— Creo que me basta. ¿Sentía usted, pues, un rencor personal hacia Hallam?
— Yo diría que no le tenía mucho afecto en aquellos días. Y sigo sin tenérselo.
—¿Podría ser, entonces, que su objeción a la Bomba de Electrones fuese inspirada por su deseo de destruir a Hallam?
— Me opongo a este interrogatorio — dijo Denison.
—¡Por favor! Nada de lo que le pregunto va a ser utilizado contra usted. Es sólo para informarme, porque me preocupa la Bomba de Electrones y unas cuantas cosas más.
— Bien, supongo que no debemos descartar una especie de complicación emocional. Gracias al hecho de que detestaba a Hallam, yo estaba dispuesto a creer que su popularidad y su grandeza tenían una base falsa. Pensé en la Bomba de Electrones con la esperanza de encontrar un fallo.
—¿Y por consiguiente, lo encontró?
— No — subrayó Denison con fuerza, descargando un puñetazo sobre el brazo de la silla, después de lo cual se levantó por el ímpetu de su reacción No por consiguiente». Encontré un fallo, pero era auténtico, o así lo consideré yo. Le aseguro que no me limité a inventar un fallo para poner la zancadilla a Hallam.
— No hablamos de inventar, doctor — suavizó Gottstein—. Jamás se me ocurriría sugerirlo. No obstante, todos sabemos que al tratar de determinar algo que se halla en la frontera de lo desconocido es necesario hacer suposiciones. Las suposiciones pueden hacerse sobre una vaga área de incertidumbre, y empujarlas en una u otra dirección con perfecta honradez, pero de acuerdo con… con las emociones del momento. Tal vez usted hizo sus suposiciones sobre el borde antiHallam de lo posible.
— Esta discusión es inútil, señor. En aquel entonces creí tener un argumento válido. Sin embargo, no soy físico. Soy (era) radioquímico.
— Hallan era también era radioquímico, pero ahora es el físico más famoso del mundo.
— Sigue siendo radioquímico, y con un retraso de un cuarto de siglo.
— Contrariamente a usted, que ha trabajado con firmeza hasta convertirse en físico.
Denison le miró fijamente.
— Ha investigado a fondo respecto a mí.
— Ya se lo he dicha: usted me impresionó. Es asombroso cómo voy recordando. Cambiaré un poco de tema. ¿Conoce a un físico llamado Peter Lamont?
— Algo, adujo Denison, lacónico.
—¿Diría usted de él que también es eficiente?
— No le conozco lo bastante para decirlo, y detesto abusar de esta palabra.
—¡Diría usted que sabe de qué está hablando?
— Salvo información en sentido contrario, yo diría que sí.
Con cuidado, el Comisionado se apoyó en el respaldo de su asiento. Parecía frágil, y en la Tierra no hubiese soportado su peso. Interrogó:
—¿Le importaría decirme cómo conoció a Lamont? ¿O fue sólo de oídas? ¿Se conocieron personalmente?
Denison repuso
— Hablamos algunas veces. Tenía el, plan de escribir una historia de la Bomba de Electrones; como empezó; un relato completo de su legendario desarrollo. Me halagó que Lamont viniese a verme y parecía haber descubierto algo sobre mí. Maldita sea, Comisionado, me halagó que supiera que yo vivía. Pero no pude decirle gran cosa. ¿De qué hubiera servido? No me hubiese granjeado más que burlas y estaba harto de ellas, harto de cavilar, harto de compadecerme a mí mismo.
—¿Sabe algo de lo que Lamont ha estado haciendo durante estos últimos años?
—¿A qué se refiere exactamente, Comisionado? — preguntó Denison, con cautela.
— Hace un año, tal vez un poco más, Lamont fue a hablar con Burt. Yo ya no trabajo para el senador, pero nos vemos de vez en cuando. Me comentó la entrevista; estaba preocupado. Pensaba que Lamont podía tener algún argumento válido contra la Bomba de Electrones, pero no veía un sistema práctico de enfocar el asunto. Yo también estaba preocupado.
— Preocupación general — dijo Denison, con sarcasmo.
— Pero ahora yo me pregunto: si Lamont habló con usted y…
— Basta! Basta. Comisionado, no siga. Creo que comprendo adónde quiere ir a parar y no quiero que siga por este camino. Si espera que yo le diga que Lamont me robó la idea, que una vez más estoy siendo maltratado, se equivoca. Permítame decirle y recalcarle de nuevo que yo no tenia una teoría válida. Era sólo intuición. Me preocupaba; la presenté y no me creyeron, me la quitaron de la cabeza. Puesto que no tenia medios de demostrar su valor, renuncié a ella. No la mencioné en mi conversación con Lamont; no pasamos de los primeros días de la Bomba. Lo que él descubrió después, por mucho que se pareciese a mi teoría, fue una idea independiente. Creo que es mucho más sólida y está basada en un riguroso análisis matemático. No pretendo tener ninguna prioridad: ninguna.
— Por lo visto, usted conoce la teoría de Lamont.
— Hace unos meses corrió de boca en boca. Lamont no puede publicar nada y nadie le toma en serio, pero todos discutieron su idea. Incluso llegó a mis oídos.
— Comprendo, doctor. Pero yo sí que le tomo en serio. Tenga en cuenta que para mí era el segundo aviso. El informe del primer aviso (el de usted) no llegó a manos del senador. No se refería a irregularidades financieras, que entonces constituían su preocupación. El jefe del equipo investigador (que no era yo) lo consideró (con perdón) una estupidez. Yo, no. Cuando la cuestión volvió a surgir, me puse nervioso. Tenía la intención de ir a ver a Lamont, pero varios físicos a quienes consulté…
—¿Incluyendo a Hallam?
— No, no hablé con Hallam. Aquellos a quienes consulté me dijeron que el trabajo de Lamont carecía de todo fundamento. Incluso entonces seguí opinando que debía ir a verle, pero en seguida me pidieron que ocupase este puesto, y aquí estoy, y aquí está usted. Comprenderá, pues, por qué tenía que verle. Según su opinión, ¿hay algún mérito en las teorías suyas y en las del doctor Lamont?
—¿Se refiere a si el uso continuado de_ la Bomba de Electrones va a hacer explotar el sol o tal vez la franja entera de la Galaxia?
— Sí, eso es exactamente a lo que me refiero.
—¿Cómo puedo decírselo? No tengo más que mi intuición, que se reduce a esto: a una intuición. En cuanto a la teoría de Lamont, no la he estudiado con detalle; no ha sido publicada. Si la leyera, es posible que no comprendiese la parte matemática. Además, ¿qué importa? Lamont no convencerá a nadie. Hallam le ha destruido del mismo modo que antes me destruyó a mí, y el público en general, incluso aunque Lamont consiguiera pasar por encima de Hallam, consideraría que creerle va en contra de sus intereses inmediatos. No quieren renunciar a la Bomba, y es mucho más fácil negarse a aceptar la teoría de Lamont que intentar hacer algo al respecto.
— Pero usted sigue preocupado por ello, ¿verdad?
— Naturalmente, en el sentido de que creo que podemos causar nuestra propia destrucción y, por supuesto, no me gustaría que ocurriera.
— De manera que ahora ha venido a la Luna a hacer algo que Hallam, su antiguo enemigo, le impediría hacer en la Tierra.
Denison dijo, lentamente:
— A usted también le gusta intuir las cosas.
—¿Lo cree así? —replicó Gottstein, con indiferencia—. Quizá yo también soy inteligente. ¿Es correcta mi intuición?
— Puede serlo. No he renunciado a la esperanza de volver a dedicarme a la ciencia. Si puedo hacer algo que evite la destrucción de la humanidad, ya sea demostrando que no existe el peligro, ya sea demostrando que existe y que ha de ser conjurado, me sentiría satisfecho.
— Comprendo. Doctor Denison, cambiando de tema, mi predecesor, el Comisionado Montes, me ha dicho que el desarrollo de la ciencia tiene lugar aquí, en la Luna. Al parecer opina que una cantidad desproporcionada de cerebros e iniciativa humana se encuentra aquí.
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