Clifford Simak - Caminaban como hombres

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Caminaban como hombres: краткое содержание, описание и аннотация

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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Llegamos a la primera de las curvas y entramos en ella. La había tomado a demasiada velocidad y tuve que luchar con el volante mientras las gomas chirriaban en fuerte protesta.

Después llegamos a la segunda, aún a demasiada velocidad, y finalmente a la tercera. Pisé el freno con fuerza y el coche patinó hasta detenerse, medio cruzado sobre el camino. Cogí el rifle y, abriendo la perta, salté fuera.

—Es todo tuyo — le dije a Joy.

No se opuso ni protestó. No dijo una sola palabra. Ya había puesto sus objeciones y yo las había echado a un lado y eso era todo. Era una chica maravillosa.

Se deslizó frente al volante. Me aparté a un lado y el coche partió velozmente. Las luces traseras se perdieron tras la curva y me quedé solo.

El silencio era tenebroso. No había ningún ruido excepto el remover de las pocas hojas que quedaban sobre un álamo entre los pinos y el fantasmagórico susurro de los pinos mismos. Los cerros destacaban su negrura contra el cielo de color más pálido. Y había el olor a naturaleza y la presencia del otoño.

El rifle estaba corno impregnado de goma y pasé mis manos por él. Era una grasa, una grasa pegajosa. Y tenía un aroma: el aroma a loción de afeitar que había sentido yo esa mañana.

Esta mañana, pensé. ¡Dios mío, sólo había sido esta mañana! Traté de localizarla, y estaba a mil años de distancia. No podía haber sido esta mañana.

Me salí un poco del camino y me quedé en la saliente. Pasé la mano vigorosamente por la culata del rifle, tratando de limpiarla de esa grasa pegajosa. Pero no salía. La palma de mi mano resbalaba sobre ella.

En pocos segundos más un coche aparecería por esa curva, probablemente a gran velocidad. Y cuando yo disparara, debía hacerlo rápido y casi por instinto, porque ya estaba acostumbrado a disparar en la oscuridad.

¿Y si era un coche común y corriente, pensé, un coche que llevaba en su interior a seres humanos amparados por leyes humanas? ¿Y si no nos venía siguiendo, sino que por alguna extraña casualidad había tomado la misma ruta que yo había tomado al intentar escapar de él?

Pensé en esto y el sudor brotó bajo mis brazos y resbaló cálidamente por mis costados.

Pero no podía ser, me dije. Había dado muchas vueltas y recodos, y ninguna de esas vueltas y recodos tenían tenían ningún sentido. Y, sin embargo, el coche con un solo faro nos había seguido en cada uno de ellos.

El camino giraba hasta llegar a la cumbre de uno de los cerros, y luego bajaba por una de sus pendientes. Cuando el coche llegara a la curva se destacaría su forma, por unos instantes, contra el color más pálido del cielo, y ese era el momento en que yo debía disparar.

Medio alcé el rifle y vi que mis manos estaban temblando, y eso era lo peor que podía sucederme. Bajé nuevamente el arma y traté de controlar mis nervios, de contener mi temblor, pero no lo logré.

Lo intenté nuevamente. Alcé nuevamente el rifle y, al hacerlo, apareció el coche en la curva, y en ese mismo instante vi la cosa que me hizo detener mi temblor, que me heló el cuerpo y me transformó en una roca.

Disparé, hice funcionar el cerrojo y disparé nuevamente y nuevamente moví el cerrojo, pero no alcancé a disparar por tercera vez, ya que no había necesidad. El coche había abandonado el camino y caía violentamente dando tumbos por la pendiente del cerro, estrellándose contra los árboles y aplastando los matorrales. Y mientras daba volteretas, la única luz, que milagrosamente seguía iluminando, lanzó su haz hacia el cielo, como un reflector buscando su presa.

Después, la luz se extinguió y se hizo el silencio una vez más. Ya no hubo más el estruendo de algo que se estrellaba hacia abajo del cerro.

Bajé el rifle, solté el cerrojo y lo eché hacia atrás apretando el gatillo.

Lancé todo el aire que había mantenido en los pulmones y tomé una profunda bocanada de aire.

Porque no había sido ningún coche humano, no habían seres humanos dentro de él.

Al llegar a la curva, en esos cortos segundos que pude ver su silueta, pude observar que su única luz no iba a uno de los dos lados sino ubicada exactamente al centro del parabrisas.

CAPITULO XXII

Un coche estaba estacionado en el pequeño jardín urente a la cabaña al detenerme en él.

—¿Qué sucede? — pregunté, sin dirigirme a nadie en particular.

—¿No habrá prestado Carleton la cabaña a alguien? — preguntó Joy.

—No, que yo sepa — le respondí.

Bajé del coche y di una vuelta en torno al otro.

El viento mecía los pequeños pinos y ellos respondían con sus quejidos. Las olas rompían sobre la playa y pude escuchar el sonido sordo que hacía la lancha de Stirling al dar suavemente contra el muelle.

Joy y el Perro se bajaron del coche y se aproximaron a mi lado. Había dejado el motor funcionando, y las luces de los faros delanteros bañaban la luz la cabaña.

La puerta de la cabaña se abrió y salió un hombre. Aparentemente, se había vestido rápidamente, porque aún se estaba abrochando el cinto. Se detuvo y nos quedó observando, y después bajó lentamente los escalones del pequeño vestíbulo. Iba vestido con la chaqueta del pijama y calzaba zapatillas.

Le esperamos y él se aproximó, vacilante, a través del jardín, pestañeando ante la luz. Probablemente no era más que un hombre de mediana edad, pero parecía ser más viejo. Su rostro estaba ensombrecido por una barba y su despeinado pelo se disparaba en todas direcciones.

—¿Buscan a alguien, ustedes? — preguntó.

Se detuvo a unos dos metros de distancia y se quedó mirándonos, la luz entorpeciendo su vista.

—Vinimos aquí a pasar la noche — dije —. No sabía que había alguien en la cabaña.

—¿Es suya la cabaña, seño»?

—No, de un amigo.

El hombre tragó saliva. Pude ver cómo lo hacía.

No tenemos derecho a estar aquí — dijo —. Entramos porque creímos que era lo que podíamos hacer. Estaba deshabitada.

—¿Y entraron sin pedir permiso a nadie?

—Escuche, señor — dijo el hombre —. No quiero líos. Había otras cabañas por aquí en las que podríamos haber entrado, pero da la casualidad que escogimos esta. No teníamos ninguna parte a donde ir y la señora estaba enferma. Por la preocupación, en gran parte, supongo. Nunca se había enfermado antes.

—¿Cómo es que no tiene dónde ir?

—Perdí mi trabajo — dijo —, y no pude encontrar otro y también perdí la casa. El banco no nos dio crédito. Y el sheriff nos echó de casa. Él no quería hacerlo, pero era su obligación. El sheriff lo sintió mucho.

—¿Y la gente del banco?

—Es gente nueva — dijo —. Llegaron unos señores nuevos y compraron el banco. Los otros, los que habían estado antes, no nos habrían echado. Nos habrían dado más tiempo.

—Y también gente nueva compró el lugar donde usted trabajaba — le dije.

Me miró, sorprendido.

—¿Cómo lo sabe? — preguntó.

—Es lógico — le respondí.

—Una ferretería — dijo —. Sólo un poco más allá del camino. Junto a la estación de servicio. Vendía artículos de deporte, mayormente. Para la caza, pesca, cebos. No era un gran negocio. No me daba mucho, pero lo suficiente como para ir viviendo.

No dije nada más. No podía pensar en otra cosa para decir.

—Siento mucho lo de la cerradura — dijo — Tuvimos que hacer saltar la cerradura de la puerta de atrás. Si hubiéramos encontrado una cabaña que estaba abierta, hubiéramos usado esa. Pero todas estaban cerradas.

—Una de las ventanas de los dormitorios estaba sin cerrojo — le dije —. Hace un poco de resistencia, pero la habría podido abrir. Stirling siempre la ha dejado así para que sus amigos puedan entrar cuando quieran. Hay que pararse sobre un tronco o algo así para alcanzar la ventana, pero usted podía haber entrado.

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