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Clifford Simak: Caminaban como hombres

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Clifford Simak Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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Y en ese momento, mientras esperábamos, sentí nuevamente la profundidad de esa dignidad y decoro que era implícita en la habitación, con su grueso alfombrado y sus muros ricamente apandados, las pesadas cortinas y el par de cuadros en el muro tras la mesa.

Aquí, pensé, estaba el compendio de la familia Franklin y el edificio que había construido, la posición que ostentaba y lo que significaba para esta ciudad en especial. Aquí estaba la dignidad y la cuadrangular virtud, el espíritu cívico y el nivel cultural.

—Señores — dijo Bruce —, no es necesario emplear grandes preliminares. Algo ha sucedido que, un mes atrás, jamás habría creído que podría suceder. Se los diré y entonces podrán hacer sus preguntas…

Se detuvo unos instantes, como si buscara las palabras apropiadas. Se detuvo en la mitad de la frase sin declinar la voz. Su rostro estaba frío y pálido.

Entonces dijo, lenta y concisamente:

—El Franklin ha sido vendido.

Todos nosotros nos quedamos en silencio durante unos instantes, no asombrados, no aturdidos, sino en completa incredulidad. Porque, de todas las cosas que uno podría imaginarse, ésta sería la última que nos habría pasado por la mente. Porque el Franklin y la familia Franklin eran una tradición en la ciudad. El establecimiento y la familia habían estado allí casi tanto tiempo como la ciudad. El vender el Franklin era como vender el patio de una iglesia.

El rostro de Bruce estaba endurecido e inexpresivo y pensé cómo habría logrado decir esas palabras, ya que Bruce Montgomery pertenecía tanto al Franklin como la familia Franklin misma; quizás, en estos últimos años, se había integrado aún más, ya que lo había guiado, mimado y se había preocupado por él durante más años de los que podríamos recordar.

Se rompió el silencio y vinieron las preguntas, todas al mismo tiempo.

Bruce hizo una señal que nos calláramos.

—A mí no — nos dijo —. El señor Bennett responderá todas vuestras preguntas.

El calvo, por primera vez, se fijó en nosotros. Bajó la vista desde el lugar en que la tenía clavada en el muro posterior de la sala. Inclinó levemente la cabeza.

—Uno a la vez, por favor — dijo.

—Señor Bennett — preguntó alguien desde el fondo de la sala —, ¿es usted el nuevo propietario?

—No. Simplemente represento al dueño.

—¿Quién es el nuevo propietario, entonces?

—Eso es algo a lo que no puedo responder — dijo Bennett.

—¿Quiere decir que no sabe quién es el nuevo propietario? O…

—Significa que no puedo responderles.

—¿Nos podría decir los términos del negocio?

—Desean saber, por supuesto, cuánto se pagó.

—Sí, eso es…

—Eso, tampoco — dijo el señor Bennett — es para publicarse. —Bruce — dijo una disgustada voz.

Montgomery movió negativamente la cabeza.

—El señor Bennett, por favor — dijo —. Él responderá a todas las preguntas.

—¿Puede decirnos — le pregunté a Bennett — cuál será la política que seguirá el nuevo propietario? ¿El establecimiento seguirá como hasta ahora? ¿Se continuará con las mismas medidas en cuanto a calidad, crédito y civismo?

—El establecimiento — dijo Bennett fríamente — será cerrado.

—Querrá decir para su reorganización…

—Joven — expresó Bennett eligiendo cuidadosamente las palabras —, no quise decir eso. El establecimiento será cerrado. No reabrirá sus puertas. No existirá nunca más el Franklin. Nunca más. Cerrará para siempre.

Di una rápida mirada al rostro de Bruce Montgomery. Aunque viva un millón de años, nunca se me borrará de la mente la expresión de sorpresa, asombro y angustia que tenía ese rostro.

CAPITULO VI

Estaba por terminar la última página del artículo, con Gavin rugiendo junto a mí, respirando fuertemente sobre mi cuello y todos los del personal de composición gritando que ya no había tiempo, cuando la secretaria del editor llamó por teléfono.

—El señor Maynard desea verle — me dijo — en cuanto esté libre.

—Casi de inmediato — respondí colgando el auricular.

Terminé el párrafo final y entregué la hoja. Gavin la arrancó de mis manos y la llevó rápidamente a composición.

Volvió nuevamente donde yo estaba. Indicó el teléfono.

—¿El patrón? — preguntó.

Le contesté afirmativamente.

—Desea interrogarme acerca de todo ello, supongo. Otro tercer grado.

Era una de las costumbres que tenía el patrón. No era que desconfiara de nosotros. No era que pensara que le estábamos engañando, sacándole el cuerpo al trabajo o alterando las cosas. Era el periodista que había dentro de él, creo yo, la necesidad de gritar hasta el último detalle, esperando que al conversar con nosotros podría descubrir algo que habíamos dejado a un lado, una última pasada del arnero en la desesperada búsqueda del oro. Supongo que le hacía sentir que de esta manera él estaba metido en el asunto.

—Es un golpe terrible — dijo Gavin —. Allí se va un contrato de los gordos. El chico que está encargado de la publicidad y sus cuentas, probablemente estará en algún rincón cortándose el cuello.

—No solamente es un duro golpe para nosotros — le dije —. Es para toda la ciudad.

Ya que el Franklin no era un establecimiento para comprar solamente; era además como un centro no oficial de reuniones sociales. Las damas de edad, con sus limpios y cuidados vestidos y sus primorosos peinados, se reunían a menudo y silenciosamente en el salón de té del último piso. Las dueñas de casa que iban de compras, invariablemente se encontrarían con sus amigas — tal como en una misión — y dejarían bloqueados los pasillos con sus improvisadas aglomeraciones. Siempre alguien se encontraba con alguien mediante citas ya arregladas de antemano. Y estaban también las exhibiciones de arte, las conferencias de alto nivel y todo ese otro tipo de trampas que hacen la vida social de la América gentil. El Franklin era un establecimiento para hacer compras y para encontrarse y como una clase de club para gente de todas las clases y todos los medios de vida.

Me levanté de mi escritorio y crucé el pasillo hasta la oficina del jefe.

Su nombre es William Woodruff Maynard y no es un mal tipo. Ni la mitad de malo de lo que se podría pensar por su nombre. [1] Juego de palabras. «Woodruff» significa madera áspera, dura.

Charlie Gunderson, quien estaba a cargo de la publicidad, estaba con él en la oficina, y ambos estaban preocupados.

El patrón me ofreció un cigarro de una gran caja que estaba en el borde de su escritorio, pero lo rechacé y me senté en una silla al lado de Charlie, frente al patrón, que estaba tras su escritorio.

—He telefoneado a Bruce — dijo el patrón — y estaba muy poco comunicativo. Mejor dicho, evasivo. No deseaba hablar.

—No creo que lo desee — dije —. Creo que fue un golpe tan duro para él como para todos nosotros.

—No te entiendo, Parker. ¿Por qué iba a ser un golpe? Tiene que haber sido uno de los que ha negociado y arreglado la venta.

—El hecho de cenar la tienda — me expliqué —. De eso es lo que estamos hablando, me parece. No creo que Bruce supiera que los planes del nuevo propietario fueran de cerrar el establecimiento. Creo que, si hubiera sospechado eso, no habría habido ninguna venta.

—¿Qué te hace pensar en ello, Parker?

—La expresión del rostro de Bruce — respondí —. Cuando Bennett anunció que cerraría el establecimiento. Sorprendido, asombrado, enfadado y quizás, hasta enfermo. Como un hombre que tiene cuatro reyes y pierde ante cuatro ases en el poker.

—Pero no dijo nada.

—¿Y qué iba a decir? Ya había firmado el contrato y el establecimiento estaba vendido. Me imagino que jamás se les pasó por la mente que alguien pudiera comprar un negocio próspero, simplemente para cerrarlo después.

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