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Clifford Simak: Caminaban como hombres

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Clifford Simak Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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—Aquí tienes — dijo —. Pude acordarme y pensé hacerlo inmediatamente, antes que me olvidara otra vez.

—Pero, Cari…

Con impaciencia, me extendió nuevamente los billetes.

—Hace un par de años, ese fin de semana en el lago — me dijo —, me quedé sin dinero jugando a las máquinas tragamonedas.

Cogí los billetes y los introduje en mi bolsillo. Vagamente recordaba el incidente.

—¿Me quieres decir que solamente viniste para esto?

—Así es — respondió —. Pasaba frente al edificio y había un lugar para estacionar el coche. Y pensé hacerte una visita.

—Pero yo no trabajo de noche.

Me sonrió. — No importa, Parker. Podría echar un sueño.

—Te pagaré el desayuno. Hay un café al otro lado de la calle. Los huevos con jamón son bastante buenos.

Negó con un movimiento de su cabeza.

—Tengo que volver. Ya he perdido mucho tiempo. Tengo trabajo.

—¿Algo nuevo? — le pregunté.

Vaciló unos instantes, y después dijo:

—Nada que sea publicable. Aún no. Quizá más tarde, pero por ahora no. Falta mucho por hacer.

Esperé, sin apartar la vista de él.

—Ecología — dijo.

—No entiendo.

—Tú sabes lo que es la ecología, Parker.

—Sí que lo sé. La interrelación de la vida y las condiciones del ambiente medio.

Me preguntó'.

¿Te has preguntado alguna vez la norma de vida que se necesitaría para ser independiente de todos los factores que nos rodean, una criatura sin ecología, como se podría decir?

—Es imposible — le dije —. Existe el alimento y el aire…

—Es solamente una idea. Una corazonada. Digamos, un problema. Un acertijo de la adaptabilidad. Probablemente, no resulte nada.

—Es igual, ya te iré preguntando.

—Hazlo — me respondió —. Y la próxima vez que vayas a verme, recuérdame lo del rifle. El que me prestaste para llevar al lago.

Me lo había prestado un mes antes para practicar el tiro al blanco cuando fuera a su cabaña. A ninguno, en su sano juicio, a excepción de Carleton Stirling, se le ocurriría practicar el tiro al blanco con un 303.

—Gasté tu caja de cartuchos — dijo —. Pero compré otra.

—No era necesario.

—Al diablo — expresó —. Pasé un gran momento.

No se despidió. Dio media vuelta y salió de la oficina hacia el pasillo. Lo escuchamos bajando.

—Señor Graves — dijo Lightning —, ese tipo está totalmente loco.

No respondí a Lightning. Volví a mi escritorio y traté de comenzar a trabajar.

CAPITULO IV

Llegó Gavin Walker. Desplegó la planilla de asistencia. Emitió un sonido muy poco respetuoso.

—Escasos de personal, nuevamente — me dijo amargamente —. Charlie, avisó que estaba enfermo. Seguro que es una borrachera. Al, está ocupado en el caso Melburn en la corte del distrito. Bert está tratando de terminar esa serie suya acerca del libre progreso. Los compositores lo piden con urgencia. Ya debiera estar entregada.

Se despojó de la chaqueta y la colgó en el respaldo de la silla. Tiró el sombrero en un cesto para los borradores. Se estuvo allí, bajo el resplandor de las luces, recogiendo las mangas de su camisa belicosamente.

—Algún día, Dios mío — expresó —, el Franklin se incendiará, con millones de clientes en su interior que se transformarán en una muchedumbre aterrorizada y llenando el aire con sus gritos…

—Y no tendrás a nadie para enviar allí.

Gavin me lanzó una mirada de lechuza.

—Parker — me dijo —, eso es exactamente.

Era su especulación favorita en momentos de gran intranquilidad. Todos lo sabíamos de memoria.

El Franklin era el establecimiento de mayor tamaño de la ciudad y nuestra mejor cuenta de avisos comerciales.

Fui hasta la ventana y miré hacia afuera. La luz comenzaba a inundarlo todo. La ciudad tenía ese aspecto desierto y frío de algo que está sin vida casi, algo así como una siniestra tierra de fantasmas al margen del invierno. Por la calle pasaban algunos coches. Uno o dos transeúntes. En los edificios del centro de la ciudad se veían brillar algunas luces repartidas allí y acá por las ventanas.

—Parker — dijo Gavin.

Giré para enfrentarme a él.

—Mira — le dije —, ya sé que estás escaso de personal. Pero yo tengo trabajo. Tengo que preparar una serie de columnas. Me vine temprano para terminarlas.

—Ya he visto que estás trabajando muy duro en ellas — me dijo groseramente.

—¡Maldición! — exclamé —, tengo que despertarme antes.

Volví a mi escritorio y traté de comenzar a trabajar.

Lee Hawkins, el editor de fotografías, hizo su entrada. Casi echaba espuma por la boca. El laboratorio de fotografías en color había estropeado la lámina para la primera página. Lanzando amenazas entre espumarajos, bajó las escalas para hacerla arreglar.

Otro miembro del personal Mego y el lugar tomó algo de calidez y de vida. Los de la sección de corrección comenzaron a gritarle a Lightning para que cruzara la calle y les trajera el café de la mañana. Protestando amargamente, Lightning fue en su busca.

Me dispuse a trabajar. Ahora era más fácil. Las palabras salían como un río y las ideas acudían a la mente con precisión. Ahora ya estaba el ambiente para ello, el deseo de escribir, el clamor y bullicio que sale de la oficina de un periódico.

Ya había terminado una de las columnas y estaba comenzando con la segunda, cuando alguien se detuvo al lado de mi escritorio.

Alcé la vista y vi que era Dow Crane, un escritor de artículos económicos. Me gustaba Dow. No era un estúpido como Jensen. Escribía lo que veía. No engañaba a nadie. Iba directo al grano.

Parecía estar preocupado.

Así se lo dije.

—Tengo problemas, Parker.

Sacó un paquete de cigarrillos y me ofreció uno. Él sabe que yo no fumo, pero siempre me ofrece. Hice un gesto de rechazo. Encendió uno para él.

—Quizás, ¿me harías un favor?

Dije que sí lo haría.

—Me telefoneó un hombre anoche. Vendrá aquí esta mañana. Dice que no puede encontrar casa.—¿Qué tipo de casa desea encontrar?

—Solamente para vivir. Cualquier casa. Dice que vendió la suya hace tres o cuatro meses y que ahora no puede encontrar ninguna para comprar.

—Bien, eso es mala suerte — dije sin sentirlo —. ¿Y qué podemos hacer nosotros?

—Dice que él no es el único. Hay muchos en el mismo caso. Dice que no hay ninguna casa o departamento en toda la ciudad.

—Dow, ese tipo está loco.

—Quizás no — dijo Dow —. ¿Has echado un vistazo a las demandas de casas?

Negué con un movimiento de cabeza.

—No tenía ninguna razón para ello — le respondí.

—Bien, yo lo hice. Esta mañana. Columnas y columnas de avisos de gente que desea encontrar un lugar para vivir, cualquier lugar. Algunos de ellos parecen desesperados.

—El artículo de Jensen esta mañana…

—¿Te refieres a aquél acerca de las construcciones de casas?

—Eso mismo — le dije —. No va de acuerdo con esto, Dow. No con lo que te explicaba ese hombre.

Quizás no. Estoy seguro que no. Pero, mira, tengo que ir al aeropuerto y encontrarme con un gran personaje que llega en avión. Es la única forma que pueda entrevistarme con él a tiempo para la primera edición. Si este individuo que me telefoneó viene a la oficina y yo no estoy, ¿puedes tú atenderlo?

—Claro que sí — le respondí.

—Gracias — dijo Dow, y se alejó de mi escritorio.

Apareció Lightning, llevando los encargos de café en la abollada y sucia caja de cartón que utilizaba y que guardaba bajo la mesa de los grabados. Inmediatamente, se desató el infierno. Había traído un café con crema y nadie quería crema. Había traído tres con azúcar y solamente había dos que podían beberlo con ella. Había enredado todo.

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