me apresuré a bajar, descalza y cerrándome aún la cremallera del mono. Anna me preguntó qué había estado haciendo que fuera tan urgente que me hubiera olvidado incluso de comer. Ella y Rubia y yo comíamos normalmente juntas, con o sin compañía masculina… los residentes en el cuartel general eran un club, una fraternidad, una ruidosa familia, y casi dos docenas de ellos eran «amigos de beso» míos.

— Mejorando mi cerebro — dije —. Estás contemplando a la Mayor Autoridad del Mundo.

— ¿Autoridad en qué? — preguntó Rubia.

— En cualquier cosa. Simplemente pregúntame. Las más fáciles te las responderé inmediatamente; las difíciles te las responderé mañana.

— Pruébalo — dijo Anna —. ¿Cuántos ángeles pueden sentarse en la punta de un alfiler?

— Esa es una pregunta fácil. Mide los culos de los ángeles. Mide la punta del alfiler.

Divide A por B. La respuesta numérica es dejada como ejercicio para el estudiante.

— Muy lista. ¿Cuál es el sonido de una palmada?

— Más fácil todavía. Pon en marcha una grabadora, utilizando cualquier terminal que tengas cerca. Da una palmada. Escucha el resultado.

— Inténtalo tú, Rubia. Ha estado pensando mucho tiempo en ello.

— ¿Cuál es la población de San José?

— ¡Ah, esta es una de las difíciles Te contestaré mañana.

Esas frivolidades prosiguieron durante más de un mes antes de que empezara a filtrárseme en la cabeza que alguien (el Jefe, por supuesto) estaba de hecho intentando obligarme a convertirme en «La Máxima Autoridad del Mundo».

Hubo un tiempo en que existió un hombre conocido como «La Máxima Autoridad del Mundo». Tropecé con él intentando responder a una de las muchas tontas preguntas que no dejaban de llegarme desde las más extrañas fuentes. Como ésta: Pon tu terminal en «búsqueda». Teclea sucesivamente los parámetros «cultura norteamericana», «habla inglesa», «mitad del siglo veinte», «comediantes», «La Máxima Autoridad del Mundo». La respuesta que una puede esperar es «Profesor Irwin Corey». Encontrarán esas rutinas prematuramente divertidas.

Mientras tanto, yo estaba siendo alimentada a la fuerza, como un pato para foie-gras.

Sin embargo fue un período delicioso. A menudo, bastante a menudo, uno de mis auténticos amigos me invitaba a compartir su cama. No recuerdo haberme negado ninguna vez. Las citas se establecían normalmente durante los baños de sol de la tarde, y la perspectiva añadía una picazón al sensual placer de estar tendida bajo el sol. Porque todo el mundo en el cuartel general era tan civilizado — tan y tan considerado —, que era posible responder: «Lo siento, Terence me lo pidió primero. ¿Quizá mañana? ¿No? De acuerdo, otra vez será…», y no herir los sentimientos de nadie. Uno de los fallos del grupo-S al que había pertenecido era que tales arreglos eran negociados entre los machos bajo algún protocolo que jamás me fue explicado pero que no estaba libre de tensión.

Las preguntas tontas eran cada vez más numerosas. Me encontraba precisamente sumergida en los detalles de la cerámica Ming cuando apareció un mensaje en mi terminal diciéndome que alguien deseaba saber la relación entre las barbas de los hombres, las faldas de las mujeres, y el precio del oro. Yo había dejado de sorprenderme ya ante las preguntas estúpidas; en torno al Jefe puede pasar cualquier cosa. Pero aquella parecía superestúpida. ¿Por qué debía haber alguna relación? Las barbas de los hombres no me interesaban; pican, y a menudo están sucias. En cuanto a las faldas de las mujeres, aún sé menos. Casi nunca llevo esas molestas faldas. Puede que los vestidos con falda sean preciosos, pero no son prácticos para viajar, y hubieran podido causarme la muerte tres o cuatro veces… y cuando estás en casa, ¿qué hay de malo en ir en cueros? O tan en cueros como permitan las costumbres locales.

Pero había aprendido a no ignorar preguntas simplemente porque fueran obvias tonterías; me enfrenté a esa pidiendo todos los datos que me fue posible, incluido el teclear algunas de las más sorprendentes cadenas de relación. Luego le dije a la máquina que lo tabulara todo y ofreciera los datos por categorías.

¡Qué me aspen si no empecé a encontrar relaciones!

A medida que se iban acumulando más y más datos, llegué a la conclusión de que la única forma en que podía tener una visión del conjunto era pedirle a la computadora que preparara y mostrara un gráfico tridimensional… y eso pareció tan prometedor que le dije que lo convirtiera en un holograma a color. ¡Hermoso! No sabía por qué esas tres variables encajaban entre sí, pero lo hacían. Pasé el resto de aquel día cambiando escalas. X versus Y versus Z en varias combinaciones… aumentándolas, retorciéndolas, girándolas, buscando pequeñas relaciones cicloides dentro de las más grandes y obvias… y observando un débil doble período sinusoidal crítico, que se mantenía mientras yo hacía girar el holo… y repentinamente, sin ninguna razón que pueda alegar, decidí sustraer la doble curva.

¡Eureka! ¡Tan precioso y necesario como un jarrón Ming! Antes de la hora de la cena tenía la ecuación, sólo una línea que abarcaba todos los estúpidos datos que durante cinco días había estado extrayendo de la terminal. Tecleé el código del jefe de estado mayor y le recité la ecuación de una línea, más definiciones y variables. No añadí ningún comentario, ninguna discusión; deseaba obligar al inexpresivo bromista a pedirme mi opinión.

Recibí la misma respuesta… es decir, nada.

Haraganeé durante la mayor parte de un día, aguardando, y probándome a mí misma que podía contemplar el cuadro de un grupo de personas perteneciente a cualquier año y, con sólo mirar los rostros de los hombres y las piernas de las mujeres, hacer estimaciones aproximadas relativas al precio del oro (subiendo o bajando), la época de ese cuadro en relación con el doble ciclo y — en pocas palabras y de forma muy sorprendente — si la estructura política estaba desmoronándose o consolidándose.

Mi terminal zumbó. Ningún rostro. Ninguna palmada en el hombro. Sólo un mensaje escrito: «Operaciones solicita lo más pronto posible profundo análisis acerca de la posibilidad de que las plagas epidémicas de los siglos VI, XIV y XVII sean resultado de conspiraciones políticas».

¡Huau! Me había puesto a pasear en una casa de locos y me habían encerrado con los chalados.

¡Oh, está bien! La pregunta era tan compleja que mejor que me dejaran sola durante mucho tiempo mientras la estudiaba. Eso me iba; cada vez me había ido aficionando más a las posibilidades de la terminal de una computadora grande conectada a una red de investigación a escala mundial… me sentía como un descubridor.

Empecé listando tantos temas como me fue posible por asociación libre: plaga, epidemiología, pulgas, ratas, Daniel Defoe, Isaac Newton, conspiraciones, Guy Fawkes, francmasonería, los iluminados, los rosacruces, Kennedy, Oswald, John Wilkes Booth, Pearl Harbor, la influenza, control de las epidemias, etc.

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