Chistopher Priest - El mundo invertido

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Cuando Helward Mann abandona la ciudad, no tiene motivos para pensar que el mundo que se extiende más allá no sea sino el de su propio planeta de origen. De hecho, y a pesar de las semejanzas, hay pruebas —que él no puede ignorar— que lentamente contradicen todas sus convicciones. A medida que crece su experiencia en el trabajo fuera de la ciudad, se ve forzado a aceptar la razón fundamental y descarnada de esa lucha por la supervivencia. El planeta no es la Tierra. De alguna manera, el mundo en que vive —y por cierto el universo mismo en el cual existe el planeta— es intrínsecamente diferente.
El mundo está invertido: un planeta de dimensiones infinitas existe y palpita en un universo de tamaño limitado. Esta novela, de brillante originalidad, ha sido distinguida con el premio a la mejor novela de ciencia-ficción publicada en Inglaterra, y está destinada a convertirse en un clásico de la literatura imaginativa.

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Enfilamos de vuelta a la ciudad. Yo creía que, una vez obtenida la información que nos habían encomendado reunir cabalgaríamos día y noche, sin preocuparnos por la seguridad ni la comodidad. En cambio, retomamos la lenta marcha a campo traviesa.

—¿No sería mejor apresuramos? —pregunté finalmente, pensando que tal vez Denton se estuviese demorando por mí. Quería demostrarle que estaba dispuesto a apurar el paso.

—No hay ninguna prisa en el futuro —respondió.

No discutí con él, pero tenía idea de que habíamos estado ausentes no menos de treinta días. Durante ese lapso, el movimiento de la tierra habría hecho alejar a la ciudad otras tres millas del óptimo. Por consiguiente, tendría que haberse desplazado por lo menos esas distancia para permanecer dentro de los límites de seguridad.

Yo sabía que la zona no explorada comenzaba sólo una milla al Norte de la última ubicación de la ciudad.

A corto plazo la ciudad necesitaba los datos que nosotros poseíamos.

El viaje de regreso nos consumió tres días. Al tercer día, mientras cargábamos los caballos y retomábamos la marcha rumbo al Sur, me vino el recuerdo que había estado buscando. Vino espontáneamente, como suele suceder cuando uno bucea en busca de algo enterrado, en el subconsciente.

Sentía que había agotado todos mis recuerdos conscientes de las clases del internado. El repasar mentalmente los largos cursos académicos había resultado tan infructuoso como tediosas habían sido las lecciones en su momento.

Pero la respuesta me llegó rememorando una materia que ni siquiera había considerado.

Recordé un periodo, en mis últimas millas de internado, durante el cual el profesor nos había hecho ingresar al reino de los cálculos. Todos los aspectos de las matemáticas provocaban la misma reacción en mí —no demostraba yo ni interés ni habilidad alguna—, y este desarrollo de más conceptos abstractos no me pareció diferente.

El programa versaba sobre un tipo de cálculo conocido como funciones, y se nos, enseñaba a dibujar gráficos que representaban dichas funciones. Fueron los gráficos los que me dieron la pista: yo siempre había tenido cierto talento para el dibujo, y durante unos días conseguí mantener despierto el interés, que murió casi de inmediato al descubrir que los gráficos no constituían un fin en si mismos sino que se los hacía con el objeto de averiguar más datos acerca de la función... y yo no sabía lo que era una función.

Un gráfico en particular fue discutido con lujo de detalles.

Mostraba la curva de una ecuación en la que un valor era representado como recíproco —o inverso— del otro. Este gráfico se llamaba hipérbola. Una parte del mismo se dibujaba en el cuadrante positivo, la otra en el negativo. Cada extremo de la curva tenía un valor infinito, tanto positivo como negativo.

El profesor había explicado qué pasaría si se hiciera rotar ese gráfico alrededor de uno de sus ejes. Yo no comprendía por qué había que dibujar gráficos ni por qué habría que hacerlos rotar, y me dio otro ataque de soñar despierto. Pero si noté que el profesor había dibujado cómo se vería el cuerpo sólido si se efectuara dicha rotación.

El resultado fue un objeto imaginario: un sólido con un disco de radio infinito, y dos espirales hiperbólicas encima y debajo del disco, cada una de las cuales se angostaba hacia un punto infinitamente distante.

Era una abstracción matemática, y en aquel entonces no me despertó el más mínimo interés.

Pero esa imposibilidad matemática no se nos enseñaba sin ningún motivo, y el profesor había tenido razón en dibujárnosla. De esa manera indirecta que caracterizaba toda nuestra educación, yo había visto ese día la forma del mundo en que vivíamos.

CAPÍTULO CINCO

Denton y yo atravesamos el bosque que había al pie de las colinas. Allí, frente a nosotros, estaba el desfiladero.

Involuntariamente tiré de las riendas e hice detener al caballo.

—¡La ciudad! —exclamé—. ¿Dónde está?

—Supongo que aún junto al río.

—¡Entonces debe haber sido destruida!

No cabía otra explicación. Sí no se había movido durante esos treinta días, sólo otro ataque podía haberla hecho demorar. A esta altura, debía haber llegado, al menos, hasta el desfiladero.

Denton me observaba con una expresión divertida en su rostro.

—¿Es ésta la primera vez que se ha alejado tanto al Norte del óptimo? —preguntó.

—Sí.

—Pero usted ha ido al Pasado. ¿Qué ocurrió cuando regresó a la ciudad?

—Se produjo un ataque —dije.

—Sí... Pero, ¿cuánto tiempo había pasado?

—Más de setenta millas.

—¿Era más de lo que esperaba?

—Sí. Yo pensé que... me había ido sólo unos días, una o dos millas.

—Bien. —Denton retomó la marcha. Yo lo seguí—. Lo contrario sucede cuando uno va al Norte del óptimo.

—¿Qué quiere decir?

—¿Nadie le ha hablado de los valores de tiempo subjetivo? —Mi expresión de desconcierto le dio la respuesta—. Si usted va a cualquier lugar al Sur del óptimo, se retrasa el tiempo subjetivo. Cuanto más al Sur se interne, mayor intensidad tendrá el fenómeno. En la ciudad, la escala de tiempo es más o menos normal mientras esté cerca del óptimo, de modo que cuando usted regresa del pasado, da la impresión de que la ciudad hubiese avanzado más de lo posible.

—Pero nosotros venimos del Norte.

—Si, y se produce el efecto opuesto. Mientras nos dirigimos al Norte, se acelera nuestra escala de tiempo subjetiva, y así parece que la ciudad no se hubiera movido en absoluto. Por experiencia, creo que advertirá que han pasado cuatro días durante nuestra ausencia. Es más difícil calcularlo en este momento ya que la ciudad está más al Sur del óptimo que lo acostumbrado.

Me quedé callado unos minutos tratando de entender.

—Entonces, si la ciudad pudiera llegar al Norte del óptimo, no tendría que viajar tantas millas. Podría detenerse.

—No. Tiene que estar siempre en movimiento.

—Pero, si el lugar donde hemos estado, retrasa el tiempo, la ciudad podría beneficiarse estando allí.

—No. El diferencial en el tiempo subjetivo es relativo.

—No comprendo —dije, sinceramente.

Íbamos recorriendo el valle, hacia el desfiladero. En unos minutos podríamos ver la ciudad, si es que ésta se hallaba donde creía Denton.

—Hay dos factores. Uno es el movimiento del suelo. El otro es cómo cambian subjetivamente los valores de tiempo. Ambos son absolutos, pero no necesariamente relacionados, que nosotros sepamos.

—¿Por qué, entonces...?

—Escuche. El suelo se mueve, físicamente. Al Norte, se mueve lentamente, y cuanto más al Norte uno llegue, más lentamente lo hará. Al Sur, se mueve con mayor rapidez. Si fuese posible alcanzar el punto más septentrional, pensamos que el suelo no se movería. Por otra parte, creemos que, en el Sur, el movimiento del suelo se acelera a velocidad infinita en el extremo más meridional.

—Yo estuve allí... en el extremo más meridional.

—Usted se alejó... ¿cuánto? ¿Cuarenta millas? ¿Tal vez más, por casualidad? Esta distancia fue suficiente para que sintiera los efectos... pero sólo el comienzo. Estamos hablando en términos de millones de millas. Millones, literalmente. Muchas más, dirían algunos. Destaine, el fundador de la ciudad, pensaba que el mundo era de tamaño infinito.

—Pero la ciudad sólo tiene que adelantarse unas pocas millas para quedar al Norte del óptimo.

—Efectivamente... y la vida sería mucho más sencilla. Aún tendríamos que hacerla avanzar, aunque no tan a menudo ni tan lejos. Pero el problema es que, lo más que podemos hacer, es ponemos al nivel del óptimo.

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