Clifford Simak - Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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Entré y marqué el número e introduje las monedas que me indicó la operadora. Escuché el sonido del teléfono en el otro extremo.

Alguien respondió; una voz malhumorada, oficial, que no era la de Stirling.

—¿Quién es? — pregunté —. Llamaba a Carleton Stirling. La voz no me lo dijo.

—¿Quién es usted? — preguntó.

Me enfadó. Algo así siempre me enfadaba, pero me contuve y le dije quién era.

—¿De dónde está llamando?

—Escuche usted…

—Señor Greaves — dijo la voz —, esta es la Policía. Debemos conversar con usted.

—¡La policía! ¿Qué ha sucedido allí?

—Carleton Stirling está muerto. El portero le encontró hace más o menos una hora.

CAPITULO XXIII

Detuve el coche frente al edificio de biología y me bajé.

—Es mejor que se quede aquí — dije al Perro —. El portero no le tiene mucho afecto y para mí sería muy difícil explicar la presencia de un perro que habla a los policías que me estarán esperando allí.

El Perro suspiró aparatosamente, inclinando sus largos bigotes hacia adentro.

—Supongo — dijo —, que sería un espectáculo muy fuerte. Sin embargo, el biólogo que ahora está muerto, lo tomó con mucha calma. Bastante mejor, diría yo, que su recibimiento.

—Tenía ventaja sobre mí — le dije al Perro —. Él podía ver las cosas desde un punto de vista científico.

Y me quedé pensando en cómo podía estar de broma, ya que Stirling había sido mi amigo y era muy probable que yo hubiera sido el causante de su muerte, a pesar que, hasta el momento, no sabía cuál había sido la causa.

Recordé esa' mañana, en la forma que había estado tendido sobre el sillón de la oficina, quedándole menos de un día de vida por delante, y cómo se había despertado sin sobresaltarse y sin sorprenderse y en la forma disparatada que había hablado, tal como uno esperaba que lo hiciera.

—Espérenos — le dije al Perro —. No tardaremos demasiado.

Joy y yo subimos los peldaños y ya estaba por golpear a la puerta cuando vi que no estaba cerrada. Subimos la escalera y la puerta del laboratorio de Stirling estaba abierta.

Dos hombres estaban inclinados sobre la mesa del laboratorio, esperándonos. Estaban hablando, pero al escucharnos entrar, suspendieron su charla (eso fue lo que presenciamos) y se sentaron esperando a que llegáramos.

Uno de ellos era Joe Newman, el chico que me había llamado para notificarme acerca de las bolas que habían ido rodando por el camino.

—Hola, Parker — dijo, bajando del taburete —. Hola, Joy.

—Hola, Joe — respondió Joy.

—Les presento a Bill Liggett — dijo Joe NeWman —. Es de la brigada de homicidios.

—¿Homicidios?

—Ciertamente — dijo Joe —. Creen que algo terminó con la vida de Stirling.

Giré rápidamente para enfrentarme al detective.

Él asintió.

—Fue asfixiado. Como si lo hubieran estrangulado. Pero no había marcas sobre él.

—Quiere decir…

—Escuche, Graves, si alguien estrangula a una persona, deja huellas en su garganta. Manchas negruzcas, decoloraciones. Hace falta mucha energía para estrangular un hombre. Generalmente se advierte bastante daño físico.

—¿Y no lo había?

—Ni una sola huella — dijo Liggett.

—Entonces, debe haberse asfixiado, simplemente. Con algo que ha bebido o comido. O por una contracción muscular.

—El doctor dice que no.

Moví la cabeza, incrédulo.

—No tiene ningún sentido.

—Quizás lo tenga — dijo Liggett — después de la autopsia.

—No parece posible — dije —. Si lo vi recién esta tarde.

—Por lo que sabemos — dijo Liggett —, usted fue el último que lo vio con vida. Estaba vivo cuando usted le vio, ¿verdad?

—Totalmente vivo.

—¿A qué hora?

—A las diez y media, más o menos. Quizás cerca de las once.

—El portero dice que le dejó entrar. A usted y a un perro. Lo recuerda, porque le dijo que no se permitía entrar a los perros. Dice que usted le respondió que el perro era un espécimen. ¿Lo era, Graves? —Demonios, no — repliqué —. Sólo fue una broma.

—¿Por qué subió al perro? El portero le dijo que no.

—Quería que Stirling lo viera. Habíamos conversado acerca de él. Era un perro extraordinario en muchos aspectos. Había estado rondando mi casa durante varios días y era muy amistoso.

—¿A Stirling le gustaban los perros?

—No lo sé. No demasiado, creo.

—¿Dónde está ese perro ahora?

—Allí, en mi coche — dije.

—¿No explotó su coche anoche?

—No lo sé — respondí —. Lo escuché en la radio. Creyeron que yo estaba dentro.

—Pero no lo estaba.

—Bueno, eso parece ser evidente, ¿no cree? ¿Averiguaron quién era?

Liggett asintió.

—Un muchacho, que ya había sido encerrado un par de veces por robar coches. Solamente para pasear un poco. Unas pocas manzanas y después los abandonaba.

—Una lástima — dije.

—Sí, lo es — dijo Liggett —. ¿Ahora anda en coche?

—En el mío — dijo Joy.

—Señorita, ¿ha estado con él toda la noche?

—Cenamos juntos — respondió Joy —. He estado con él desde entonces.

Buena chica, pensé. No decía nada a la policía. Todo lo que harían sería empeorar la situación.

—¿Usted le esperó en el coche, mientras él y el perro subieron?

Joy asintió.

—Parece — dijo Liggett — que hubo algo así como un escándalo ruidoso en su vecindario anoche, ¿sabe algo acerca de ello?

—Nada — respondió Joy.

—No te enfades con él — dijo Joe —. Hace muchas preguntas. Y parece suspicaz, también. Debe hacerlo. Es como se gana la vida.

—Es endemoniadamente extraño — dijo Liggett — el que ustedes se hayan visto mezclados en tantas cosas y no les suceda nada.

—Es la forma en que vivimos — dijo Joy.

—¿Por qué fueron hasta el lago? — preguntó Liggett.

—Sólo para dar una vuelta — dije.

—¿Y el perro estaba con ustedes?

—Ciertamente. Le llevamos también. Es buena compañía.

La bolsa no estaba en el gancho donde Stirling la había colgado y no pude encontrarla por ninguna parte. No podía buscarla con más cuidado porque Liggett se hubiera dado cuenta.

—Deberán venir al cuartel — me dijo Liggett —. Los dos. Deseamos aclarar algunas cosas.

—El patrón ya está enterado de todo — dijo Joe —. El encargado de la editorial de la ciudad le telefoneó en cuanto llamaste al laboratorio.

—Gracias, Joe — le dije —. Creo que podemos cuidarnos solos.

Sin embargo, no estaba muy seguro de eso. Si al bajar el Perro comenzaba a hablar y Liggett le escuchaba, la cosa se pondría muy difícil. Y también estaba el rifle en el coche, con el cargador semivacío y el cañón lleno de pólvora por los disparos que había hecho sobre el coche. Me habría sido muy difícil explicar cuál había sido mi blanco, y aun el por qué llevaba un rifle en el coche. Y en mi bolsillo había una pistola cargada, y otro bolsillo estaba lleno de cartuchos de rifle y pistola. Nadie, ningún buen ciudadano, caminaba por ahí en tiempo de paz y con las mejores intenciones con un rifle cargado en el coche y una pistola cargada en su bolsillo.

Había aún más, bastante más, por lo cual podrían culparnos. La llamada por teléfono que Joy había hecho a Stirling. Si la policía se metía realmente en el asunto, muy pronto sabrían lo de la llamada. Y había todas las posibilidades que si alguien había salido de su casa, en el vecindario de Joy, para averiguar acerca del escándalo, habría visto el coche estacionado frente a su casa y cómo había salió disparado calle abajo, con el acelerador a fondo.

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