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Clifford Simak: Caminaban como hombres

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Clifford Simak Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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No respondí. Estaba tratando de buscar algo que decir. Y estaba atemorizado. Helado de espanto.

—¿Qué piensas, Parker?—No lo sé — dije —. Quizás es imaginación. Una broma a los policías.

—La policía encontró huellas.

—Pueden haberlas hecho los chicos. Pueden haber hecho rodar unas bolas por el camino, eligiendo las partes de tierra. Creyeron que sus nombres podrían salir en los periódicos. Se aburren, se enloquecen…

—Entonces, ¿no lo vas a utilizar?

—Mira, Joe, yo no soy el editor. No me corresponde. Pregúntale a Gavin. Él es el que decide lo que debemos publicar.

—¿Y tú crees que no se le puede sacar nada? ¿Que es un engaño?

—¿Y cómo demonios lo voy a saber? — le grité.

Se enfadó conmigo. Y no le culpo mucho. —Gracias, Parker. Perdona por haberte molestado, — me dijo, y colgó; el teléfono tomó su sonido característico.

—Buenas noches, Joe — dije al receptor —. Perdona por haberte gritado.

Me hizo bien el decirlo, aunque él no lo escuchara.

Pensé en la razón por la cual había desbaratado su historia, por qué había tratado de sugerirle que no era más que una broma de muchachos.

Porque, maldito estúpido, estás asustado, dijo ese hombrecillo interior que a veces le habla a uno. Porque darías cualquier cosa por convencerte que no hay nada real. Porque no quieres que se te recuerde lo de la trampa en el portal.

Puse el receptor en la horquilla, y mi mano estaba temblando, de tal forma, que el teléfono emitió un repiqueteo al depositarlo.

Me quedé allí en la oscuridad y podía sentir el terror que se cerraba en torno a mí. Y cuando traté de tocar el terror con un dedo, no había nada allí. Ya que no era terrible; era cómico — una trampa dispuesta frente a una puerta, un grupo de bolas paseando silenciosamente por el campo. Era el material del cual estaban hechas las películas cómicas. Era algo demasiado ridículo para creerlo. Era algo que a uno le haría reírse a carcajadas mientras le estaba matando.

Si es que deseaba matar.

Y esa era, ciertamente, la pregunta. ¿Su finalidad era matar?

¿Había sido esa trampa en la puerta, una verdadera rampa, realmente de acero o su equivalente? ¿O solamente un juguete, hecho de inocente plástico o su equivalente?

Y la pregunta más difícil de todas, ¿había estado realmente allí? Yo sabía que sí, evidentemente. La había visto. Pero, mi mente se esforzaba por rechazar la idea. Por mi propio bien y mi sano juicio, mi mente alejaba el pensamiento y la lógica se negaba aún al principio de la idea.

Ciertamente, yo había estado borracho, pero no tanto como eso. No borracho perdido, o para ver visiones — solamente un ligero temblor en las manos y en las rodillas.

Ahora, me encontraba bien — excepto por esa soledad y frialdad en la mente. Resaca del tipo tres — y, en muchas formas, la peor de todas.

Mis ojos ya casi se habían acostumbrado a la oscuridad y pude distinguir la masa informe de los muebles. Fui hasta la cocina sin tropezar con nada. La puerta estaba ligeramente entreabierta y a través de la abertura se desprendía un rayo de luz.

Había dejado la luz encendida cuando me había dirigido dificultosamente hasta la cama y el reloj de pared indicaba que eran las tres y media.

Descubrí que estaba más que a medio vestir y la ropa bastante arrugada. Estaba sin zapatos, la corbata estaba aún ceñida al cuello, y todo era un desastre.

Allí me quedé, aconsejándome interiormente. Si volvía a la cama a estas horas de la madrugada, dormiría como un tronco hasta la tarde o más, y me despertaría sintiéndome horriblemente mal.

Pero, si me lavaba y comía algo y me iba a la oficina temprano, antes que nadie llegara, podría avanzar mucho el trabajo y salir temprano y tener un buen fin de semana.

Y era día viernes y tenía una cita con Joy. Me quedé allí durante unos instantes, sin hacer nada, sintiéndome muy bien con el pensamiento puesto en el viernes por la noche y en Joy.

Lo planeé todo — tendría justo el tiempo para hervir el agua para el café mientras tomaba una ducha, y comería tinas tostadas y huevos con tocino y bebería mucho jugo de tomates, que podría hacer por la fría soledad mental que me embargaba.

Pero, antes que nada, echaría una mirada en el portal para ver si el semicírculo aún estaba cortado del alfombrado.

Fui hasta la puerta y miré.

Frente a mí el absurdo semicírculo de desnudo suelo.

Me burlé levemente de mi dubitativa mente y de mi ultrajada lógica y volví a la cocina para hacer hervir el agua para el café.

CAPITULO III

La oficina de un periódico, temprano en la mañana, es un lugar frío y desierto. Es de gran tamaño y vacía, y está limpia, tan limpia que desanima. Más tarde, durante el día, toma cuerpo el desorden que la hace cálida y humana — los papeles unidos y desparramados sobre los escritorios, las bolas de papel copia arrugado tiradas por el suelo, los largos clavos repletos de papeles. Pero, en la mañana, después que los encargados de la limpieza la han ordenado, tiene la palidez de una sala de operaciones. Las pocas luces que están encendidas parecen ser demasiado brillantes y los desnudos escritorios y sillas, ubicados con tanta precisión, expresan una difícil eficiencia —, esa eficiencia que más tarde se ve disimulada y suavizada cuando el personal trabaja arduamente y el lugar está repleto y ese extraño colorido de manicomio que va con cada edición del periódico está llegando a su punto culminante.

El personal de la mañana ya hacía algunas horas que se habían marchado a casa y Joy Newman también se había ido. Creí que podría haberlo encontrado allí, peso su escritorio estaba tan bien ubicado y limpio como el resto y no había rastros de su presencia.

Los potes con la goma, recientemente limpiados y rellenos con goma fresca, estaban alineados solemnemente sobre los escritorios de la editorial y de las copias. Cada pote estaba adornado de un pincel introducido en la goma en elegante ángulo. Las copias de los cables estaban ordenadas con precisión sobre el escritorio de las noticias. Y desde el rincón se escuchaba el sonido sordo de las máquinas receptoras de cables que, laboriosamente, reunía las noticias desde todas las partes del mundo.

Desde algún lugar de las profundidades de la semioscurecida oficina se escuchaba silbar a uno de los copistas — una de esas melodías espasmódicas, de alto tono, que no son melodías en absoluto. Me estremecí al escucharla. Había algo obsceno en que alguien estuviera silbando a estas horas de la mañana.

Me dirigí hacia mi escritorio y me senté. Alguien del personal de limpieza había reunido en un solo lote todas mis revistas y periódicos científicos. La tarde anterior, solamente, los había repasado cuidadosamente, apartando aquellos que me servirían para mis artículos. Di una mirada de enfado al lote y maldecí. Ahora tendría que repasarlos nuevamente para separar los que necesitaba.

Sobre la desnuda y limpia cubierta de la mesa destacaba la blancura de la última edición del periódico de la mañana. Lo cogí y me recliné hacia atrás en la silla comenzando a revisar las noticias.

No había mucho. Aún estaban los líos de África y los enredos en Venezuela tenían mal cariz. Alguien había asaltado una farmacia en el centro de la ciudad poco antes de la hora de cierre, y había la fotografía de uno de los empleados con dientes de castor que señalaba, a un aburrido policía, el lugar en donde había estado el asaltante. El gobernador había dicho que la legislatura, cuando había vuelto el año pasado, tendría que dedicarse a su responsabilidad de encentrar alguna nueva fuente de ingresos de impuestos. Si esto no era llevado a cabo, decía el gobernador, el estado se derrumbaría. Era algo que el gobernador había dicho muchas veces anteriormente.

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