Clifford Simak - Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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—¿Ha llegado gente de fuera a la ciudad.

—Dios mío, no lo creo, Parker. No en esa cantidad.

—¿Se trata de gente joven?

—No, honestamente, la mitad de las personas que me esperan son de edad y que vendieron sus casas porque los hijos ya habían crecido y no necesitaban de una casa tan espaciosa. Y muchos otros son personas que vendieron sus hogares porque la familia estaba aumentando y deseaban más lugar.

—Y ahora — le dije — no hay espacio para nadie.

—Eso es, exactamente — me respondió.

No había más que hablar.

Así lo dije.

—Gracias, Bob.

—Te buscaré algo — dijo. No parecía muy esperanzado.

Colgué y me senté, y pensé en lo que podría estar sucediendo. Algo estaba sucediendo, estaba seguro de ello.

Ésta no era solamente una situación llevada a cabo por una demanda anormal. Había algo aquí que desafiaba a todas las leyes de la economía. Había una historia en alguna parte; la podía oler. El Franklin había sido vendido y Ed había perdido su licencia de arrendamiento y el viejo George había vendido este edificio y todo el mundo se dirigía a los corredores de fincas en un intento casi de locura por encontrar un lugar donde poder vivir.

Me levanté y me puse el abrigo y el sombrero. Traté de no fijarme en el semicírculo que faltaba del alfombrado cuando salí por la puerta.

Tuve una corazonada terrible, una corazonada horripilante.

El edificio de departamentos estaba al extremo de una zona de establecimientos comerciales, que se había desarrollado años antes, mucho antes que a nadie se le ocurriera crear centros comerciales en las zonas residenciales.

Si mi corazonada estaba en lo cierto, la respuesta podría estar en la zona comercial, en cualquier zona comercial.

Salí, tratando de dar con la respuesta.

CAPITULO IX

Noventa minutos después tuve la respuesta y me quedé helado de espanto.

La gran mayoría de los establecimientos comerciales de la zona habían perdido sus licencias de arrendamiento o estaban a punto de perderlas. Algunos, que tenían licencias muy extensas, habían vendido el negocio. La gran mayoría de los edificios parecía que habían cambiado de dueño en las últimas semanas.

Conversé con personas que estaban desesperadas y otros que se habían resignado. Y unos pocos que estaban furiosos y otros menos que admitían que habían sido convencidos por el dinero.

—Escúcheme — me decía un farmacéutico —, quizás es para mejor. Con la estructura de impuestos como estaba y todas las leyes e interferencias del gobierno, a veces pensaba si sería conveniente seguir con el negocio. Evidentemente, yo buscaba otra ocupación. Pero eso era solamente un acto reflejo. El hábito profundiza mucho en el hombre. Pero no hay ninguna ocupación. De forma que, simplemente, yo venderé mi mercadería lo mejor que pueda y me sacaré esta carga de los hombros, y después, esperar a lo que venga.

—¿Tiene algunos planes? — pregunté.

—Bien, mi esposa y yo hemos estado durante mucho tiempo pensando en unas largas vacaciones. Pero nunca las hemos tomado. No nos hemos decidido. Este negocio me ata demasiado y es difícil encontrar una buena ayuda.

Y también estaba el barbero, quien había amenazado con sus tijeras, blandiéndolas en el aire.

—Demonios — dijo —, un hombre ya no puede vivir tranquilo. No se lo permiten.

Quise preguntarle quiénes no se lo permitían, pero no pude intercalar palabra.

—Dios sabe que llevo una vida bastante humilde — dijo —. La barbería ya no es como antes. Sólo llegan algunos cortes de pelo. De vez en cuando un lavado de cabeza, y eso es todo. Antes, solíamos afeitar y dar masajes faciales y todos pedían fijador para el pelo. Pero, ahora, todo lo que tenemos que hacer son cortes de pelo.

Y actualmente, ni siquiera me permiten mantener lo poco que me queda.

Logré preguntar quiénes eran, pero no pudo responderme. Se enfadó porque le hice la pregunta. Creyó que yo estaba de bromas.

Dos antiguos establecimientos familiares (entre otros), en que cada uno era propietario de su edificio, habían rechazado las ofertas cada vez más tentadoras que les habían hecho.

—Usted lo sabe, señor Graves — dijo un señor de avanzada edad en su negocio que estaba en el edificio de su propiedad —, hubo momentos en que habría podido aceptar la oferta. Supongo que soy un tonto por no haberlo hecho. Pero ya estoy muy viejo. Este negocio y yo nos hemos hecho uno parte del otro. Vender el establecimiento hubiera sido como venderme a mí mismo. Me parece que usted no lo comprenderá.

—Creo que no — dije.

Alzó una mano pálida y envejecida, con las azules venas muy marcadas sobre la porcelana de su piel, y se la pasó por el mechón de cabellos que se pegaba a su cabeza.

—Existe eso que se llama orgullo — me dijo —. Orgullo en la forma de llevar un negocio. Nadie más, le aseguro, llevaría este negocio como yo lo hago. No hay buenas maneras en el mundo de hoy, joven. No hay bondad.

Y no hay consideración. No existe eso de pensar en lo mejor que posee una persona. El mundo de los negocios se ha transformado en una operación de cuentas, efectuada por máquinas y por hombres que se parecen a las máquinas en que no tienen alma. No existe el honor y la confianza y la moral se ha transformado en la moral de una manada de lobos.

Extendió su mano de porcelana y la apoyó sobre mi brazo, tan suavemente que no pude sentir su contacto.

—¿Usted dice que todos mis vecinos han perdido sus licencias de arrendamiento o que han vendido?

—La mayoría de ellos.

—Jake, el que está en esta misma calle, ¿él no lo ha hecho, verdad? El que tiene el negocio de muebles. Es un viejo canalla y ladrón, pero piensa lo mismo que yo.

Le respondí que estaba en lo cierto. Jake no vendería, uno de la media docena o poco más que no lo habían hecho.

—Es igual que yo — dijo el viejo —. Llevamos el negocio como algo de confianza y privilegio. Esos otros sólo lo ven como un medio para hacer dinero. Jake tiene a sus hijos, a quienes les puede dejar el negocio, y eso puede que sea una diferencia. Quizás ésa es otra razón por la cual seguirá rechazando la oferta. Yo cuento nada más que con mi hermana. Solamente los dos. Cuando dejemos de existir, el negocio dejará de existir con nosotros. Pero, mientras estemos vivos, nos quedaremos aquí, sirviendo al público en la forma más honrada posible. Porque, yo se lo digo, señor, ese negocio es algo más que solamente sacar cuenta de los beneficios. Es una oportunidad de servir, una oportunidad de contribuir. Es el pegamento que permite que nuestra civilización se mantenga unida, y para un hombre, no puede haber otra profesión de más orgullo que ésta.

Sonaba como el mudo llamado de una trompeta procedente de otra era, y eso, quizás, era exactamente lo que representaba. Durante unos momentos sentí la viva emoción de contemplar unos altivos estandartes ondeando bajo el azul del cielo y percibí la novedad y claridad que ya no existían.

Y el viejo debe haber sentido lo mismo que yo, porque dijo:

—Ahora, está todo mancillado. Sólo en ciertos lugares, en algunos ocultos rincones, podemos mantener su brillo.

—Gracias, señor — dije —. Me ha hecho un gran favor.

Al despedirnos con un apretón de manos, pensaba en la razón de haberle dicho eso. Y al pensar en ello, supe que era la verdad, que de alguna forma algo había hecho, algo había dicho, para renovar la fe en mí. ¿Fe en qué?

Lo quise saber, pero no estaba seguro. Fe en el Hombre, quizás. Fe en el mundo. Quizás, aun, fe en mí mismo.

Salí del establecimiento y me detuve en la acera, me estremecí, de frío en las últimas horas de calor del día.

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