Clifford D. Simak
Caminaban como hombres
Era el jueves por la noche y yo había bebido demasiado, el portal estaba muy oscuro y eso fue lo único que me salvó. Si yo no me hubiera detenido bajo la luz del portal, justo frente a mi puerta, para sacar las llaves, habría caído en la trampa, tan seguro como que existe el infierno.
El que haya sido jueves por la noche, no tiene nada que ver con él asunto, pero esa es mi forma de escribir. Soy un periodista, y los periodistas ponen el día de la semana y la hora del día y toda esa otra información pertinente en cada cosa que escriben.
El portal estaba a oscuras porque el viejo George Weber era un mezquino. La mitad de su tiempo la empleaba en discutir con los otros inquilinos para que cortaran la calefacción o para que no instalaran aire acondicionado o porque nuevamente las cañerías no estaban funcionando o porque jamás se preocupaban de pintar y redecorar la casa. Nunca discutía conmigo porque a mí no me importaba. Era un lugar para dormir y ocasionalmente para comer y pasar los pocos ratos libres que me quedaban, y eso era todo. Nos llevábamos bastante bien los dos, el viejo George y yo. Jugábamos a las cartas y bebíamos cerveza juntos y cada otoño nos íbamos a South Dakota, para la temporada de la caza de faisanes. Pero este año no iríamos, ya que esa misma mañana había llevado al viejo George y a su esposa al aeropuerto y les había despedido por su viaje a California. Y, aunque el viejo George se hubiera quedado, igualmente no habríamos podido ir, ya que la próxima semana yo debía salir en el viaje que me había preparado el patrón durante los últimos seis meses.
Estaba buscando las llaves y mis manos estaban muy poco firmes, ya que Gavin Walter, el editor y yo nos habíamos enredado en una discusión acerca de los escritores científicos y si debieran meterse en cosas como las reuniones de consejo y P.T.A. y otros temas. Gavin decía que sí y yo que no, y entonces él me convidó con unos tragos y después yo le convidé unos a él, hasta que llegó la hora de cerrar y Ed, el encargado de la barra, nos tuvo que echar. Cuando salimos del bar, pensé seriamente si debía arriesgarme a guiar mi propio coche o si debía volver a casa en un taxi. Finalmente, decidí que posiblemente podría conducir, pero me fui por las calles de poco tráfico en donde difícilmente podría encontrarme con la policía. Había llegado a casa sano y salvo y había dejado el coche en la plaza que tenía el edificio de departamentos, pero no había tratado de estacionarlo. Simplemente, lo dejé en medio de la plaza de estacionamientos.
Tenía grandes dificultades para encontrar la llave apropiada. Todas parecían iguales, y mientras estaba en esto, se resbalaron de entre mis dedos y cayeron sobre el alfombrado.
Me incliné para recogerlas y fallé en el primer intento y también en el segundo, por lo que tuve que arrodillarme para aproximarme más a ellas.
Y entonces fue cuando lo vi.
Considerad esto: Si el viejo George no hubiera sido un avaro, habría puesto luces más fuertes en el portal, para que así uno pudiera ir directamente hasta su puerta con la llave que correspondía, en vez de tener que ir hasta el medio del portal, y buscar y rebuscar a la escasa luz de una miserable bombilla. Y si no hubiera comenzado esta discusión con Gavin y tomado una carga considerable de alcohol, nunca habría dejado caer las llaves. Y si así hubiera ocurrido, las habría podido recoger sin tener que arrodillarme. Y si no me hubiera puesto de rodillas, jamás habría podido observar que el alfombrado estaba cortado.
Ustedes comprenderán, no estaba desgarrado. No estaba gastado. Sino cortado. Y de una forma muy divertida — en forma de semicírculo frente a mi puerta. Como si alguien hubiera empleado el centro de mi puerta como punto focal y, con una navaja atada al extremo de una cuerda de más o menos un metro de largo, hubiera cortado un trozo semicircular de la alfombra. Lo hubiera cortado y dejado allí —, ya que el trozo no había sido extraído. Alguien había seccionado un trozo semicircular de ella y lo había dejado en su lugar.
Y eso me dije a mí mismo, era algo endiabladamente gracioso, algo sin sentido ninguno. Porque, ¿para qué desearía alguien cortar la alfombra de una manera tan particular? Y, si por alguna razón inexplicable, alguien lo hubiera querido hacer, ¿por qué había dejado el trozo allí?
Extendí un dedo cautelosamente para asegurarme si estaba en lo cierto, si no estaba viendo visiones. Y estaba en lo cierto, excepto que no era un trozo de alfombra. El material que estaba dentro de ese semicírculo de un metro parecía exactamente igual que el alfombrado, pero no lo era. Era una cierta clase de papel — muy delgado y fino — que se asemejaba al máximo con el alfombrado.
Retiré la mano y me quedé allí, de rodillas, y ya no estaba pensando tanto en el trozo cortado ni en el papel que allí había, sino que estaba pensando cómo explicaría mi postura de rodillas si alguien de los otros pisos llegaba hasta el portal.
Pero nadie salió. El portal continuó desierto y tenía ese particular olor enmohecido que uno asocia con los portales de los edificios. Sobre mí escuché el sonido de la bombilla eléctrica, y por ese sonido supe que estaba a punto de fundirse. Y el nuevo cuidador vendría a cambiarla por una de mayor tamaño. Pero, me dije en un segundo pensamiento, eso sería muy extraño, ya que el viejo George le habría instruido hasta en los más mínimos detalles acerca de la economía de la manutención.
Nuevamente extendí la mano y toqué el papel con la punta de los dedos, y tal como había creído, o por lo menos así pensaba, era muy similar a papel.
Y la idea de la alfombra cortada y el papel en su lugar me hizo enfurecerme. Era una sucia broma y fraude inmundo y arranqué el papel de un tirón. Bajo el papel estaba la trampa.
Me puse de pie torpemente, con el papel aún colgando de entre mis dedos, y me quedé mirando la trampa.
No podía creerlo. Ningún hombre en su sano juicio lo habría creído. La gente no va por ahí poniendo trampas para otras personas, como si se trataran de osos o zorros.
Pero la trampa se quedó allí, en el suelo, dentro del corte en el alfombrado y hasta ahora cubierta por el papel, tal como un cazador humano hubiera cubierto su trampa con una fina capa de hojas o pasto para ocultarla de su víctima.
Era una trampa de acero, de gran tamaño. Yo nunca había visto una trampa para osos, pero me imaginé que esta era tanto más grande que una trampa para osos. Era una trampa humana, me dije, ya que había sido dispuesta para un humano. Para un humano en particular. Ya que no cabía ninguna duda que era para mí.
Retrocedí alejándome de ella hasta que choqué contra el muro. Me quedé allí apoyado, mirando la trampa, y en la alfombra, entre donde yo estaba y la trampa estaba el manojo de llaves que se me había caído.
Era una broma, me dije para mí. Pero, estaba equivocado, lógicamente. No era una broma. Si hubiera caminado hasta la puerta en vez de llegar hasta bajo la luz, no habría sido ninguna broma. Tendría una pierna destrozada — o quizás las dos piernas y algunos huesos rotos — ya que las mandíbulas de la trampa eran dentadas, como una sierra. Y nadie, en este mundo de Dios, habría podido separar esas mandíbulas una vez que se hubieran cerrado sobre su presa. Para liberar a un hombre de una trampa así se habría necesitado de llaves especiales para separar esas mandíbulas.
El pensamiento me hizo estremecer. Un hombre podía desangrarse totalmente antes de que alguien pudiera abrir la trampa.
Me quedé allí, mirando la trampa, mi mano arrugando el papel. Y entonces, alcé un brazo y lancé la bola de papel sobre la trampa. Dio contra una de las mandíbulas, rodó hacia un lado pasando a escasos centímetros de la cazoleta y se detuvo entre las mandíbulas.
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