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Clifford Simak: Caminaban como hombres

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Clifford Simak Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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Tendría que conseguirme un palo o algo parecido, me dije, y hacer funcionar la trampa antes de entrar a mi departamento. Podría llamar a la policía, evidentemente, pero no tendría ningún sentido. Habrían armado un escándalo terrible y me habrían llevado hasta el cuartel. Estaba fatigado y lo único que deseaba era echarme a la cama.

Más aun, todo ese lío le daría un mal nombre al departamento, y eso sería una mala cosa para hacerle al viejo George mientras estaba en California. Y a todos mis vecinos les daría un tema para hablar y para conversar conmigo de ello, y yo no deseaba eso. Me dejaban tranquilo y así me gustaba. Estaba muy contento de esta forma.

Me pregunté dónde podría encontrar un palo, y el único lugar en que pude pensar fue en el armario que estaba en el primer piso, en donde se guardaban las escobas, estropajos y la aspiradora y otros trastos. Traté de recordar si el armario estaría cerrado con llave, pero no creí que lo estuviera, aunque no estaba seguro del todo.

Me alejé del muro y me aproximé a la escala. Cuando había llegado a los primeros peldaños, algo hizo que me diera vuelta. No creo haber oído nada. De eso estoy seguro. Pero, el efecto fue el mismo.

Algo me decía que tenía que volverme, y así lo hice, pero con tanta rapidez que se me enredaron los pies y me caí al suelo.

Y aunque me estaba cayendo, pude ver que la trampa se estaba encogiendo.

Traté de suavizar la caída extendiendo las manos, pero no lo hice muy bien. Me di un buen golpe y mi cabeza chocó con fuerzas y el cerebro se me llenó de estrellas.

Ayudándome con los brazos pude levantarme un poco y sacudirme las estrellas de la cabeza, y la trampa seguía encogiéndose.

Las mandíbulas estaban flojas y todo el conjunto estaba encorvado de una forma muy peculiar. Lo miré con asombro, sin reaccionar, sin moverme, con el cuerpo alzado levemente por los brazos.

La trampa se hizo más y más flexible y comenzó a recogerse en sí misma. Era como si un trozo de plástico es tuviera tratando de recuperar su forma nuevamente.

Y claro que recuperó su forma. La de una bola. Durante todo el tiempo que se había estado encogiendo había estado cambiado de color y, cuando finalmente se transformó en una bola, su color era tan negro como el alquitrán.

Se quedó allí durante unos momentos, frente a la puerta, y después comenzó a rodar lentamente, como si le costara grandes esfuerzos el comenzar este movimiento.

¡Y rodaba en dirección hacia mí!

Traté de apartarme de su camino, pero aumentó su velocidad y por un momento creí que chocaría conmigo. Era más o menos del tamaño de una bola para jugar a los bolos, quizás un poco mayor, y yo no tenía ningún medio de saber el peso que podría tener.

Pero no chocó conmigo. Solamente me rozó, eso fue todo.

Giré para verla descender la escala, y sucedió algo gracioso. Bajó dando botes por los peldaños, pero no en la forma normal que lo haría una bola. Daba botes cortos y rápidos, no altos y flojos —como si hubiera una ley que determinara que debió botar sobre cada uno de los peldaños y con la mayor rapidez posible. Bajó la escala, sin perder un solo peldaño, y dio vuelta al pilar con tanta rapidez que casi se podía ver el humo.

Me puse de pié con dificultad y me aproximé a la baranda, inclinándome sobre ella para poder ver el piso inferior. Pero, la bola ya se había perdido de vista. No había el menor rastro de ella.

Volví hacia el portal y allí, bajo la luz estaba el manojo de llaves, y también el corte semicircular de un metro en la alfombra.

Me puse de rodillas y recogí las llaves y encontré la que pertenecía a mi puerta. La abrí y entré en mi departamento, cerrando la puerta, rápidamente, antes de darme tiempo a encender la luz.

Encendí la luz y encaminé mis pasos hacia la cocina. Me senté sobre la mesa y recordé que en la nevera había medio jarro de jugo de tomates y que me vendría muy bien beberlo. Pero, no pude soportar siquiera el pensamiento de ello. Lo que realmente necesitaba era un par de vasos de algo fuerte, pero ya había bebido demasiado.

Me senté, pensando en la trampa y en la razón que alguien la hubiera preparado para mí. Era la locura más grande que había visto. Si no hubiera visto la trampa con mis propios ojos, nunca lo hubiera creído.

No era ninguna trampa, evidentemente — ninguna trampa común, eso es. Ya que las trampas comunes y corrientes no se encogen y se transforman en una bola y salen rodando cuando no han podido dar caza a su presa.

Traté de explicármelo todo, pero mi cerebro estaba embotado y estaba con sueño y ya estaba a salvo en casa y mañana sería otro día. De manera que dejé todo a un lado y con vacilantes pasos me dirigí a la cama.

CAPITULO II

Algo me despertó.

Me enderecé bruscamente, sin saber dónde estaba, ni quién era — totalmente desorientado, no embotado, sin sueño, sin estar confundido, pero, con esa claridad mental terrible, fría, que hace que todos sea un vacío en su rápida existencia.

Estaba en un silencio, en un vacío, en una oscuridad de ninguna parte, y esa mente clara, fría, saltaba como una serpiente al ataque, buscando, encontrando nada, y horrorizado por esa nada.

Entonces se escuchó el clamor — ese clamor alto, agudo, insistente enloquecedor, que era totalmente indiferente, corno si no fuera para mí ni para nadie, un clamor solamente para sí mismo.

Nuevamente se hizo el silencio y había sombras que eran formas — un rectángulo de tenue luz que se transformó en una ventana, un ligero resplandor desde la cocina en donde estaba encendida la luz, una monstruosidad agazapada, oscura, que era un sillón.

El teléfono lanzó nuevamente su grito estridente, a través de la oscuridad matinal y me levanté de la cama, dirigiéndome enceguecidamente hacia una puerta que no podía ver. Buscando a tientas, lo encontré; el teléfono estaba ahora en silencio.

Atravesé el salón, en la oscuridad, vacilante y ya estaba extendiendo la mano cuando nuevamente comenzó a sonar.

Lo levanté de la horquilla furiosamente y musité algunas palabras. Había algo extraño que sucedía con mi lengua. No quería trabajar.

—¿Parker?

—¿Quién otro puede ser?

—Soy Joe, Joe Newman.

—¿Joe? — Entonces recordé. Joe Newman era el guardián de noche en la oficina del periódico.

—Me disgusta haberte despertado, — dijo Joe.

Lo regañé enfadado.

—Ha sucedido algo gracioso. Creí que deberías saberlo.

—Mira, Joe — le dije —. Llama a Garvín. El es el editor, A él le pagan por sacarle de la cama.

—Pero, esto ha sucedido en tu calle, Parker. Esto es…

—Sí, ya lo sé — le respondí —. Ha aterrizado un platillo volante.

—No es eso ¿Has oído hablar del Llano Timber?

—En el lago, — dije —. Fuera de la ciudad, al oeste.

—Eso mismo. El antiguo terreno de los Belmont está al final. La casa está cerrada. Desde que la familia Belmont se trasladó a Arizona. Los chicos usan el camino para hacerse el amor.

—Mira, Joe…

—Ya te explicaré, Parker. Una parejita estaba estacionada anoche allí. Vieron a un grupo de bolas que rodaban a lo largo del camino. Eran como esas bolas de la bolera, una tras otra.

Me parece que le grité: —¿Qué?

—Vieron estas cosas a la luz de los faros cuando se iban y se aterrorizaron. Llamaron a la policía.

Cambié de posición y tranquilicé mi voz. — ¿Encontró algo la policía?

—Solamente huellas, — dijo Joe.

—¿Huellas de bolas, de esas de bolera?

—Sí, creo que así las podrías llamar.

Le respondí:

—Quizás, los chicos habían estado bebiendo.

—La policía dice que no. Ellos hablaron con los muchachos. Solamente vieron las bolas que rodaban por el camino. No se detuvieron a investigar. Se alejaron rápidamente del lugar.

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