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Clifford Simak: Caminaban como hombres

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Clifford Simak Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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—¿Qué sucede? — pregunté.

—Parker — me dijo —. ¡Esa pobre gente! Es suficiente como para partirle a una el corazón.

—¿Qué po…? — comencé a decir, y entonces supuse lo que le estaba ocurriendo.

—¿Cómo llegaste a hablar con él? — pregunté.

—Dow no estaba aquí — dijo ella —. Llegaron preguntando por él. Y todo el mundo estaba ocupado. Entonces, Gavin los trajo aquí.

—Yo me iba a encargar de ello — le dije —. Dow me lo había dicho y quedamos en que así sería. Pero salió esta cosa del Franklin y me olvidé del asunto. Se suponía que vendrá un solo hombre. Tú te referiste a ellos…

—Trajo a su esposa y a sus hijos y éstos se sentaron mirándome con esos ojos grandes y solemnes. Me relataron cómo habían vendido su casa porque no era lo suficientemente espaciosa para la familia, que había aumentado, y ahora no podían encontrar otra. Deben salir de su antigua casa en uno o dos días más y no tienen dónde ir. Se sientan allí y te cuentan todas sus penas y te miran con tanta esperanza… Como si fueras los Reyes Magos o el Hada Madrina o algo por el estilo. Como si el lápiz fuera una vara mágica. Como si estuvieran seguros que puedes resolverles sus problemas y dejarlo todo arreglado. ¡Se tienen conceptos tan extraños de los periodistas, Parker! Creen que practicamos la magia. Creen que si pueden publicar su historia, algo va a suceder. Creen que podemos obrar milagros. Y uno se queda mirándoles y sabe que nada puede hacer por ellos.

—Ya lo sé — le dije —. Pero no dejes que te emocione. No debes llorar. Debes endurecerte.

—Parker — me dijo ella —, vete de aquí y déjame terminar esto. Gavin ha estado aquí rugiendo desde los últimos diez minutos para que se lo entregue.

No estaba de bromas. Quería que yo me fuera para poder llorar a solas.

—Está bien — dije —. Hasta esta noche.

Una vez en mi escritorio, guardé los artículos que había escrito en la mañana temprano. Me puse el sombrero y el abrigo y salí a beber un trago.

CAPITULO VII

Ed estaba solo en su establecimiento, de pie tras la barra y apoyando los codos en ella y con las manos sosteniendo su cabeza. No parecía encontrarse muy bien.

Me encaramé a un taburete y saqué cinco dólares.

—Dame uno fuerte, Ed — dije —. Lo necesito de verdad.

—Guarda tu dinero — me respondió ásperamente —. Soy yo quien paga.

—¿Estás loco? — le pregunté.

—En absoluto — dijo Ed, buscando la marca de whisky de mi gusto —. Dejo el negocio. Los tengo preparados para mis viejos clientes, los leales, para cuando vengan.

—Ya has juntado lo suficiente — expresé sin cuidarme, ya que él estaba siempre de broma, por cualquier cosa, sólo para divertirse.

—He perdido el alquiler — me dijo.

Le seguí la broma.

—Oh eso está muy malo — dije —. Pero debe haber una docena de lugares donde puedes establecerte, aquí mismo en el vecindario.

Ed meneó la cabeza dolidamente.

—Estoy frito — dijo —. No tengo donde ir. He buscado por todas partes. Si deseas saber lo que pienso, Parker, es algo sucio que han tramado en la alcaldía. Alguien desea mi licencia de arrendamiento. Alguno ha dado a un par de regidores unos billetitos de más.

Llenó un vaso y me alcanzó'.

Llenó otro para él, y eso es algo que jamás hace un encargado del bar. No era difícil darse cuenta que Ed no daba un céntimo por nada.

—Veintiocho años — me dijo quejumbrosamente —.

Ese es el tiempo que he estado aquí. Siempre logré que este lugar fuera respetable. Tú lo sabes, Parker. Tú has sido un cliente regular. Tú sabes como he llevado este negocio. Jamás habrás visto una riña o habrás encontrado a mujeres. Y has visto aquí a los policías, muchas veces, todos alineados y bebiendo a cuenta de la casa.

Estuve de acuerdo con él. Todo era tan verdadero como los Evangelios.

—Ya lo sé, Ed — dije —. Demonios, yo no sé cómo se las arreglarán los del personal nuestro para sacar el periódico si tú cierras. No tendrán un lugar para cambiar de ambiente durante unos momentos. No hay ningún otro bar que esté a menos de ocho manzanas de la oficina.

—No sé lo que iré a hacer — dijo —. Estoy muy joven como para retirarme y no tengo dinero suficiente para hacerlo. Debo ganarme el pan. Podría trabajar para otro, es verdad. Cualquiera en la ciudad me encontraría un puesto. Pero siempre he sido propietario y me costaría mucho acostumbrarme. No me importa decirte a ti que me costaría.

—Es una podrida vergüenza — dije.

—Yo y el Franklin — dijo —. Cerraremos juntos. Lo acabo de leer en el periódico. El artículo que escribiste. La ciudad no será lo mismo sin el Franklin.

Le dije que la ciudad tampoco sería lo mismo sin él, y me escanció otro trago, pero esta vez no se sirvió uno para sí.

Él se estuvo allí de pie y yo sentado, conversando, acerca del Franklin y que hubiera cerrado y la licencia que él había perdido y ninguno de los dos sin saber qué demonios pasaría en este mundo. Me sirvió un par de tragos más y uno para él y nos servimos otros más después de esos, y le obligué a que me dejara pagarlos. Le dije que aunque fuera a cerrar el establecimiento no podía estar regalando el licor y él me respondió que ya me había sacado suficiente durante los últimos seis o siete años y que podía pagarme toda una tarde de tragos.

Entraron algunos clientes y Ed fue a atenderlos. Como no eran conocidos, o quizás clientes no regulares, hizo que pagaran sus pedidos. Abrió la caja registradora y les devolvió la vuelta y después retornó hacia mí. Conversamos nuevamente sobre la situación, una y otra vez, repitiendo lo mismo, sin darnos cuenta o sin darle importancia.

A las dos de la tarde, aún estaba allí.

Prometí a Ed, en forma algo sentimental, que volvería para conversar por última vez con él antes que cerrara.

Debo haber estado borracho por la cantidad de licor que había bebido. Pero no lo estaba. Solamente, un poco desmoralizado.

Volví a la oficina, pero a mitad de camino decidí que no valía la pena. Solamente me restaba una hora para terminar el día y, a estas horas de la tarde, en que ya habían salido casi todas las ediciones, no tendría nada que hacer. Quizás, escribir algunas columnas, pero no me sentía con deseos de escribir ninguna columna. Decidí irme a casa. Trabajaría en el fin de semana, terminando esas columnas y preparándome así para el viaje.

Fui entonces hasta la playa de estacionamientos y saqué mi coche y me dirigí a casa, conduciendo lenta y cuidadosamente para que ningún policía se fijara en mí.

CAPITULO VIII

Me introduje por el callejón hasta la playa de estacionamiento que estaba tras el edificio, aparcando el coche en el lugar reservado.

Ése era un lugar muy pacífico y me quedé sentado en el coche unos minutos antes de bajar de él. El sol estaba fuerte y el edificio que rodeaba el lugar por tres de sus lados, impedía cualquier corriente de aire. Un álamo achaparrado estaba plantado junto a una de las esquinas del edificio y el sol caía de pleno sobre él, de manera que, con sus hojas otoñales, resplandecía como árbol de promesa. La atmósfera estaba pesada, llena de sol y de tiempo, y pude escuchar los pasos de un perro que se aproximaba por el callejón. El perro apareció y me vio. Se sentó e irguió las orejas con ansiedad hacia mí. Era de la mitad de altura de un caballo y tan desparramado que casi no tenía formas precisas. Alzó una enorme pata posterior y solemnemente se rascó una pulga.

—Hola, perro — le dije.

Se alzó y se alejó trotando por el callejón. Antes de perderse de vista, se detuvo unos segundos y se volvió para mirarme.

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