Clifford Simak - Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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Ahora había más gentío en las aceras y mayor cantidad de coches en las calles haciendo sonar sus bocinas. Me detuve bastante rato frente a un edificio y observé pasar a la muchedumbre.

Quizás, me dije, lo mejor era dejarlo pasar. Quizás, lo más sabio sería, simplemente, irme a casa y después de una hora o poco más, vestirme y pasar a buscar a Joy.

Estuve indeciso durante unos momentos y casi abandoné la idea, pero algo me estaba incitando dentro de mí, algo que no me dejaría abandonarlo.

Un taxi se aproximó por la calle, encerrado por los coches. Se detuvo por la corriente del tráfico debido al cambio de luz de un semáforo. Vi que estaba desocupado y no me detuve a pensarlo. No me di tiempo a tomar una verdadera decisión. Me adelanté hacia la esquina y el conductor al verme abrió la puerta para permitirme pasar.

—¿Hacia dónde, señor?

Le di la dirección del cruce de calles justo antes del edificio McCandless.

El semáforo cambió la luz y el taxi partió.

—Se ha dado cuenta, señor — dijo el conductor, para introducir una conversación —, ¿cómo el mundo se ha ido al infierno?

CAPITULO X

El edificio McCandless estaba donde yo había imaginado, en la dirección que estaba el edificio antiguo de piedras marrón.

El pasillo del tercer piso estaba desierto, con la débil luz del atardecer filtrándose por las ventanas que estaban al final. El alfombrado estaba gastado y los muros manchados; la madera, a pesar de todo su brillo adquirido por los años, tenía un aspecto cansado y ruinoso.

Las puertas de los despachos eran de cristal empañado, con los nombres de las firmas en un dorado descascarado y roído sobre ellas. Cada puerta, advertí, estaba provista de una cerradura independiente de la cerradura antigua comprendida en el tirador.

Caminé hasta el final del pasillo para asegurarme que no había nadie. Al parecer todos los despachos estaban desiertos. Era la tarde un viernes y todos los empleados habrían salido lo antes posible para comenzar su fin de semana. Era demasiado temprano aún como para que llegaran las mujeres encargadas del aseo.

La oficina de Ross, Martin, Park Gobel estaba cerca del final del pasillo. Probé a abrir la puerta y estaba cerrada, tal como sabía que estaría. Extraje el diamante para cortar cristales y me puse a trabajar. No fue una tarea fácil. Cuando se corta un trozo de cristal, se supone que hay que afirmarlo contra una superficie plana y trabajar desde arriba. De esa forma uno se las puede arreglar, si lo hace con cuidado, para ejercer una presión segura y continua, de manera que la pequeña ruedecilla pueda marcar el cristal. Y aquí me encontraba yo, tratando de cortar un trozo de cristal que estaba vertical, afirmado por sus extremos.

Me tomó bastante tiempo, pero, finalmente, logré tallar el cristal y puse el corta cristal nuevamente en el bolsillo. Me quedé escuchando durante unos segundos, asegurándome que no había nadie en el pasillo o si alguien subía por la escala. Di un golpe al cristal con el codo y el trozo tallado crujió y se rompió, inclinándose en un ángulo, aún sujeto al marco de la puerta. Lo golpeé con los nudillos y se desprendió, cayendo hacia el interior de la habitación. Obtuve así un hueco del tamaño suficiente para pasar la mano, junto al tirador de la puerta.

Cuidando de no herirme con los bordes de cristal que aún estaban pegados al marco de la puerta, introduje la mano hasta dar con el pestillo que aseguraba la cerradura. Le di vuelta y el pestillo cedió. Con la otra mano, hice girar la cerradura exterior y empujé, abriéndose la puerta.

Me deslicé hacia el interior y cerré la puerta tras de mí, caminé lentamente junto al muro y me quedé allí por varios segundos, con la espalda contra el muro.

Sentí que se me erizaba el cabello y que el corazón me latía furiosamente, porque el olor estaba allí, el aroma a loción de afeitar de Bennett. Sólo la débil sugerencia del aroma, más inconfundible, como si el hombre se la hubiera puesto en la mañana y hubiera pasado junto a mí por la calle. Traté una vez más de definirlo, pero nada hubo con qué compararlo. Era un olor que jamás había sentido en mi vida. No había nada de extraño en él, nada demasiado extraño, es verdad; pero un aroma que yo jamás había conocido.

Junto al lugar donde yo estaba, contra el muro, se distinguían oscuras formas y ondulaciones, y al fijar más la vista en ellas y al acostumbrarse mis ojos a la oscuridad del lugar, pude notar que se trataba de un despacho, simplemente, sin nada poco usual. Las oscuras formas y negras ondulaciones eran los escritorios y mesas y todos esos otros muebles que uno espera encontrar dentro de una oficina de negocios.

Me quedé allí, tenso y esperando, pero nada sucedió. El suave resplandor grisáceo de la luz de las estrellas se introducía por las ventanas, pero parecía detenerse allí; no penetraba hasta la habitación. Y el local estaba silencioso, tan extrañamente silencioso que era enervante.

Paseé la mirada por la habitación y entonces, por primera vez, percibí algo extraño. En un rincón del despacho, el retrete estaba cubierto por una cortina; disposición bastante poco usual, ciertamente, para un despacho.

Observé el resto de la oficina, forzando la vista a recorrerla palmo a palmo, para que no se me escapara nada fuera de lo común. Pero no había nada más; nada que fuera extraño, excepto el retrete y su cortina, y el aroma a loción.

Cautelosamente, me aparté del muro y crucé la habitación. No sabía exactamente de qué tenía miedo, pero, en esta habitación, ese temor se desprendía de alguna parte.

Me detuve en el escritorio frente al retrete y encendí la luz que había sobre él. Sabía que no era una medida inteligente. Había penetrado en esta oficina poco legalmente, y ahora lo estaba delatando al encender la luz. Pero corrí el riesgo. Deseaba ver, inmediatamente y sin retardo, qué se ocultaba tras las cortinas que cerraban el retrete.

A la luz pude advertir que las cortinas eran de un material pesado, oscuro y que colgaban de un riel. Yendo hacia un lado y tanteando, encontré las cuerdas. Tiré de ellas y las cortinas se separaron, replegándose silenciosamente cada una sobre su extremo. Tras las cortinas había varios trajes y vestidos, cuidadosamente dispuestos en sus colgadores que pendían de una vara.

Me quedé observándoles, asombrado. Y al fijarme más en ellos, los comencé a ver no como un conjunto de prendas, sino como piezas separadas. No se trataba de trajes de hombre o abrigos; había una media docena de camisas; había un colgador repleto de corbatas. En el compartimiento superior, estaban los sombreros pulcramente dispuestos. Había vestidos de mujer y trajes, y otras prendas más livianas, que comúnmente se llaman batas. Había prendas interiores, masculinas y femeninas; calcetines y medias. Bajo las prendas de vestir, y ordenados sobre una larga vara de madera, había zapatos, y nuevamente, tanto de hombre como de mujer.

Y esto era endemoniadamente extraño. Un lugar para colgar abrigos, impermeables, chaquetas, un lugar para poner los sombreros; como si no hubiera armarios. Parecía, con toda seguridad, que algún bromista de la oficina había dispuesto todas las cosas así. Pero aquí había prendas de vestir para todo el mundo, desde el patrón hasta la última secretaria.

Casi me rompí el cerebro buscando una solución, pero no había ninguna.

Y lo más absurdo de todo esto, era que ahora la oficina estaba desierta, todo el mundo se había ido… y habían dejado allí sus cosas. Ciertamente, que no se habrían ido a sus casas sin ropa.

Pasé lentamente frente a las prendas, extendiendo la mano para tocarlas, para asegurarme que eran realmente fabricadas, y que realmente estaban allí. Eran de fabricación ordinaria. Y estaban realmente allí.

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