Clifford Simak - Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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Corrí hacia la reja.

—¡Perro! — grité una vez más.

Salió como un toro a la carga de entre los arbustos, con la cola entre las patas y una babosa espuma colgándole de sus humedecidos bigotes. Algo venía corriendo muy cerca de él, un algo oscuro y nudoso, y toda su parte anterior era unas fauces abierta y hambrienta.

No tuve la menor idea de lo que era. No tuve la menor idea de qué hacer.

Lo que hice fue totalmente intuitivo, sin pesarlo.

Utilicé el rifle como un palo de golf. Por qué no disparé, no lo sé. Quizás no había tiempo; quizás había otras razones. Quizás tuve el presentimiento de que una bala sería inútil contra esa mole que cargaba.

Antes de saber lo que iba a hacer, ya tenía las manos en torno al cañón y la culata estaba por encima de mis hombros y estaba preparado para golpear.

El Perro pasó por mi lado y la forma nudosa estaba pasando a través de la puerta de reja y el rifle se transformó en una porra mortal que silbaba al cortar el aire. Entonces, golpeó, pero no hubo ningún golpe. La cosa negra se desintegró y la culata pasó a través de ella. Quiero decir, tal como un cuchillo pasa a través de la mantequilla. Y, sobre la acera, quedó una masa gomosa que humedecía las baldosas.

Hubo un movimiento entre los matorrales y supe que otras cosas venían al ataque, pero no las esperé. Di media vuelta y corrí. Corrí en torno al coche y tiré el rifle sobre el asiento, al lado de Joy; después salté dentro. Había dejado el motor en marcha y aceleré el coche a fondo, pasando la esquina y enderezando por la calle.

Joy estaba acurrucada sobre el asiento, sollozando débilmente.

—Ya basta — le dije.

Trató de hacerlo, pero no lo logró.

—Siempre lo hacen a medias — dijo el Perro desde el asiento trasero donde se había instalado —. Siempre se quedan en la mitad. No tienen la energía suficiente como para llegar hasta el final.

—Querrás decir la valentía — le dije.

Joy paró de sollozar.

—Carleton dijo que tú tenías un perro que hablaba — dijo medio enfadada, medio asustada —, y yo no lo creí. ¿Qué broma es ésta?

—No es ninguna broma, hermosa dama — dijo el Perro —. ¿No cree que pronuncie bastante claro?

—Joy — le dije —, deja a un lado todo lo qua sabes. Apártate de todas tus convicciones. Olvídate de todo lo que está bien, que es lógico y propio. Trata de imaginarte que estás en una tierra de ogros, en donde todo puede suceder, y, generalmente, lo peor.

—Pero… — musitó.

—Pero, así es — le dije —. Lo que sabías esta mañana ya no es verdadero esta noche. Hay perros que hablan que no son realmente perros. Y hay bolas que pueden ser lo que ellas deseen. Están comprando la Tierra y el Hombre, quizás, ya no la posee, y tú y yo, aun ahora, podemos ser ratas capturadas.

A la luz del tablero de instrumentos pude distinguir su rostro, su asombro y su impresión y su dolor, y quise poner mi brazo en torno a ella y abrazarla junto a mí y tratar de alejar en parte ese asombro y ese dolor. Pero no pude hacerlo. Tenía que guiar un coche y tenía que pensar en lo que haría a continuación.

—No lo entiendo — dijo ella, y mantuvo su voz calmada, pero bajo esa calma había desesperación y terror.^. Estaba el coche…

Estiró una mano y me cogió el brazo.

—Estaba el coche — dijo.

—Cálmate, nena — le dije —. Tómalo con mucha calma. Todo eso ya ha quedado atrás. Lo que me preocupa es lo que vendrá.

—Tú tenías miedo de salir en el coche — dijo —. Pensaste que eras un cobarde. Te preocupaba… ese temor. Y, sin embargo, salvó tu vida.

El Perro dijo desde el asiento trasero:

—Quizás pueda interesarles que viene un coche tras nosotros.

CAPITULO XXI

Miré por el espejo retrovisor y el Perro estaba en lo cierto. Nos venía siguiendo un coche. Era un coche con un solo faro.

—Quizás no significa nada — dije.

Disminuí la velocidad y doblé hacia la izquierda. El coche que venía tras de nosotros hizo la misma maniobra. Giré nuevamente a la izquierda y después a la derecha y también lo hizo así el otro coche.

—Puede ser la policía — dijo Joy.

—¿Con una sola luz? — pregunté —. Y si así lo fuera, llevarían sonando la sirena y con la luz roja funcionando.

Tomé unas cuantas curvas más. Llegué a una avenida ancha y aumenté la velocidad, y el coche que nos seguía hizo igual.

—¿Qué hacemos ahora? — pregunté —. Yo había querido volver al laboratorio de la Universidad donde Stirling. Necesitamos hablar con él. Pero ahora es imposible.

—¿Cómo estamos de gasolina? — preguntó Joy.

—Más de medio tanque.

—A la cabaña — dijo Joy.

—¿La cabaña de Stirling?

Ella asintió.

—Si pudiéramos subirnos a su lancha e internarnos en el lago…

—Ellos se transformarían en un monstruo marino.

—Quizás no. Quizás nunca han oído hablar de un monstruo marino.

—Entonces, en otra clase de monstruos de otro mundo.

—Pero no podemos quedarnos en la ciudad, Parker. Si te quedas aquí, la policía entrará en escena.—Quizás — le respondí — eso sería lo mejor que pudiera suceder.

Pero sabía que eso no era lo mejor. La policía nos encerraría y perderíamos mucho tiempo y podríamos estar hablando hasta el día del juicio y no nos creerían una palabra acerca de las bolas. Y me estremecí al pensar en lo que sucedería si encontraban un perro que hablaba. Se imaginarían que yo era un ventrílocuo y que les estaba haciendo una broma y se enfadarían de veras.

Conduje por una media docena de manzanas hasta llegar a una autopista que llevaba hacia el norte, fuera de la ciudad. Si tenía que dirigirme hacia algún lado, quizás la cabaña de Stirling era un buen lugar.

No había tráfico, solamente un camión de vez en cuando, y ahora aumenté la velocidad realmente. La aguja del marcador llegó hasta las ochenta y cinco millas y allí la dejé. Podría haber acelerado más, pero temía hacerlo. Más adelante había unas curvas de peligro y no me acordaba de su lugar exacto.

—¿Aún nos vienen siguiendo? — pregunté. —Aún nos vienen siguiendo — contestó el Perro —, pero se han quedado atrás. Ya no están tan cerca.

En ese momento supe que nos sería imposible perderlos. Podríamos aumentar en algo la distancia que nos separaba, pero aún estarían allí. A no ser que nos perdieran de vista al salimos de la autopista, por el camino hacia la cabaña de Stirling, seguirían pegados a nosotros, a unos dos o tres minutos más atrás. Y yo no estaba muy seguro que pudiéramos burlarlos en el desvío.

SI tenía que sacudírmelos de encima, habría que usar de otros medios.

El paisaje estaba cambiando. Habíamos dejado atrás los planos de zona agrícola y estábamos internándonos por los arenosos cerros cubiertos de pinos y con lagos aquí y allá. Y un poco más adelante, justamente y si no me equivocaba, el camino empezaba a retorcerse; algunas millas de cerradas curvas que serpenteaban por entre los escarpados cerros, los pantanos y lagos que había entre ellos. —¿A qué distancia nos siguen? — pregunté. —A una milla, más o merlos — dijo Joy. —Escucha. —Estoy escuchando.

—Detendré el coche cuando lleguemos a las curvas. Me bajaré. Toma tú el volante. Continúa hacia adelante un poco y luego te detienes. Cuando me oigas disparar, vuelve.

—Estás demente — me dijo con enfado —. No puedes luchar contra ellos. No sabes lo que podrán hacer.

—Estamos en las mismas condiciones, entonces —dije—. Ellos tampoco saben lo que yo haré.

—Pero, tú solo…

—Yo solo, no — le dije —. Tengo a mi vieja Betsy. Mataría un alce. Podría detener a un oso en plena carga.

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