Clifford Simak - Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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Aun mientras iba corriendo, pensaba si no estaba yo en un error, que el cuerpo hubiera estado allí y mis ojos no lo hubieran visto. Pero, me dije, uno no puede dejar de ver un cuerpo destrozado sobre la escala.

Estaba en lo cierto. La escala estaba desierta al asomarme desde el piso siguiente al inferior.

Detuve mi carrera y bajé con mayor cautela, mirando los peldaños, como si al hacer esto, pudiera recoger alguna pista que me explicara lo que había sucedido.

Y al ir bajando, sentí el aroma de esa loción una vez más; el mismo aroma que había olido en Bennett y en la oficina, en donde había encontrado el muñeco con la réplica de Bennett.

Había gotas de un líquido en los primeros escalones, en rastro muy tenue, y también sobre el descanso; como si a alguien se le hubiera derramado agua. Me detuve y pasé los dedos por la humedad y era simplemente eso, humedad. Alcé la mano y olí los dedos, y el aroma a loción estaba allí, pero más intenso que en las otras ocasiones.

Descubrí dos rostros de líquido que cruzaban el descanso y seguían hasta el piso de más abajo, como si alguien hubiera llevado un vaso de agua que fuera goteando. Esto, entonces, me dije, eran los rastros de aquel que debía estar muerto; esta humedad era el rastro que él había dejado.

El terror se cernía sobre la escala, un lugar tan silencioso y desierto que no hubiera parecido posible que existiera el menor movimiento, ni siquiera el horror. Pero la soledad en sí, quizás era una parte del terror, el vacío de aquel lugar en que debía haber un cuerpo, y el rastro del aromático líquido que señalaba el camino que había tomado.

Bajé el resto de la escala rápidamente, con ese horror introducido en el cerebro, y al ir corriendo pensé en lo que podría hacer o en lo que sucedería si me encontraba con la forma, esperándome en la escala; pero, aun pensando en ello, no pude detenerme y bajé los escalones velozmente hasta encontrarme en la planta baja.

Nadie había allí a excepción del lustrabotas, adormecido sobre una silla apoyada contra el muro, y el que atendía el estanco, que estaba apoyado sobre el mostrador, leyendo un periódico extendido ante él.

El hombre del estanco alzó la vista y el lustrabotas se adelantó en su silla, pero, antes que ninguno de los dos pudiera moverse o gritar, yo ya había traspasado la puerta giratoria y estaba en la calle. Había una multitud de gente que iba de compras, los que aprovechaban que las tiendas abrían por la noche dos veces por semana.

Una vez en la calle, ya no seguí corriendo, porque sentía que aquí ya podía estar a salvo. En la esquina, me detuve y miré hacia el edificio McCandless, y ése era el aspecto que tenía, un edificio, antiguo y manchado por el tiempo, que había durado ya demasiado tiempo y que en pocos años más sería echado abajo. Nada había de misterioso en él, nada de siniestro.

Pero, al mirarlo, me estremecí, como si un viento helado procedente de alguna parte hubiera soplado sobre mi alma.

Sabía exactamente lo que necesitaba y seguí por la calle para encontrarlo. El lugar estaba comenzando a llenarse, y en algunas partes, en un oscuro rincón, alguien estaba tocando el piano. Bien, realmente no estaba tocando, más bien, pasando las manos por las teclas y, de vez en cuando, sonando los acordes de alguna melodía.

Me dirigí hacia el fondo, en donde no había mucha gente, y encontré un taburete.

—¿Qué desea? — preguntó el hombre tras la barra.

—Whisky con hielo — le dije —. Y es mejor que lo haga doble. Así le ahorraré tiempo.

—¿Qué marca? — preguntó.

Se la dije.

Sacó un vaso y hielo. Escogió una botella de las que estaban tras él.

Alguien se sentó en el taburete contiguo al mío.

—Buenas noches, señorita — dijo el tabernero —. ¿Qué se sirve?

—Una Manhatan, por favor.

Me di vuelta al escuchar la voz, ya que había algo en ella que me llamó poderosamente la atención.

Y también, algo en la muchacha misma.

Era un ser sorprendente, de una belleza que no contrastaba con su personalidad.

Me devolvió la mirada. Era fría como el hielo.

—¿Nos hemos visto en alguna parte? — preguntó.

—Creo que sí — le respondí.

Era la rubia que yo había sacado de la caja de zapatos, ahora, increíblemente, crecida y vestida.

CAPITULO XII

El tabernero puso el pedido frente a mí y comenzó a preparar el Manhatan.

Tenía un aspecto aburrido. Había escuchado estos preliminares miles de veces, quizás, en este mismo bar.

—No hace mucho tiempo, — dijo ella.

—No — repliqué —. Hace muy poco. Creo, que en una oficina.

Si ella sabía lo que yo estaba mencionando, no lo demostró en lo más mínimo. Y, sin embargo, era demasiado fría, impenetrable, demasiado segura de sí misma.

Abrió una pitillera y extrajo un cigarrillo. Lo golpeó suavemente sobre el mostrador y se lo llevó a los labios.

—Lo siento — le dije —, no fumo. No llevo cerillas.

Rebuscó en su bolso y extrajo un mechero. Me lo alcanzó. Hice girar la ruedecilla y se encendió la llama. Se inclinó para encender el cigarrillo, y al hacerlo pude sentir el olor a violetas; o al menos, de algún perfume de flor. Imaginé que sería de violetas.

Y de pronto, me di cuenta de algo que debiera haber descubierto desde el primer instante. Bennett no olía de esa manera porque hubiera utilizado una loción de afeitar, sino porque no la había empleado. Su aroma era natural, emanaba de su ser.

La muchacha encendió su cigarrillo y se echó hacia atrás, aspirando la primera bocanada de humo. Lo dejó escapar por las narices en forma muy elegante.

Le devolví el mechero. Ella lo introdujo en su bolso.

—Gracias, señor, —dijo.

El tabernero puso el Manhatan sobre el mostrador. Estaba muy bien hecho y presentaba un buen aspecto con la roja cereza en su exacta posición.

Le pasé un billete.

—Páguese de ambos, — le dije.

—Pero, señor — protestó ella.

—No me lo impida — le rogué —. Es una pasión muy fuerte en mí… el poder convidar a chicas hermosas.

Lo dejó pasar. Me lanzó una mirada, aún un poco fría.

—¿No ha fumado jamás? — preguntó.

Moví la cabeza negativamente.

—¿Para no perder el olfato? — preguntó ella.

—¿Mi qué?

—Su olfato. Pensé que podría trabajar en alguna parte donde el olfato fuera algo primordial.

—Nunca había pensado en ello — le dije —, pero, quizás sí.

Cogió su vaso y me observó fijamente por el bordillo.

—Señor — dijo con calma y firmemente —, ¿no le gustaría venderse?

Creo que fue un golpe fuerte para mí. Ni siquiera balbucí una palabra. Me quedé con la vista clavada en ella. Porque, no estaba bromeando; parecía estar hablando seriamente de negocios.

—Podríamos comenzar con un millón — me dijo —, y partir desde allí.

Mis cualidades mentales fueron retornando poco a poco.

—¿Mi alma? — pregunté —. ¿0 es todo el cuerpo? Si fueran ambos, el precio sería un poco más alto.

—Puede quedarse con el alma — me respondió.

—¿Y la oferta la hace usted?

Movió la cabeza negativamente.

—No. Para mí, usted no es de ninguna utilidad.

—¿Representa a alguien?

—Alguien, quizás, que se pueda interesar por todo. Un establecimiento para cerrarlo. O la ciudad completa.

—Es buen entendedor — dijo ella.

—El dinero no lo es todo— le dije —, podríamos considerar otras cosas.

Dejó el vaso sobre el mostrador y buscó algo en su bolso.

Me pasó una tarjeta de visita.

—Si desea pensarlo, puede encontrarme aquí — dijo —. La oferta sigue en pie.

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