El Perro había comenzado a darles caza, pero fueron demasiado rápidas para él. Volvió desanimado, con las orejas bajas y la cola a una modificada media altura.
—Huyeron por el desagüe — nos dijo.
—No importa — expresó Stirling, alegre y triunfante —, tenemos la mayoría aquí.
Hizo un firme nudo en la boca de la bolsa y la alzó. Pasó un garfio que colgaba de un armario sobre la mesa a través del nudo y dejó el saco, allí, suspendido en el aire. El plástico era tan transparente que se podía ver perfectamente las bolas, con todos sus detalles.
—¿Intentará disecarlas? — preguntó el Perro ansiosamente.
—A su debido tiempo — dijo Stirling —. Primero las observaré y estudiaré y pondré en su ambiente.
—¿Un ambiente doloroso? — preguntó el Perro con ansiedad.
—Veamos, ¿qué sucede aquí? — preguntó Stirling.
—No tiene mucho afecto a nuestros amigos — dije —. Se le han adelantado. Están ensuciando su negocio.
Hacia un lado de la habitación, un teléfono sonó calladamente.
Todos nos quedamos en silencio, petrificados.
El teléfono sonó nuevamente.
Había algo aterrorizador en el sonido de esa campanilla. Habíamos estado allí, recogidos y solos, y por un momento, las bolas de bolera, solamente habían significado un objeto académico de gran curiosidad. Pero el sonido del teléfono lo había cambiado todo y el mundo se nos vino encima. Ahora, ya no había soledad y no había recogimiento, porque ahora no éramos los únicos, y las cosas que estaban colgando dentro de la bolsa de plástico estaban muy lejos de ser académicas: eran, ahora, una amenaza y un peligro, algo que debía temerse y odiarse.
Ahora me di cuenta de al gran oscuridad de la noche y pude sentir el frío de resplandeciente luz que se reflejaba sobre el escritorio del laboratorio y en el sumidero y en los objetos de cristal, y era una debilidad mía el quedarme allí, y el Perro y Stirling no tenían más energías que yo.
—Aló — dijo Stirling en el teléfono. Y después dijo —: No, no lo había escuchado. Pero debe haber un error. Está aquí ahora.
Escuchó durante unos momentos y después interrumpió.
—Pero si está aquí, conmigo. Él y un perro que habla.
—No, no está borracho. No, le digo que está bien…
Me adelanté.
—¡Vamos, pásamelo a mí! — grité.
Me alcanzó el aparato y pude escuchar la voz de Joy:
—Tú, Parker, ¿qué está sucediendo? La radio…
—Sí, lo escuché. Esos tipos de la radio están locos.
—¿Por qué no me telefoneaste, Parker? Sabías que escucharía la noticia…
—No. ¿Cómo podía saberlo? Estaba ocupado. Tenía muchas cosas que hacer. Encontré a Atwood y se transformó en un montón de bolas, de esas de bolera y lo atrapé en una bolsa y después estaba ese perro que me esperaba en el coche…
—Parker, ¿te encuentras bien?
—Claro que sí — le dije —. Ciertamente que me encuentro bien.
—Parker, estoy tan asustada…
—Al infierno — dije —, no hay nada de qué asustarse ahora. Yo no estaba en el coche, y encontré a Atwood y…
—No era eso lo que quería decir. Hay unas cosas aquí afuera.
—Siempre hay cosas afuera — el dije —. Hay perros y gatos y ardillas y otra gente…
—Pero hay unas cosas que me acechan. Están por todas partes y miran hacia dentro… ¡Por favor, Parker, ven a buscarme!
Me asustó. Ésta no era una chica tonta asustada por la oscuridad y su propia imaginación. Había algo en su voz, algo que indicaba que estaba luchando por no dar paso al histerismo, que me convenció que no se trataba de su imaginación.
—Está bien — le dije —. Espérame. Llegaré lo antes que pueda.
—Parker, por favor…
—Ponte el abrigo Quédate junto a la puerta y espera el coche. Pero no salgas hasta que no llegue yo a buscarte. —Está bien — respondió casi con calma. Colgué el teléfono de un manotazo y me volví hacia Stirling.
—El rifle — le dije. —En el rincón.
Lo vi apoyado allí y lo cogí. Stirling revolvió en un cajón y sacó una caja de cartuchos, que me entregó. Rompí la caja y algunos cartuchos cayeron al suelo. Stirling se agachó a recogerlos.
Precipitadamente, introduje los cartuchos en la cámara y puse el resto en el bolsillo.
—Voy a buscar a Joy — le expliqué.
—¿Sucede algo? — preguntó.
—No lo sé — respondí.
Abrí violentamente la puerta y corrí escaleras abajo.
El Perro me siguió pisándome los talones.
Joy vivía en una pequeña casa en la parte noroeste de la ciudad. Durante muchos años había estado hablando, desde que su madre había muerto, acerca de vender ese lugar y mudarse a un departamento más cercano a la oficina. Pero nunca lo había hecho. Algo la sujetaba allí; quizás, esas ataduras sentimentales y antiguas asociaciones, quizás el no desear arriesgarse a cambiarse de casa y que después no le agradara.
Cogí por una calle en que sabía que las luces de los semáforos me serían ventajosas y así ahorraría tiempo.
El Perro, sentado a mi lado, con los bigotes suavemente aplastados contra su rostro por la fuerte brisa que entraba por el cristal semiabierto de la ventanilla, hizo solamente una pregunta:
—Esta Joy — dijo —, ¿es una buena compañía?
—La mejor — le respondí.
Se quedó considerando eso. Casi se podía escuchar cómo lo pensaba. Pero no dijo nada más.
Burlé algunas luces y conduje a mayor velocidad que la permitida por la ley y traté de pensar, durante todo el camino, lo que le diría a un policía si me detenía. Pero eso no sucedió y me detuvo frente a la casa de Joy, con los frenos a fondo y las gomas de los neumáticos patinando y chirriando sobre el pavimento, y el Perro pegado al parabrisas, bastante sorprendido con todo esto.
La casa estaba a alguna distancia de la calle y estaba rodeada por un antiguo cerco de estacas, que encerraba una extensión medio ahogada por árboles, arbustos y plantas que se extendían desordenadamente por todas partes. La puerta de reja estaba abierta, como siempre lo había estado desde que conocía ese lugar, sostenida por unos enmohecidos goznes. Vi que la luz de la entrada estaba encendida y que había luces en la habitación del frente y en el salón.
Salté' fuera del coche, llevándome conmigo el rifle, y corrí en torno al coche. El Perro me ganó en llegar hasta la reja y pasó como un bólido por la puerta, lanzándose salvajemente sobre la arbustiva jungla que estaba al lado del sendero de baldosas de ladrillo. Alcancé a verle antes de que desapareciera, y sus orejas estaban echadas hacia atrás, pegadas a su cabeza, sus labios estaban entreabiertos en un gruñido, y su cola estaba totalmente erecta.
Atravesé la puerta de entrada y caminé por el sendero, mientras hacia la izquierda, en la dirección por la que había ido el Perro, súbitamente estalló un alboroto endemoniado y que erizaba los pelos.
La puerta de la casa se abrió y Joy salió corriendo por el vestíbulo. Salí a su encuentro por el sendero. Vaciló unos momentos, mirando hacia el patio de donde procedía todo el ruido.
El bullicio se había hecho más fuerte. Era algo difícil de describir. Era como si uno de esos órganos a vapor se hubiera vuelto loco, y entremezclado con él hubiera el tono profundo de algo inmenso corriendo furiosa y rápidamente a través de un campo de pasto alto y seco.
Tomé a Joy de un brazo y la llevé hasta la acera.
—¡Perro! — grité —. ¡Perro!
El bullicio continuaba aún.
Llegamos hasta la acera, puse a Joy en el asiento delantero y cerré la puerta.
Aún no habían signos del Perro.
En algunas casas se habían encendido unas pocas luces y calle abajo escuché un portazo de alguien que salía al vestíbulo.
Читать дальше