Clifford Simak - Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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Porque ahora, no se trataba sólo del acontecimiento, fuera lo que fuera que estaba sucediendo. No era solamente el Franklin y el departamento en que yo vivía. No se trataba solamente de Ed que había perdido su licencia de arrendamiento. No se trataba solamente de las personas que no podían encontrar dónde vivir.

Aquí existía una norma; una norma y un malvado propósito. Y una dedicación y un método que eran diabólicos.

Y en alguna parte, tras todo ello, una organización que trabajaba suavemente y que se movía en secreto y con rapidez. Porque, aparentemente, todas las transacciones habían sido efectuadas en los últimos meses y todas coincidían hacia una fecha de cierre más o menos exacta.

Una cosa que no sabía, y que sólo podía adivinar, era si se había necesitado un nombre o un pequeño grupo de personas o todo un ejército de ellos para efectuar el regateo, para llevar a cabo las ofertas, y finalmente para cerrar el trato. Había tratado de averiguarlo, pero nadie lo sabía. Casi todas las personas con quienes había hablado eran aquellos que habían alquilado sus establecimientos y no tenían medios de saberlo.

Caminé hasta la esquina y entré en una droguería. Me introduje en una cabina telefónica y marqué el número de la oficina. Cuando respondió una de las telefonistas, le pedí que me pusiera con Dow.

—¿Dónde has estado? — me preguntó.

—Paseando — le respondí.

—Aquí casi nos hemos vuelto todos locos — dijo Dow —. Hennessey ha anunciado que había perdido su licencia de arrendamiento.

—¡Hennessey! — Sin embargo no sé por qué me sorprendí con todo lo que sabía.

—No es posible — dijo Dow —. Los dos en el mismo día.

El Hennessey era el segundo establecimiento comercial de la ciudad. Con él y el Franklin cerrados, el comercio del centro se convertiría en un desierto.—No llegaste para la primera edición con tu entrevista del aeropuerto — le dije, haciendo tiempo y deseando saber cuánto podría relatarle de lo que yo sabía. —El avión llegó con retraso — expresó. —¿Cómo pudieron ocultarlo? — pregunté —. No hubo el menor rumor acerca de la venta del Franklin.

—Fui a ver a Bruce — dijo Dow —. Se lo pregunté. Me mostró el contrato; no para publicarlo, solamente entre nosotros. Había una cláusula por la cual el contrato se cancelaría automáticamente si había algún anuncio prematuro.

—¿Y el Hennessey?

—El First National era el propietario del edificio. Probablemente deben haber tenido la misma cláusula en su contrato. El Hennessey puede seguir durante un año más, pero no hay ningún otro edificio…

—El precio debe haber sido elevado. Por lo menos, una cantidad tal como para que no quisieran perder la oportunidad de venta. Él mantenerlo en secreto, quiero decir. —En el caso del Franklin, sí. Nuevamente, no es para publicarlo sino bajo estricta confidencia, fue el doble del precio del que pagaría alguien en su sano juicio. Y después de pagar esa cantidad, el nuevo propietario cierra el establecimiento. Eso es lo que más le duele a Bruce. Como si alguien odiara tanto al Franklin que pagara el doble del precio de lo que realmente vale solamente para cerrarlo. Dow vaciló unos segundos; después dijo: —Parker, esto no tiene sentido. Me refiero a que no tiene ningún sentido comercial.

Y yo estaba pensando: Eso explica todo el secreto. El por qué no había habido rumores. El por qué el viejo George no me había contado que había vendido el edificio, escabullándose a California para que sus amigos y arrendatarios no pudieran preguntarle la razón por qué no les había anunciado que había vendido el edificio.

Me quedé allí en la cabina, deseando saber si en cada uno de los contratos había existido esa cláusula restrictiva y si las fechas de esas cláusulas podrían haber sido una sola.

Parecía increíble, pero todo este asunto era cada vez más increíble.

—Parker — preguntó Dow —, ¿estás aún ahí?

—Sí — le respondí —. Sí, aún estoy aquí. Dime una cosa, Dow. ¿Quién fue el que compró el Franklin?

—No lo sé — me dijo —. Una agencia de corredores de fincas llamada Ross, Martin, Park Gobel tuvo algo que ver en el papeleo. Les llamé…

—Y te respondieron que estaban haciendo el negocio por cuenta de un cliente. Que no estaban en libertad de decir el nombre del cliente.

—Exactamente. ¿Cómo lo sabes?

—Sólo una corazonada — dije —. Todo este asunto huele a podrido.

—Estuve averiguando acerca de la firma Ross, Martin, Park Gobel — dijo Dow —. Han estado en el negocio desde hace solamente diez semanas. Dije una estupidez:

—Ed perdió hoy su licencia de arrendamiento. No será lo mismo sin él. —¿Ed?

—Sí. El bar de Ed. —Parker, ¿qué está sucediendo?

—Maldición si lo sé — exclamé —. ¿Hay otra novedad?

—Dinero. Lo averigüé. Los bancos están abarrotados de dinero. De billetes. Durante toda esta última semana lo han estado recibiendo. La gente llega con los bolsillos repletos y lo dejan en el banco.

—Bien, bien — dije —, es bueno saber que la sección económica está en buenas condiciones.

—Parker — exclamó Dow bruscamente —, ¿qué demonios te sucede?

—Nada — le respondí —. Te veré en la mañana. Colgué rápidamente, antes que pudiera hacerme más preguntas.

Me quedé allí pensando en la razón por la cual nada le había relatado de lo que yo sabía. No había ninguna razón para ello. Probablemente, existían todas las razones, de hecho, para que se lo hubiera dicho, ya que era parte de mi trabajo.

Y sin embargo, no lo había hecho, porque me había sido imposible. Como si al no decirlo, pudiera evitar que fuera real. Como si al no relatarlo, allí no existiera nada verdadero.

Y eso, evidentemente, era una estupidez. Salí de la cabina telefónica y caminé por la calle. Me detuve en la esquina y busqué en mis bolsillos y saqué la nota que había recibido por correo. Ross, Martin, Park Gobel estaban ubicados en el antiguo edificio McCandless, una de esas añosas reliquias de piedra marrón que estaban señaladas por las autoridades de reconstrucción para su pronta renovación.

Casi pude ver la entrada; los crujientes ascensores y las escalas con peldaños de mármol y bronceados pasamanos, ahora ennegrecidos por el tiempo; los solemnes pasillos con entablado de roble tan viejo que brillaba expresando su edad, los altos cielos rasos y las puertas con grandes rectángulos de cristal empañado que cubrían la mitad de ellas. Y en la planta baja, la galería con la tienda de sellos y la de tabaco, con el mostrador de revistas y el rincón del limpiabotas y una docena más de pequeños establecimientos.

Di una mirada a mi reloj y eran las cinco. La calle estaba prácticamente tapizada de coches, el comienzo de la hora cero para retornar a los hogares, con todo el tráfico en dirección al oeste, hacia una de las dos grandes autopistas que llevaban a la gran superficie de construcciones residenciales y hacia los elegantes chalets construidos entre los lagos y montañas.

El sol ya se había puesto y era el momento en que la luz del día comenzaba a desaparecer y que aun no se ha establecido la oscuridad de la noche. La parte más bella del día, pensé, para las personas que no tenían problemas o que no tenían nada en mente.

Caminé lentamente por la calle, repasando cuidadosamente lo que me estaba bullendo en el cerebro. No me gustaba mucho, pero era una corazonada, y la larga experiencia me había enseñado a no despreciar mis corazonadas. En el pasado, muchas de ellas me habían pagado bien como para ignorarlas.

Encontré una ferretería y entré en ella. Compré un cortador de cristales, sintiéndome culpable al hacerlo. Lo puse en un bolsillo y salí a la calle nuevamente.

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